Pero es evidente que, a pesar de la gran importancia de lo científico en la práctica de la medicina, esta es mucho más que una ciencia. La medicina es un arte. Los médicos y el resto de los profesionales sanitarios hemos de apoyarnos en los conocimientos que las ciencias nos proporcionan, pero eso es insuficiente para una toma de decisiones adecuada. Y decidir es lo que nos toca continuamente, por lo general, en un clima de incertidumbre por las características intrínsecas de la medicina, muchas veces a toda prisa y soportando grandes presiones (paciente, familia, gerente, etc.). Estas decisiones deben tener en cuenta los hechos (particularidades del caso, datos científicos, evidencias científicas, tipos de tratamiento, resultados de estos, etc.), pero también los valores (opinión del paciente, sentido de la salud y la enfermedad, relación con las ultimidades, justicia, libertad, responsabilidad, etc.). Es evidente que no hemos recibido, en general, una formación específica para ello. La mayoría hemos recibido una formación cientificista, biologicista, y carecemos, en general, de una formación filosófica, epistemológica, antropológica y ética que nos ayude a encontrar el verdadero sentido de nuestra profesión y a una toma prudencial de decisiones. Esta toma de decisiones se repite a diario, varias veces al día. De manera que no es infrecuente la desmotivación, y la vivencia de la profesión como una carga. Algunos pacientes pueden convertirse en una preocupación. Si se llega a esta situación, hay dos salidas: o bien iniciar una formación, en muchas ocasiones voluntarista y autodidacta; o, ante la impotencia, dejarse llevar por la sordera y ceguera morales, hacia una anestesia moral que, en muchas ocasiones, conduce a un evidente desánimo, y sienta las bases para ser atrapado por el síndrome del trabajador quemado. Así que, a la mitad de la vida profesional, podemos sentirnos como condenados a seguir haciendo de médicos hasta la jubilación. Con mimbres como estos no se puede pretender la tan demandada rehumanización de la práctica sanitaria.
El objetivo ha de ser, por tanto, facilitar la formación de los profesionales sanitarios. Pero no hay que confundir formación con mera instrucción. Dicha formación ha de considerar que los profesionales sanitarios somos ante todo personas y debe aspirar a un crecimiento en plenitud. La sola instrucción puede lograr ese nuevo bárbaro que denunciara Ortega y Gasset como «un profesional perfectamente adiestrado en la técnica de su disciplina, pero incapaz de situarla en su contexto y relacionarla con otras materias; más instruido que nunca pero más inculto también». 1 Lograr médicos y otros profesionales sanitarios con muchos conocimientos y técnicamente competentes es necesario, pero no suficiente. Lo propio de la inteligencia es saber hacerse preguntas. Es el único camino para encontrar respuestas. El hombre y, por ende, los profesionales sanitarios, necesitamos hacernos ciertas preguntas y encontrar las respuestas. Preguntas sobre el sentido de la vida, la libertad, la vocación, la responsabilidad, la prudencia en la toma de decisiones; y también sobre la humildad intelectual, la abnegación, la lealtad a nuestras obligaciones y compromisos, la actitud ante la vulnerabilidad del otro, el ámbito espiritual, el ámbito religioso, y en fin la conciencia de finitud y contingencia percibidas vivencialmente ante la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, la influencia de las ideologías en la toma de decisiones, la mercantilización creciente de la práctica sanitaria, etc. Ninguna de estas cuestiones puede abordarse desde las puras ciencias. Son dimensiones absolutamente reales, pero sin unidades de medida; y por tanto, no mensurables. Escapan al método científico.
Hace falta una apertura hacia las humanidades, hacia una sabiduría de la vida. Comparto con Lacalle 2 que nos movemos en la actualidad en un contexto caracterizado por:
— Un divorcio entre la razón y la sabiduría que ha conducido al hombre al llamado pensamiento débil, con el descrédito de la razón para conocer la verdad de lo real.
— El relativismo, que ha puesto en tela de juicio que exista la verdad.
— El positivismo que ensalza las ciencias positivas y niega validez a otras formas de conocimiento humano, marginando la formación humanística.
— Una hiperespecialización del conocimiento y una fragmentación del saber, que provoca una mirada parcial sobre lo real.
— Una cultura utilitarista que antepone la praxis a la teoría. Se imparte mucha instrucción y poca sabiduría. Se enseña a hacer cosas pero no el sentido que tiene el hacerlas.
— El objetivo de la educación es la empleabilidad y no el que el educando alcance la plenitud.
Ante este reto, pensamos que el libro de Pellegrino y Thomasma que presentamos puede ser una herramienta docente muy importante. Una obra que nos permite reflexionar sobre las virtudes en la práctica de la medicina y sobre la necesidad del descubrimiento y cultivo de dichas virtudes. La educación de alumnos y profesionales en ejercicio debe perseguir el que alcancen su plenitud como personas ejerciendo la profesión sanitaria. Si no, se corre el riesgo de reducir su paso por las aulas y por los centros sanitarios a mero adiestramiento, entrenamiento o preparación técnica.
Debemos facilitar el que nuestros educandos se desarrollen plenamente. Porque la vida del hombre es un hacerse, pero hacerse en plenitud. Es la idea de Gabriel Marcel sobre el homo viator . 3 Por eso, nuestra tarea como docentes, tiene una gran implicación ética. Esa plenitud supone la puesta en marcha de todas las potencias personales: las cognoscitivas (conocimiento y autoconocimiento), las afectivas, las volitivas y las comunitarias o interpersonales. La sola instrucción, como queda dicho, deja al hombre amputado.
Para alcanzar esta plenitud, este proyecto de vida, la persona tiene que poseerse a sí misma. Tiene que dominarse cada vez más. Ese dominio sobre sí requiere ejercicio. Para eso ha de adquirir como una especie de segunda naturaleza, que solo es posible mediante la adquisición y el cultivo de virtudes. Para ayudar a mantener el esfuerzo, se ha de favorecer que el educando descubra el sentido de su vida, el para qué de esta. Indudablemente, el ejercicio de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias —bien entendido— facilita esta cuestión, pues la vocación es como una llamada que mueve a realizar grandes esfuerzos con gran generosidad, y vivirlos como una carga ligera .
Esta vocación puede tener dos dimensiones. Por un lado como vocación profesional. Los alumnos de las profesiones sanitarias, en su mayoría, traen en su mochila ese algo , esa llamada que los empuja a embarcarse en esta aventura, en ocasiones exigente, dura, y a veces ingrata. Pero, además, la vocación puede tener un sentido más amplio, como el de tomar conciencia de lo que cada uno está llamado a hacer en su vida, en su única vida, sintiéndose como individuo único e irrepetible en toda la historia del cosmos. Es la llamada a optar libremente por la opción fundamental, personal e intransferible que va más allá de lo meramente profesional. En la experiencia personal de quien escribe estas líneas, ambos sentidos de la vocación están íntimamente relacionados. Por eso, no debemos renunciar a ninguna de las dos. Aspirar a grandes ideales es algo necesario para alcanzar una vida en plenitud. El ejercicio de la medicina es un buen terreno de juego para alcanzar dicha plenitud, y el tener claro el sentido de la vida, la opción fundamental, ayuda a llevar a cabo la práctica profesional cada vez mejor.
Y esta vocación adquiere todo su sentido desde unos valores. Desarrollarse como persona obliga a decir sí a lo que suponen esos valores, y a decir no a todo lo que la puede alejar de esa opción fundamental libremente elegida. Para lo uno y para lo otro es necesario cultivar virtudes.
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