Y miren por dónde mi tesis fue el ensayo de lo que más tarde se llamaría mapa nocturno, que fue el nombre puesto por las dos amigas que más arriesgaron en mi primera aventura intelectual al mediar los años ochenta. En el libro que recogió los textos presentados en el seminario que llevó ese nombre yo escribí que lo que buscaba era “un mapa para indagar no otras cosas sino la dominación, la producción y el trabajo pero desde su otro lado: el de las brechas, el consumo y el placer. Un mapa no para la fuga, sino para el reconocimiento de la situación desde las mediaciones y los sujetos” (Martin-Barbero, De los medios a las mediaciones, Barcelona: Gustavo Gili, 1987, 229). Era un nombre para el difícil encuentro entre los estudios de comunicación –reducidos con demasiada frecuencia al mero análisis de los medios– desconociendo la investigación de las mediaciones. Bajo otras palabras, ese concepto estuvo ya bien presente en mi tesis de doctorado, y que más tarde resumí así: “Comprender la comunicación implica investigar no solo las tretas del dominador sino también aquello que en el dominado trabaja a favor del dominador, la complicidad de su parte y la seducción entre ambos. La juntura de las ideas de Antonio Gramsci con las de Paulo Freire fue lo que me permitió pensar la comunicación a la vez como proceso social y como campo de la batalla cultural” (Martin-Barbero, 1997, p. 202).
Lo que aquí llega trae las huellas de un largo recorrido. Venía yo de la filosofía y, por los caminos del lenguaje, me topé con la aventura de la comunicación. Y de la heideggeriana morada del ser di así con mis huesos en la choza-favela de los hombres, construida en barro y cañas pero con radiotransistores y antenas de televisión. Desde entonces trabajo aquí, en el campo de la massmediación, de sus dispositivos de producción y sus rituales de consumo, sus aparatajes tecnológicos y sus puestas en espectáculo, sus códigos de montaje y reconocimiento.
JESUS MARTÍN BARBERO
23 de enero de 2018
Introducción
La liberación, acontecimiento y estructura
La pregunta que busca su lenguaje
Pensar el acontecimiento es intentar pensar la paradoja. Mientas las ciencias del hombre se quieren puro sistema formal –modelo de sistema sin sujeto–, mientras la nueva episteme opone su sarcasmo a “quienes quieren aun hablar del hombre, de su reino o de su liberación”, 1mientras los nuevos positivistas de manos limpias afirman que no entienden la significación de frases como “opresión de un pueblo” o “lucha de clases”, millones de hombres en América Latina comienzan a tomar conciencia de lo que les impide ser “sujetos” de su historia e inician la lucha para liberarse de una opresión secular y asfixiante. Mientras el estructuralismo rechaza el acontecimiento fuera de la ciencia y el historicismo genético lo asimila como elemento desintegrándolo, en América Latina se vive, se lucha y se muere al pie del acontecimiento: cambio, gesto, decisión, revolución, ruptura y comienzo. Frente a la pretendida neutralidad de la ciencia, frente a la serenidad y el distanciamiento requerido por el pensar filosófico América Latina opone la imposibilidad de la neutralidad, la pasión indignada –“meter toda mi sangre en mis ideas”, 2decía Mariátegui– y la necesidad fundamental de pensar a los hombres, sus penas y sus esperanzas desde dentro.
¿Significaría todo ello que América Latina es impensable con las categorías “modernas” de pensamiento? ¡Sí!, en la medida en que esas categorías no hacen sino reflejar un mundo bien concreto, el mundo “desarrollado”, un mundo cuya ciencia y cuya técnica solo han sido posibles por cuanto que existía ese otro mundo sin ciencias y sin técnicas, atrasado, subdesarrollado, oprimido, dependiente. Los latinoamericanos también creyeron en el “desarrollo”, en la eficacia neutral y milagrosa de las ciencias, de los análisis puramente económicos, y miraban hacia los países ricos como meta y modelo, y copiaban sus modos de pensar y vivir, y se pensaban a sí mismos con esquemas importados, recientes, modernísimos. Hasta que descubrieron una simple ecuación matemática: que el desarrollo de unos engendraba el subdesarrollo de otros, que la riqueza de unos no era sino el precio de su propia miseria, que la libertad de unos hombres era el costo de la esclavitud de otros.
Entonces se rasgó la máscara, se acabó la comedia que hacía creer a millones de hombres que su liberación debía venir de fuera, que su problema fundamental era un problema de “producción”, de estructuras técnicas de producción. Y descubrieron la mentira de las ayudas y los planes y las alianzas. Descubrieron que ellos eran pobres porque sus tierras eran ricas, que tener minas de oro o inmensos cafetales era una especie de fatalidad que los condenaba a depender en todo lo demás –“cada región se identificó con lo que producía y cada producto se convirtió en una vocación y en un destino” 3–, que su producción era diseñada desde fuera y hacia fuera, que su desarrollo lo único que desarrollaba era la desigualdad.
A partir de ese momento, a partir de esa toma de conciencia, se hizo imposible el lenguaje del desarrollo y comenzó a gestarse el lenguaje de la “liberación”. Y con él, todo un cambio de óptica y de perspectiva: de la reforma a la revolución, de la evolución a la ruptura, de la parcelación a la globalización y la totalidad. Y frente al peso oscuro y aplastante de las “estructuras” comenzaron a alzarse los “acontecimientos” y las decisiones. Un puñado de hombres en la sierra doblegaban la historia, la rebelión estudiantil exasperaba al poder, la huelga sostenida de una aldea campesina desafiaba los planes económicos. Era un otro lenguaje para ese mundo otro. Y en ese mundo otro los filósofos tuvieron que bajar de su mundo de ideas al mundo de los hombres y perdieron el asco a las cifras, a lo cotidiano, a lo cuantitativo al descubrir que cuando la cantidad son millones de niños que mueren de hambre física, de millones de hombres condenados a no llegar a los cuarenta años, viviendo en la miseria, el analfabetismo y la explotación brutal y descarada, entonces la cantidad deviene cualidad y las cifras son rostros, gritos, preguntas, la única pregunta verdadera. Una pregunta antigua, la más antigua y la más nueva y que exigía un lenguaje nuevo. Y se planteó la necesidad ineludible de romper con una filosofía “ejemplificada”, construida en gabinete y sazonada, remendada con hechos en un intento de “actualizar lo eterno”. El camino era inverso: partir de lo inmediato, de lo cotidiano, de la situación misma, ya que lo universal estaba allí desafiando el pensar, el hacer, el hablar. El mundo como “situación” se redefinía, se cargaba de pulpa y de substancia a través del relato de prensa, de las hojas mimeografiadas, de los hechos contados de boca en boca, de lo que los ojos veían y te aplastaba el pecho. Y lo que se veía y se escuchaba, lo que se sentía y se palpaba hacía saltar en añicos todos los esquemas, todas las divisiones entre “ciencias” y “letras”, entre filosofía y ciencias, la división entre intelectual y militante, entre poeta y obrero, viejas categorías para un mundo viejo. La radicalidad de la pregunta era “culpa” de la realidad.
Así lo vio y testimonia el brasileño Paulo Freire en La educación como práctica de la libertad. 4Aprender a leer y escribir –alfabetizar– se convertía en aprender a decir el propio mundo para actuar en él. La pedagogía, como dice Ernani María Fiori, se convirtió en antropología y política. Para un continente en “vía de liberación”, la educación se convertía en el lugar privilegiado donde se daban cita todas las opresiones, las manipulaciones, las mentiras, y –paradójicamente– las posibilidades de reinventar el mundo y el hombre. Pero si la “negación de la palabra” era un proceso histórico, solo una educación inserta en otro proceso histórico de cambio radical y cualitativo era posible y válida. Nacía así, rompiendo esquemas revolucionarios viejos también, una educación y una pedagogía “del oprimido” y no para el oprimido, tarea para el ahora, elemento esencial del cambio revolucionario y no promesa resignadora para el después de la toma del poder. De una concepción “bancaria”, dominadora, alienante, de la educación, se pasaba a una concepción “problematizadora”, crítica, liberadora. De una educación para el desarrollo formadora de cuadros altamente técnicos e ideológicamente “neutros”, repartidora de los “beneficios de la cultura”, canal de ascenso social, a una educación para la liberación que va derecha a la raíz, a la dominación múltiple y la conciencia arcaica y alienada, “sumisa”. De una educación idealista construida de palabras huecas, de aspiraciones imposibles, de voluntarismos estériles y nostalgias románticas, a una “educación-praxis”, dialectizadora de la palabra y de la acción, en la que la palabra surgía al ritmo del esfuerzo conquistador de la propia realidad y la acción revertía sobre una palabra nueva, inédita, creadora.
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