Decía que Pascal se rebela ante la indiferencia de quienes deciden vivir sin buscar respuestas en cuanto al fin último de la vida. Para él, la clave no estriba en creer o no creer, sino en buscar o no buscar. Y Ordway decide iniciar una intensa búsqueda y reflexión que la conduce a una exploración racional de la fe con el objeto de discernir si esta se debe a la crédula simpleza de la gente o si, por el contrario, goza de unos cimientos de lo más sólidos.
Decir que tan solo es la historia de una búsqueda sería también quedarse corto. Es el relato de lo que Ordway encuentra en esa búsqueda —o quizá sea más preciso hablar de lo que viene a su encuentro —: el sentido de unos términos, como Dios y Jesús , que, como ella dice, eran hasta entonces unos significantes abstractos; y este sentido es algo práctico y palpable: ha tenido y tiene ahora un efecto progresivo de transformación en su vida real.
Y esa transformación sigue su curso, no es un viaje finiquitado. Ordway se sube a lomos de un caballo del que no espera que la derribe un rayo como a san Pablo, sino que coge las riendas con firmeza, decidida a llegar hasta el final sea cual sea, tarde lo que tarde, y va cubriendo etapas; y conforme supera una colina tras otra, va aceptando con plena honestidad y de manera consecuente la verdad que allí se encuentra.
Lewis y Tolkien, entre otros, desempeñan un papel protagonista tanto en la búsqueda de Ordway como en el relato de la autora: son las herramientas que más a mano tiene una profesora de Literatura Inglesa que ha crecido leyéndolos, y no duda en auparse a sus sólidos y anchos hombros. De ahí que, al traducir y disfrutar de esta obra tan estimulante, me haya venido a la cabeza ese pasaje de El señor de los anillos en el que Gandalf le dice a un Frodo atemorizado: «Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron». Ordway ha decidido emplear ese tiempo en la búsqueda de la verdad, sea esta cual sea, por incómoda que sea. Y esta es su historia.
Julio Hermoso
Prólogo de John Mark N. Reynolds
Los intelectuales se han labrado una mala imagen por sí mismos. Con frecuencia parecen alejados del mundo real o de los valores que exalta un pueblo. Ha habido y hay, sin embargo, algunas personas reflexivas, intelectuales en el mejor sentido, que aman las ideas y aman a la gente.
Cuando era joven, la historia de C. S. Lewis, el profesor ateo de Literatura que se convirtió al cristianismo, me inspiró en mi vida académica, y ahora, como rector universitario, la historia de otra profesora atea formada en el campo de la literatura que siendo ya adulta se vuelve hacia Jesucristo me motiva para seguir adelante y hacer las cosas mejor de lo que las he hecho.
Ordway es un tipo nuevo de apologeta. Si Francis Schaeffer inició una forma de apologética cultural que nuestra colega Nancy Pearcey esta llevando a su madurez, Ordway nos está ofreciendo un nuevo punto de partida que encarna una visión compatible aunque única de lo que significa ser un apologeta y un académico en la actualidad.
Siguiendo ejemplos del siglo xx, como el de Dietrich Bonhoeffer, Ordway le pierde el miedo a la cultura y nos recuerda que vivimos en el mundo aunque no pertenezcamos al mundo. Tenemos cuerpo y alma, alma y cuerpo, y la apologética de la autora no se olvida nunca de ninguno de los dos ni pone el énfasis en el lugar equivocado al respecto de cuestión alguna.
Hay quien ha venerado la creación o ha utilizado el cuidado de la creación como eslogan para el materialismo funcional. Otros utilizan la teología del cuerpo para dar pie a la laxitud en la moral cristiana. Ya tenemos demasiados académicos cristianos, intelectuales cristianos y artistas cristianos para quienes el cristianismo es simplemente un adjetivo que modifica la esencia de sus vidas o de sus carreras profesionales. Ordway es una rareza: es una cristiana que hace cosas, una cristiana académica, una cristiana intelectual, una cristiana artística.
Este libro demuestra que dicho matiz lingüístico es importante.
Ella acepta el Evangelio al completo, no porque siempre le guste, sino porque piensa que es la mejor idea, la más verdadera, la más bella de la historia de la humanidad. Ordway es lo suficientemente realista como para aceptar los fallos de los cristianos, y no defenderá nuestros cismas, nuestros genocidios o nuestra decadencia.
Nunca pierde de vista a Jesús: encarnado, triunfal, vivo.
Yo sé que ella es del tipo de persona a quien le va Dios, un tipo que el siglo XXI tal vez no sea siempre capaz de asimilar. Es lista, potente, femenina y tradicional. Sus puntos de vista son impredecibles, porque los forma sobre la base de la Palabra de Dios.
Hay gente muy lista que desea amar a Jesús, pero prefiere pasar por alto a su novia, la Iglesia. Estos maleducados no salen mejor parados que en esas situaciones en que un marido enamorado conoce a un zafio que se muestra condescendiente con su amada, la ignora o la insulta. Ordway ama al pueblo de Dios porque ama a Dios. Esto no la ciega ante algunos de los problemas de la Iglesia visible, pero su razonamiento no acaba en un cinismo fácil.
La historia de Ordway es la historia de cómo Dios siembra su palabra dentro de ella, cómo Ordway responde «hágase en mí» y acto seguido encuentra su senda hacia un hogar eclesiástico. Ella piensa por sí sola, pero no en soledad. Busca la mente de Cristo y la comunidad de la fe en todas las épocas.
Aunque no comparta todas sus conclusiones sobre la naturaleza de la Iglesia, sí comparto su consciencia de que la Iglesia es al tiempo visible e invisible. Ordway no es un ser de instituciones, sino de la encarnación. Sabe que exactamente igual que los hombres han de tener un cuerpo para ser hombres, así la novia de Cristo ha de ser visible para ser la novia de un Cristo encarnado.
Al mismo tiempo, la Iglesia es mística y solo se la ve en su plenitud en el paraíso. Ordway sabe razonar (preguntemos a sus alumnos), pero no le da miedo detenerse y ponerse a venerar cuando alcanza lo inefable. Tiene la sensación de que la belleza puede ser un engaño, pero también puede ser una señal.
La de Ordway es una historia en la que el amor reemplaza al miedo. Dios no teme las preguntas, las dudas, las preocupaciones o los errores. No teme a nada porque es el amor perfecto. Ordway ya presintió esta verdad cuando aún se hallaba alejada de Dios, y de ese modo intercambió sus temores y sus dudas sobre sí misma por amor.
Encontró a una persona, pero al hallarlo a él también halló a su familia: la Iglesia. Ordway no es tan arrogante como para exigir que la familia esté a la altura de sus expectativas, ¡aun cuando esas expectativas están justificadas!
¿Debe contar su historia una persona de quien esperamos que aún se encuentre a medio camino en dicha historia? Si la motivación fuese el orgullo o la autocomplacencia, ningún cristiano podría justificar unas memorias, pero este libro se halla en la tradición del testimonio. Cuando era un crío me encantaba oír lo que contaban aquellos que después serían santos acerca de lo que Jesús estaba obrando en sus vidas. Tales historias alientan a los creyentes para seguir adelante. Sabemos que la Iglesia perdurará, pero flaqueamos.
Las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia, pero con frecuencia tengo la sensación de que a mí me están aplastando. En ese momento, el testimonio de una creyente sobre el estado de su caminar con Dios es de lo más alentador. La doctora Ordway es una luchadora feliz, un estado que no solo implica dar voces de alegría, algo que ella hace sin duda, sino también estar dispuesta a luchar.
Conozco a muchos luchadores de la cultura, pero a pocos luchadores alegres de la cultura: Holly Ordway es uno de ellos.
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