Javier Gallego-Saade - El Derecho y sus construcciones
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Javier Gallego-Saade. Abogado, profesor de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez, Investigador asistente del Centro de Estudios Públicos (CEP).
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El punto de partida. De modo persistente, Atria subraya que la óptica de su libro es “institucional”, lo que quiere decir que el libro “pretende entender las instituciones que tenemos […] en un sentido más profundo que entender sus estructuras” (LFD, p. 345). Se trata de una perspectiva “institucional y no teórica, desde abajo y no desde arriba”, que arranca entonces desde el reconocimiento de las “instituciones realmente existentes, (y no desde) un conjunto de ideas apriorísticas o elaboraciones acerca de problemas interesantes que pueden surgir en contextos imaginables” (LFD, p. 174).
II. PRIMERA PARTE: TEORÍA DEL DERECHO Y POSITIVISMO
La primera sección del libro discurre en torno al positivismo jurídico, una visión del derecho que nació, nos dice Atria, “como una comprensión del derecho funcional al autogobierno democrático”, esto es decir, como una concepción del derecho fundamentalmente política y reivindicativa de lo principal de la política —el lugar central de la comunidad en la creación del derecho—. El positivismo, como se lo entiende en la actualidad, en cambio, devino en una concepción que terminó “muerta” o enajenada: una teoría acerca del concepto del derecho, desentendida de los “sistemas jurídicos realmente existentes”, y preocupada por los sistemas jurídicos meramente “posibles o concebibles” (LFD, p. 27). De este modo, el positivismo jurídico se convirtió en una teoría que “reniega de lo que le dio originalmente sentido” (LFD, p. 28). Se trata, por ello, de una tradición que “debe ser rescatada” del lugar en que hoy ha quedado fija.
La discusión que ofrece Atria en esta primera sección resulta especialmente iluminadora y valiosa. Es iluminadora, porque se muestra capaz de volver sobre caminos muy transitados (hace décadas que la teoría del derecho dedica —asombrosamente— energías que parecen inagotables, sobre una polémica —la relación entre derecho y moral— que hace décadas ya parecía agotada) con autoridad y libre de ataduras. Su análisis resulta, en tal sentido, lúcido y provechoso. Pero, además, el examen que lleva a cabo resulta particularmente valioso, en su intento por volver a dotar de vida y sentido a una discusión fatigada. Su estudio —en esta sección, mejor que en ninguna otra— procura siempre mantener firme el norte buscado: nunca abandona las preguntas fundamentales sobre el propósito de una teoría del derecho, que no puede ser, meramente, el de dar una discusión “conceptual”, independiente de las prácticas circundantes, o simplemente desentendido frente al componente democrático del derecho.
Positivismos “duro” y “suave”. En su examen del positivismo hoy dominante, Atria comienza distinguiendo entre positivistas “duros” y “suaves”: dos concepciones que examina con detalle y cierta exhaustividad, en una discusión que aquí no pretendo sino resumir de modo grueso.
Los positivistas “duros” (defensores del llamado “positivismo excluyente”) reivindican sin matices la famosa “tesis de las fuentes sociales”, que dice —junto con Joseph Raz— que las normas pueden identificarse, y su contenido puede ser determinado, presentando atención, exclusivamente, a ciertos hechos sociales, y sin hacer referencia alguna a argumentos morales (LFD, p. 31). El problema del positivismo “duro” aparece cada vez que se enfrenta —como frecuente e inevitablemente le ocurre— a normas como la octava enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que prohíbe las penas “crueles e inusuales”. Dice Atria: “si determinar qué es la crueldad o qué castigos son crueles es una cuestión moral, la pregunta por el contenido de la octava enmienda no puede ser contestada sin atender a criterios morales. Pero por supuesto, si la octava enmienda no es una norma jurídica (no satisface la tesis de las fuentes) entonces las potestades que ella confiere no pueden ser potestades jurídicas, y las limitaciones que ella impone a esas potestades no pueden ser limitaciones jurídicas” (LFD, p. 36). Resulta difícil, entonces, determinar qué es lo que hacen los jueces cuando “ejercen sus potestades”, porque la norma que les confiere esa potestad no sería una norma jurídica, y los estándares que usarían para determinar la crueldad o no de la pena serían criterios morales. Todo esto, nos dice Atria, lleva al positivismo duro al lugar que quería evitar, esto es, a una postura de escepticismo ante las reglas (LFD, p. 37). Por más que se esfuerce en evitarlo, resulta inescapable para el positivismo duro la conclusión de que “en los sistemas jurídicos contemporáneos los jueces no están vinculados al derecho legislado” (LFD, p. 38). El positivista duro, entonces, parece entrar en una deriva hacia formas que son propias del realismo jurídico: para dar cuenta de las decisiones judiciales, cada vez más, él necesita recurrir, como el realista o los escépticos radicales, al estudio de “los intereses, las ideas políticas, la estructura de personalidad, la proveniencia social del juez”, etc. (LFD, p. 39).
Frente a la variante “dura”, los positivistas “suaves” (como Paolo Comanducci, Jules Coleman o José Juan Moreso, entre muchos otros) admiten que los sistemas jurídicos pueden incorporar estándares morales a su regla de reconocimiento (LFD, p. 39). Ello, en la medida en que dicha inclusión sea contingente, esto es, por caso, que la Constitución haga referencia explícita a estándares morales de identificación del derecho (LFD, p. 40).
Para los “duros”, cuando un juez apela, como regularmente lo hace, a criterios de semejante tipo, actúa discrecionalmente. Para los “suaves,” en cambio, dicha apelación a la moral forma parte del derecho, pero ello no refuta al positivismo porque dicha conexión es contingente y no necesaria. Para este positivista suave la plausibilidad del positivismo pasa a depender del hecho de que sea “concebible una práctica jurídica sin remisión a la argumentación moral en el momento de su aplicación” (LFD, p. 43). La situación resulta curiosa: parece que lo que ahora le importa al positivista es que una práctica jurídica de ese tipo sea meramente imaginable. Lo más irónico, nos dice Atria, es que de este modo los positivistas transforman su programa en la presentación de una teoría del derecho meramente “posible, imaginable” y no posible “empírica o sociológicamente”. Lo relevante es que la no remisión a la moral resulte conceptualmente posible, lo que parece particularmente irónico para una tradición jurídica “que se preciaba de entender el derecho tal como es, esto es, el derecho encarnado en prácticas sociales” (LFD, p. 45).
La reivindicación del positivismo de Bentham. Ante a este enfoque conceptual y vaciado de sentido del positivismo, Atria contrapone al positivismo originario y originado en Jeremy Bentham con su crítica al common law. Se trata, nos dice Atria, de un positivismo que debe entenderse como teoría del derecho moderno. Bentham tenía una mirada crítica (moderna) del common law, al que veía como una forma primitiva o pre-moderna del derecho (LFD, p. 49). La distinción entre lo moderno y lo pre-moderno juega aquí el papel clave: el derecho pre-moderno es el que se entiende a sí mismo como razón, y no como voluntad; el derecho moderno es el que se reconoce como producto de una voluntad, y por lo tanto, como artificial antes que natural. De allí que el derecho moderno afirme la naturaleza positiva del derecho, “el hecho de que la ley debía ser obedecida no porque fuera intrínsecamente razonable […] sino porque descansaba en la autoridad del soberano” (LFD, p. 55).
Más específicamente, nos dice Atria, el positivismo de Bentham nació oponiéndose a la “falta de certeza y la arbitrariedad” propia del common law, que otorgaba por tanto una extraordinaria discrecionalidad a los jueces, haciendo imposible “el ideal moderno de autogobierno”, de modo tal de afirmar el (inaceptable) dominio de la profesión legal, el dominio de aquello que Bentham llamaba, irónicamente, “judge & co.” (LFD, p. 64). Para Bentham, por tanto, el common law aparecía como “la enfermedad” y el positivismo como “la cura” (LFD, p. 65). El rechazo de Bentham hacia la existencia de una “razón artificial”, en control preferencial de los jueces y abogados, implicaba una reivindicación de la autoridad del derecho legislado, en tanto tal, esto es, una reivindicación política del derecho, contrapuesta a “una tradición que se jacta de su propia esterilidad” (LFD, p. 66).
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