Lucila se despertó nuevamente con la cara de su mamá en primer plano. Esta vez, la acompañaba un café con leche y más galletitas. Descartó las galletitas con un gesto de asco, se sentía llena, hinchada y agotada.
Agarró la taza de café y su mamá apoyó la bandeja sobre el escritorio.
—Ayer dieron aviso a la policía, las están buscando –Lucila abrió los ojos, sus pupilas empequeñecidas por la luz artificial de su cuarto. El café tembló ligeramente en su mano. Policía. Esa no era una buena palabra, la policía significaba que todo esto ya no era una broma, una travesura, un secretito de amigas. Significaba que todo esto se había ido a la mierda.
—Y no las pueden llamar al celular porque ninguna lo tenía, ¿no? –su mamá asintió. Lucila suspiró con desazón. Maldita María Marta.
—No te preocupes Luchita, probablemente las chicas se escaparon para ir a bailar a algún boliche trasnoche, seguramente están bien. Yo creo que es un ataque de rebeldía, además justo coincide con que hoy tenían prueba de Matemática.
Su mamá había señalado un dato importante. Ni Anita ni Piru destacaban en Matemática y sabía que siempre les costaba estudiar para esa materia. Se las imaginó desayunando en algún café, haciendo tiempo para volver a sus casas después del mediodía como si nada hubiese pasado, tratando de ocultar la rateada.
—¿Hablaste con la mamá de Clari? O la de Vicky…
—No, me imagino que las mamás de Anita y Piru ya las habrán llamado. No creo que las chicas sepan nada, ¿no habían viajado el martes a Rosario? –Lucila asintió.
Probablemente era mejor que no supieran nada, pero se moría de ganas de tener al menos una amiga cerca con quien compartir su angustia.
—No te angusties Luchita –dijo su mamá, adivinando sus pensamientos, como las mamás suelen hacer–pero decime, ¿tenés ganas de ir al colegio? Porque hoy tenés esa prueba de Matemática, pero podemos hablar con la profesora y explicarle lo que está pasando. Si te querés quedar en casa…
—No, ma, no. Dejá –descartó Lucila haciendo un gesto con la mano, mientras se levantaba de la cama como una tromba–. Para el mediodía seguramente aparecen haciéndose las boludas. ¡Las voy a matar cuando las vea!
7.
A Lucila la llevaron en auto al colegio. Llegó sobre el timbre una vez más, porque a pesar del café y de la bronca, le había costado arrancar. Se sentía cansada.
La sensación de inseguridad se había apoderado de ella una vez más. Cuando llegó al aula, ninguna de sus amigas estaba presente. Sintió ganas de llorar. Se arrastró hasta el banco y comenzó a sacar la carpeta. La primera materia era Literatura. La esperaba una mañana muy difícil.
La profesora Martínez había decidido sorprenderlos con una evaluación sobre los últimos textos que habían analizado en clase. Las preguntas parecían escritas en sánscrito. Lucila había leído todos los libros, pero teniendo en cuenta todo lo acontecido en la última semana, parecía que había estado trabajando sobre historias completamente diferentes. “Explique la relación entre Martín Fierro y la literatura gauchesca.” Para colmo las preguntas eran amplias, eternas. Por su cabeza desfilaban las caras de sus amigas, según las había visto en la última semana. Clarita a punto de correr el colectivo para ir a ver a su peluquero; Vicky sonriente más allá de los límites de su propia sonrisa porque alguien la había descubierto en la calle; Piru guiñándole cada vez que llegaba al aula al mismo tiempo que el último timbre dejaba de sonar; Anita riéndose de sus amigas topísimas… fotos de todas ellas, con sus jeans chupines, sus remeras de colores, la base de la mamá de Clarita, el nail art de Anita, las carteras vintage de Piru, los zapatos que Vicky había coleccionado en sus numerosos viajes… fotos del placard despellejado, de las bolsas de ropa desparramadas por el piso, de los maquillajes que se rompían en las apuradas en el baño. Sentía los ojos a punto de explotar y un nudo en la garganta. ¿Cómo habían llegado a este punto? Ellas, que eran amigas, amiguísimas, que no se escondían nada. Todas separadas. Bueno, no, todas no… en definitiva era ella la única que estaba afuera. ¿Cómo llegamos a…?
Entonces, el recuerdo la asaltó como un aguijón en el medio de la frente: el Facebook. Hunter.
Miró el reloj. Eran las 8 y media. El primer timbre sonaba a las 9 y cinco. Y a las 9 y veinte tenían la doble hora de Computación. Tenía que volver al Facebook, tenía que ver los posts. Por primera vez en esa semana, comenzó a pensar que quizás sus amigas no la estaban engañando. Y que la única que había ocultado información importante, era ella. Completó el examen con respuestas telegráficas. No le importaba fallar esta prueba, lo único que quería era salir del aula y tener una computadora enfrente.
A las 9 y cuatro minutos Lucila ya había guardado todo en la mochila. Cuando el timbre llenó el aire con su volumen ensordecedor, ella ya estaba corriendo al baño del último piso. Tenía ganas de vomitar. Se mojó la cara, la nuca. Sentía calor, las piernas flojas. Decidió que, en los próximos quince minutos, iba a hacer del cubículo del inodoro su guarida. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie. Eligió el más limpio y se encerró. Afuera las chicas de 5to año cuchicheaban mientras prendían un cigarrillo que compartirían entre todas, a escondidas dada la prohibición que regía para alumnos y docentes en todo el edificio. Las escuchó treparse a la mesada para abrir una pequeña ventana. El aire fresco de otoño llenó la habitación, ayudándola a respirar, contrarrestando su calor. Aguardó. Las chicas hablaban de Pipo y del recital de la noche anterior en el Marquee. Lucila sabía que era un lugar donde tocaban bandas que quedaba por Villa Crespo, porque Piru había ido una vez con su hermano. Pensó en preguntarles si habían visto a Anita y a Piru, pero enseguida supo que las chicas no iban a reconocerlas. A las chicas de 5to no les interesaba la vida de las chicas de 4to. Así funcionaban las cosas. Quizás si le preguntaba a Natacha…
El timbre que anunciaba el fin del recreo lo sintió, como un impulso eléctrico, en su espina dorsal. Salió corriendo del cubículo frente a la mirada atónita de tres chicas que no habían sospechado de su silenciosa compañía.
—No se preocupen, estoy bien –dijo Lucila mientras salía con envión por la puerta gris.
Corrió por las escaleras hasta el aula de Compu-tación y aterrizó en el lugar que tenía asignada. Cada computadora era compartida por dos personas, se sentaban todos frente a una mesa larga llena de pantallas. El profesor daba una consigna y si terminaban rápido, podían hacer tiempo navegando en Internet. Estaban apagadas porque eran el primer grupo de la mañana.
Se agachó para buscar el CPU y apretó el botón de encendido.
—No la prendas Lu, sabés que Vázquez se pone loco cuando las prendemos antes…
—Todo bien Tomi, pero es una emergencia.
Tomás era compañero de computación de Lucila. Un chico bastante tímido, de esos que no sobresalen en ningún sentido. Lucila era una de las personas del curso que más lo conocía: sabía que era cinturón verde de taekwondo, que coleccionaba avioncitos de esos que vienen en las revistas para armar y que no tenía papá. Hasta sospechaba que Tomi gustaba un poco de ella, porque siempre estaba atento a todo lo que hacía, y le regalaba chicles.
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