Simplificando mucho, creo que los francfortianos desarrollan el marxismo en dos direcciones. De un lado, Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración (1947), amplían el enfoque para criticar no solo la explotación de clase en la que supuestamente se basaría el capitalismo, sino más bien el culto a la racionalidad instrumental que se enseñorea de Occidente desde la Ilustración. El consabido rechazo sesentayochista del productivismo y del círculo infernal casa-coche-trabajo bebe en parte de aquí.
De otro lado, autores como Fromm y, especialmente, Reich y Marcuse intentan integrar el marxismo con el psicoanálisis presentando la represión sexual como uno de los fundamentos del orden burgués y teorizando una liberación que será tanto socioeconómica como libidinal.
Este freudomarxismo desfigura aspectos fundamentales de las dos doctrinas integradas. Desfigura especialmente al psicoanálisis, al presentar la represión instintiva como un fenómeno histórico ligado a un determinado modelo de sociedad. Ahora bien, es sabido que para Freud el conflicto entre el superyó (portavoz de los valores y normas sociales interiorizados por el sujeto) y el ello (el estrato salvaje del psiquismo, sede de un insaciable instinto sexual, Eros, y de impulsos agresivos de destrucción y dominación, Tánatos) —conflicto en el que el «yo» intenta una siempre inestable mediación— es consustancial a la condición humana misma, y no a uno u otro modelo histórico de organización socioeconómica. 47
Es especialmente en El malestar en la cultura donde Freud concibe la represión de los instintos como el precio inevitable no ya de la cultura, sino de la supervivencia misma del individuo. La condición humana es dolorosa y está siempre amenazada por «tres fuentes de sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad». 48 Es cierto que el progreso científico-técnico permite cierta atenuación de las primeras dos formas de dolor, y la evolución cultural puede alcanzar cierta atenuación de la tercera. Pero ni la comodidad material ni el alargamiento de la vida conducen a la felicidad:
En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha […] afianzado en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. […] Pero el hombre comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, […] no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida: no le ha hecho, en su sentir, más feliz. 49
El sufrimiento inseparable de la condición humana está relacionado también, según Freud, con el insoluble conflicto entre el principio del placer y el principio de realidad («el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable»). 50 Ahora bien, la energía psíquica de los instintos reprimidos por las exigencias de la vida en sociedad y de la acomodación a la realidad puede ser reorientada de forma creativa mediante el mecanismo de la sublimación: «La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados». 51
O sea, que Freud reconoce que la represión de los instintos —y especialmente del sexual— es la condición de la civilización, y su posición no anda muy lejos de la que defenderá el antropólogo J. D. Unwin: «Toda sociedad debe elegir entre desplegar una gran creatividad [cultural] o disfrutar la libertad sexual. No puede tener ambas cosas por más de una generación». 52 Freud reconoce que «la cultura se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo». 53 Por tanto, el precio de la liberación sexual sería el declive cultural. Y, en efecto, tras medio siglo de relajación de las costumbres, lo cierto es que cuesta trabajo encontrar a los Mozart, los Tolstói, los Rembrandt del siglo XXI.
El freudomarxismo rechazará esta dura disyuntiva freudiana —o brillantez cultural, o libertad sexual— y sostendrá que es posible una revolución sexual que, al tiempo que permite una gozosa satisfacción de los instintos, facilite el ascenso a un estadio superior de civilización, sin explotación ni dominación. El freudomarxista por antonomasia —que no perteneció formalmente a la Escuela de Fráncfort— fue Wilhelm Reich: que fuese expulsado de ambas ortodoxias (de la Revista Internacional de Psicoanálisis por orden directa de Freud en 1932 y del Partido Comunista Alemán poco después) muestra que psicoanálisis y marxismo no resultan integrables sin tergiversación de ambos.
Reich anticipa el sesentayochismo no solo en su confianza en la posibilidad de una liberación sexual total, sino también en la propensión a considerar fascista a cualquier defensor de la moral tradicional. Pues, en efecto, la familia clásica, y la contención sexual necesaria para su conservación, es el crisol de la personalidad autoritaria, «la cuna de los hombres reaccionarios y conservadores» 54 de la pequeña burguesía, 55 afirmará Reich en Psicología de masas del fascismo . Reich rechaza la tesis freudiana según la cual la libido reprimida puede sublimarse en creatividad artística o intelectual; en su opinión, el sufrimiento de la represión sexual genera, por el contrario, rigidez comportamental, sumisión y pulsiones sadomasoquistas, y ambas son el fundamento del fascismo y su militarización de la sociedad. Al contrario, la revolución contra el capitalismo y el fascismo —Reich también prefigura al 68 en su equiparación— solo puede comenzar por la liberación sexual general, una liberación que debe incluir a los niños, cuya erotización temprana recomienda el freudomarxismo. 56
Pero las obras de Reich —que murió loco en 1957— son de los años treinta; tuvo mucho más influencia sobre la generación del 68 Herbert Marcuse, que publica su Hombre unidimensional en 1964 y profesa en varias universidades norteamericanas. Su contexto histórico no es ya la Europa de los treinta, castigada por la crisis económica de 1929 y el ascenso de los totalitarismos, sino el Occidente exitoso de los sesenta, próspero y democrático. Por tanto, el marcusianismo es una teoría del desenmascaramiento: la «libertad», la «democracia», el «bienestar» que nos venden son engañosos (las comillas irónicas son la aportación tipográfica por excelencia del 68). 57 Y el hecho de que tantos conciudadanos se muestren seducidos por esa mentira demuestra, precisamente, que se trata de la dictadura perfecta, más insidiosa que las dictaduras obvias: «El hecho de que la gran mayoría de la población acepte, y sea obligada a aceptar, esta sociedad no la hace menos irracional y reprobable». 58
Marcuse no es un comunista tradicional: toma distancias respecto a la Unión Soviética y el socialismo real. Pero en su opinión el mundo libre es tan opresivo como el soviético, si bien en forma más sutil. Se trata de una libertad espuria, consistente en la posibilidad de satisfacer falsas necesidades 59 y elegir entre una pluralidad de productos y entretenimientos alienantes: «Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación». 60
¿Y quién decide sobre la verdad o falsedad de las necesidades? No el propio ciudadano común, obnubilado por la alienación; 61 solo el filósofo freudomarxista, inmune a la seducción del sistema , está en condiciones de juzgar desde su perspectiva exterior-omnisciente: 62
Читать дальше