Héctor dio una vuelta por el dique y después siguió conduciendo por el paseo marítimo. No parecía tener ni la menor prisa por saber qué era lo que yo tenía que contarle y eso hizo que me sintiera un tanto idiota. Necesitaba que el universo se detuviera para escucharme. Todavía le daba vueltas a cuál sería la mejor manera de hacérselo saber sin que pareciera algo demasiado trivial.
—¿Compramos alcohol? —sugirió él.
—Claro.
Con él siempre bebía whisky , a palo seco. En su defecto, vino. Paró en un autoservicio de los muchos que estaban abiertos las veinticuatro horas y salió con tres botellas de Four Roses y una bolsa de hielo. Sacó otra piedra de hachís del bolsillo y preparó un porro más generoso. Me lo tendió para que lo encendiera mientras arrancaba.
—¿En tu casa o en la calle?
Sexo o no.
—A casa.
—Lo que diga la dama.
Hacía tiempo que no fumaba, así que empecé a notar el efecto estimulante de la droga en mis sentidos demasiado pronto. Me sentí mejor, más animada y con más ganas de desahogarme con Héctor. Él, por el momento, parecía inalterable.
Vivía en una enorme casa adosada. Su urbanización estaba tranquila a esas horas, ningún vecino alrededor. Se trataba de una de las zonas más caras y apacibles de la ciudad, muy diferente a mi barrio.
Aparcó el coche, yo cogí las bebidas y él abrió el portal. Tenía un pequeño jardín bastante descuidado y una piscina que estaba vacía.
—Tengo la bombilla del salón fundida. ¿Enciendo unas velas o vamos a mi habitación?
No podía entender para qué necesitaba tanto espacio para vivir solo. Dos plantas. Tres habitaciones, dos cuartos de baño, un salón y una cocina. A pesar de que era una vivienda lujosa, el descuido y la dejadez brillaban por su presencia. En la penumbra pude ver la guitarra de Héctor y un montón de colillas apagadas directamente sobre la mesa. Olía fatal.
—Vamos a la buhardilla.
—Va a hacer mucho calor ahí arriba.
—¿No puedes subir algún ventilador?
Allí estaba plagado de libros y de discos de vinilo. También había múltiples cajas llenas de fotografías y de juguetes de su infancia. Héctor era muy descuidado, excepto para con su rincón personal. Me permitía subir ahí, pero no me dejaba tocar absolutamente nada. Incluso parecía molestarle que mirara demasiado.
Colocó el ventilador a toda potencia, extendió un par de sábanas en el polvoriento suelo y abrió la ventana Velux del techo. Podían verse las estrellas desde allí. Me tumbé y seguí fumando despacio mientras Héctor preparaba las copas.
—¿Me puedo desnudar? —me preguntó al mismo tiempo que se bajaba los pantalones.
—Es tu casa.
—Bien. Cuéntame, ¿qué es eso que tenías que decirme?
Respiré hondo y cerré los ojos. Qué suave se veía la vida cuando estaba drogada.
Mi nuevo instituto estaba situado en la periferia del pueblo. Debido a la incomodidad que sentía con el resto de mis compañeras, nunca cogí el autobús a pesar de que mamá había pagado el servicio para todo el año. Prefería una caminata larga cada día. La mochila a cuestas, casi vacía, y mi cabello rizado recogido en una coleta con un volumen desmesurado. Caminaba por el arcén, cabizbaja. Tenía que bajar una empinada cuesta hasta llegar al parque del río Anllóns, atravesar el paseo que bordeaba su curso y cruzar hasta la calle Fomento. Podría pensar en lo difícil que iba a ser hacer amigas en el instituto, podría pensar en la nueva materia que me tocaría comenzar a estudiar a partir de ahora o en lo complicadas que me resultarían las prácticas de tecnología. Pero tan solo podía pensar en mi nueva profesora de literatura.
Los bajos de mis pantalones vaqueros se arrastraban por el asfalto y lucían rotos. Llevaba puestas unas zapatillas negras con restos de tierra. Las manos en los bolsillos. Mi mano derecha tocaba la autorización que le daría a mamá. Me imaginaba que aquel sería un burdo trámite porque jamás había encontrado problemas para leer un libro. Si bien era cierto que, hasta el momento, mis lecturas apenas habían salido de la literatura más infantil y juvenil. Tampoco mostraba una gran destreza literaria y no me preocupaba en exceso. La biblioteca me serviría de excusa, sobre todo, para evitar los momentos de soledad en las horas libres.
Llegué a la plaza del Ayuntamiento. Pasé frente a la Librería San Ramón y corrí la recta final hasta alcanzar el portal de mi edificio. Esquivé las miradas de las vecinas y entré, subiendo a trote las escaleras hasta el segundo piso. Abrí y la llamé:
—¡Mamá, ya estoy en casa!
Pero no obtuve respuesta. Tiré las zapatillas junto al paragüero, la mochila en la puerta del baño y arrastré los pies hacia la cocina. Era desolador que la persiana estuviera bajada a esas horas del mediodía. Había una nota encima de la mesa, escrita a mano por mamá.
No llegaré a tiempo para comer, tesoro.
Hay lentejas en el microondas… ¡Y compra pan!
Te quiere
Mamá
Dentro del microondas me encontré un bote de lentejas precocinadas. Lo abrí y lo vertí en uno de los platos soperos que había fregado la noche anterior. Lo calenté y esperé. El silencio en esa casa era desagradable. Encendí el televisor y puse el canal de dibujos animados. Saqué el formulario del bolsillo de mis vaqueros y lo alisé sobre la mesa.
¿Por qué mi profesora de literatura se llamaba Septiembre?
Cuando sonó la campana fui a recoger el plato y me senté a comerlo, releyendo el papel una y otra vez, imaginándome que en mi cabeza sonaba la voz de Septiembre leyéndolo en alto. En realidad, estaba muerta de ganas de que fuera el día siguiente a primera hora, de ir a clase de literatura y entregarle el papel firmado por mamá para poder ir a recoger libros con ella a la biblioteca.
Estaba tan ilusionada que apenas podía pensar en nada más, ni siquiera me importaba que mamá no estuviera en casa. Terminé de comer, pero seguía hambrienta. Cogí un paquete de galletas y me arrastré hasta el sofá sin recoger la mesa. Estuve tentada de sacar los libros de la mochila y hacer alguna de las tareas que me habían puesto en mi primer día, pero estaba abrumada y ni siquiera me moví.
Mamá llegó pasadas las ocho de la noche y me encontró en la misma posición. Escuché su voz cantarina y salté del sofá, alegre de recibirla. Además, traía pizza . Esperé a que me preguntara qué tal había ido el primer día, cómo me encontraba o que se disculpara por su ausencia con excusas que no comprendía. Pero, como si no se acordara de nada de eso, se limitó a besarme en la frente y a sacar dos platos y unos vasos para cenar con la tele puesta en la cocina. Se sirvió una copa de vino y yo bebí zumo de naranja. Sus mejillas estaban encendidas.
—Mamá, me han dado esto en el instituto —dije.
Mamá se colocó las gafas sobre el puente de la nariz y, mientras mascaba un generoso trozo con jamón y champiñones, se inclinó a leer el formulario con expresión ceñuda.
—¿Esto qué es?
—Lo necesito para coger libros en la biblioteca del instituto.
Mi voz no debía de ser lo suficientemente poderosa para captar su atención, porque sin obtener respuesta, se quitó las gafas y siguió concentrándose en la cena. No tenía ganas de conversar, parecía somnolienta, pero a mí me quemaba la impaciencia en las entrañas.
—¿Lo vas a firmar?
—Sí, claro, cariño, ahora lo leo bien.
—No hay nada que leer —insistí—. Solo es para coger libros y ya está.
—¿Sabes lo que pasa, Melancolía? Que los libros no solo son libros.
—¿Y eso qué significa?
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