Lo que había convertido a Mayo del 68 en un verdadero desafío al sistema era la convergencia de la movilización estudiantil con la obrera. Por tanto, la amenaza empezó a conjurarse cuando el Gobierno consiguió desactivar la segunda con los Acuerdos de Grenelle (27 de mayo), extraordinariamente generosos: subida de un 35% en el salario mínimo, aumento general de salarios de un 10%, reducción de la jornada laboral en una hora. El embajador británico había acertado cuando declaró: «Mientras los estudiantes quieren cortar el árbol de la sociedad, los trabajadores simplemente quieren disfrutar de un mayor porcentaje de sus frutos». 25 La mera formulación de las reivindicaciones salariales y sindicales en términos satisfacibles por el sistema implicaba ya romper con el espíritu sesentayochista de enmienda a la totalidad y cambio completo de sociedad.
Sin embargo, todavía tendría lugar el extraño episodio del 29 de mayo: De Gaulle suspende un consejo de ministros y dice que se va a pasar el fin de semana a su casa de campo; en realidad, embarca a su familia en un avión y vuela a la base militar francesa en Baden-Baden (desde la Segunda Guerra Mundial había tropas francesas en suelo alemán). Hasta hoy los historiadores discuten si fue un momento de pánico (cuando aterrizó, le dijo al general Massu «tout est foutu», ‘todo está perdido’), una nueva fuga de Varennes, o si pretendía asegurarse el apoyo del ejército para una eventual represión militar de la revolución.
Sea como fuere, De Gaulle vuelve de Alemania veinticuatro horas después dispuesto a encauzar la situación: en su discurso radiado del 30 de mayo, más enérgico que el titubeante del día 24, anuncia que disuelve la Asamblea Nacional y convoca elecciones legislativas, al tiempo que denuncia «la intimidación, la intoxicación y la tiranía ejercidas por grupos organizados y partidos totalitarios» 26 y llama a «la acción cívica» como respuesta. De hecho, la Francia conservadora, ante el vacío de poder, se estaba ya organizando en comités de defensa de la república, y fraternidades de excombatientes se estaban movilizando para una eventual resistencia armada. Pero la respuesta de la mayoría silenciosa no necesitará ser violenta: esa misma tarde, un millón de personas marchan pacíficamente por los Campos Elíseos en protesta contra los desórdenes, con pancartas como «Limpiad la Sorbona» y «Defended a la Francia que trabaja». Muchos trabajadores habían vuelto a sus puestos tras los Acuerdos de Grenelle; las huelgas se desinflan en los primeros días de junio. Y a mediados de mes son desalojados policialmente los últimos ocupantes del Odéon y la Sorbona. Las elecciones del 30 de junio, finalmente, se saldan con un triunfo arrollador de la derecha gaullista, que amplía su mayoría. Más allá del resultado, el hecho mismo de que las elecciones se celebraran implicaba el retorno a una normalidad institucional que la comuna estudiantil rechazaba como fraudulenta y opresiva.
EL POS-68
Mayo del 68 parecía, pues, terminar en fracaso: De Gaulle y el sistema salían reforzados. En otros países donde se habían desarrollado movimientos juveniles análogos —por ejemplo, el verano del amor de 1967, los hippies , la contestación a la guerra de Vietnam, etc., en Estados Unidos— se va a producir también un giro a la derecha de los electores: las presidenciales de noviembre de 1968 las gana el republicano Richard Nixon.
Pero hemos visto ya que los sesentayochistas —o, al menos, el polo cultural-libertario del 68— no buscaban el poder político. La evolución del movimiento en los años que siguen a 1968 puede resumirse así: el polo neoleninista insiste en la búsqueda de una revolución socialista clásica, y se produce en 1968-74 una proliferación de partidos y grupúsculos trotskistas, maoístas, etc., muy activos, que no llegarán a tener mayor incidencia electoral. Los más radicales entre ellos pasarán a la lucha armada, y de ahí la aparición o relanzamiento a partir de 1968 de bandas terroristas como la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, la ETA o el IRA (estas dos últimas, junto con la componente nacionalista, desarrollaron también otra marxista-revolucionaria), que se cobrarán entre todas unas 3000 vidas en las décadas de los setenta, ochenta y noventa.
Pero el 68 no ha modelado nuestra sociedad a través de ese activismo político o terrorista clásico , a la postre fracasado, pues la extrema izquierda no llegó al poder. La verdadera herencia inconsciente de Mayo del 68 ha sido la difusión generalizada de la sensibilidad del polo cultural-libertario, como señala Josemaría Carabante: «Los estudiantes no terminaron con el sistema contra el que se levantaron, pero cuando salieron de las aulas contribuyeron a difundir nuevos valores y a cambiar los estilos de vida y las costumbres existentes». 27
Los avatares del polo neoleninista no merecen mayor atención, más allá de la amarga paradoja de que mientras los jóvenes checos arriesgaban sus vidas para salir del comunismo (la Primavera de Praga coincide cronológicamente con el Mayo francés, y la represión soviética de agosto se cobraría setenta y dos víctimas), 28 en Francia otros jóvenes luchaban por entrar en él. La intervención soviética —que se sumaba a las de Berlín 1953 y Hungría 1956— contribuyó a desacreditar el socialismo real a ojos de los estudiantes occidentales, pero no los llevó a abjurar del marxismo: fabulaban nuevas versiones trotskistas o maoístas (ignorando que el Gran Salto Adelante chino se había cobrado decenas de millones de víctimas entre 1959 y 1961, y la revolución cultural al menos un millón más a partir de 1966), o bien se ilusionaban con los experimentos socialistas del tercer mundo, de la Cuba de Castro al Vietnam de Ho Chi Minh. En Francia bulle en la primera mitad de los setenta una frenética sopa de letras ultraizquierdista, en la que destacan la Ligue Communiste de Alain Krivine (trotskista) y la Gauche Proletarienne de Alain Geismar (maoísta). España atravesará su propio sarampión de ultraizquierda en los primeros años de la Transición: PT, ORT, Joven Guardia Roja, etc. Ni ellos ni sus homólogos de otros países europeos superarían umbrales de voto prácticamente testimoniales.
Junto con los que querían construir la utopía de manera coactiva, imponiéndosela a la sociedad desde el poder político, existían también los que, de manera más coherente con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promoverla descentralizadamente mediante experimentos comunales a pequeña escala: «Vivir ya de otra manera, sin esperar a la revolución». Hasta cien mil personas llegaron a vivir en comunas a principios de los setenta, solo en los países escandinavos (la Ciudad Libre de Christiania, en Copenhague, reducida ya casi a un parque temático, es una reliquia fósil de aquella explosión). En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la propiedad privada, del retorno a la naturaleza a la desescolarización o el consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes. «Ya había doce niños en la comuna; cuando mi pareja y yo anunciamos que íbamos a darle un hermanito a la pequeña Judith, un comunero me dijo ‘¡Pero Judith ya tiene once hermanos!’; le arrojé la ensaladera a la cabeza». 29 Enfrentados al reto de cultivar la tierra o fabricar artesanía, los soixante-huitards neorrurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la productividad, 30 y que la carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña. Un superviviente resumió así la experiencia: «Agotamiento físico; subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los [verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla». 31
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