Tal como lo indiqué a lo largo de este libro, quienes participaron de la investigación son amigos, los que en un momento particular de sus dolencias depositaron su confianza en mí. Es posible que si esta investigación hubiese tenido como escenario de trabajo un espacio institucionalizado, como un hospital o un centro médico, la observación estaría gobernada por los límites que este tipo de espacios imponen o por la dificultad de establecer lazos cercanos con los terapeutas y con los usuarios involucrados.
Estos amigos, hay que resaltarlo, me acercaron a una comprensión distinta de la enfermedad, al entendimiento y análisis del dolor y de las limitaciones humanas en su búsqueda por ‘tener salud’. En este punto, cualquier instrumento de recolección de información debió ser readecuado permanentemente, de tal manera que no se escapara el crujido de lo que algunos de ellos denominaban “un dolor sordo”, refiriéndose al dolor.
El encuentro cara a cara con la condición del dolor puso en cuestión mi humanidad como investigador (la actual, la histórica, la que está hecha de retazos, de credos y convicciones); de tal forma, me encontré de repente y sin esperarlo con la condición de fragilidad de aquellos con quienes interactuaba. Con el correr de los días en nuestros encuentros terminamos compartiendo mutuamente nuestras fragilidades y nuestras emociones frente a la salud y la enfermedad.
Gracias a estos encuentros, donde se comparten asuntos esenciales de la condición humana, me fue posible comprender la dimensión del compromiso humano propia del oficio de los médicos y terapeutas de la medicina tradicional y alternativa. Efectivamente, es a través de los usuarios como se comprende la importancia de estos terapeutas para quienes padecen la enfermedad, el dolor y el infortunio, y esperan alcanzar la felicidad que provee la buena salud.
Entendiendo los factores limitantes en la comprensión de algunas de estas condiciones, y de manera independiente a si en otro momento de la existencia de las personas se ha padecido algo similar, se optó por la presentación de los relatos en extenso, buscando que la voz de quienes aportaron su historia para la investigación con sus historias no terminara convertida en un anexo más del texto presentado.
A cambio, se intentó encaminar el ejercicio de escritura hacia la construcción de una unidad dialógica que compartiese tanto los análisis que le corresponden al investigador como las vivencias de quienes se denominan usuarios de medicinas tradicionales. En este sentido, es posible concluir que estas dos orillas completan el paisaje del trabajo de campo realizado.
1En Colombia, dependiendo el complejo cultural indígena al cual pertenezca el curandero, se emplean distintas denominaciones para referirse a ellos: en el sur andino, donde viven indígenas kamsás, ingas y pastos, se les dice taita (Caicedo, 2015); en la Amazonía (meridional y septentrional), donde se localizan los complejos culturales tucano oriental y occidental, se suele usar el vocablo en español brujo o payé ( paje , originalmente en lengua guaraní); en la Sierra Nevada de Santa Marta, se denominan mamos; y, para los emberás de la costa Pacífica, es común el nombre de jaibana ( jai significa espíritu, es decir, “hombre que maneja el poder de los jai ”). Algunos estudios antropológicos en el país se refieren a los curanderos como chamanes (Reichel-Dolmatoff, 1997) o curanderos indios (Taussig, 2002). Otra denominación genérica y popularizada es la de médico tradicional .
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