Array RMB - Jane Eyre

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De Jane Eyre (1847), ciertamente una de las novelas más famosas de estos dos últimos siglos, solemos conservar la imagen ultrarromántica de una azarosa historia de amor entre una institutriz pobre y su rico e imponente patrón, todo en el marco truculento y misterioso de una fantasmagoría gótica. Y olvidamos que, antes y después de la relación central con el abismal, sardónico y volcánico señor Rochester, Jane Eyre tiene otras relaciones, otras historias: episodios escalofriantes de una infancia tan maltratada como rebelde, años de enfermedad y arduo aprendizaje en un tétrico internado, estaciones de penuria y renuncia en la más absoluta desolación física y moral, inesperados golpes de fortuna, e incluso remansos de paz familiar y nuevas –aunque engañosas- proposiciones de matrimonio. Olvidamos, en fin, que la novela es todo un libro de la vida, una confesión certera y severísima –rotundamente crítica- de un completo itinerario espiritual, y una exhaustiva ilustración de la lucha entre conciencia y sentimiento, entre principios y deseos, entre legitimidad y carácter, de una heroína que es la «llama cautiva» entre los extremos que forman su naturaleza.
Carmen Martín Gaite ha rescatado el vigor, la riqueza y la naturalidad expresiva de un texto un tanto desvirtuado por la popularidad de sus múltiples versiones. Gracias a su traducción, hecha ex profeso para esta edición, quien creyera conocer esta novela, al leerla de nuevo, más que recordarla, la descubrirá.
Charlotte Brontë nació en 1816 en Thornton (Yorkshire), tercera hija de Patrick Brontë y Maria Branwell. En 1820 el padre fue nombrado vicario perpetuo de la pequeña aldea de Haworth, en los páramos de Yorkshire, y allí pasaría Charlotte casi toda su vida. Huérfanos de madre a muy corta edad, los cinco hermanos Brontë fueron educados por una tía. En 1824, Charlotte, junto con sus hermanas Emily, Elizabeth y Maria, acudió a una escuela para hijas de clérigos. Elizabeth y Maria murieron ese mismo año, y Charlotte siempre lo atribuyó a las malas condiciones del internado. Es-tudiaría posteriormente un año en una escuela privada, donde ejerció como maestra; fue luego institutriz, y maestra de nuevo en un pensionado de Bruselas, donde en 1842 estuvo interna con Emily. De vuelta a Haworth, en 1846 consiguió publicar un volumen de Poesías con sus hermanas Emily y Anne, con el pseudónimo, respectivamente, de Currer, Ellis y Acton Bell. Su primera novela, El profesor, no encontró editor, y no sería publicada hasta 1857. Pero, como Currer Bell, publicó con éxito Jane Eyre (1847). En 1848, mientras morían a su alrededor Emily y Anne y su hermano Branwell, escribió Shirley (Alba clásica, nº XXX), que se publicaría al año siguiente. Su última novela fue Villette (1853). Charlotte se casó con el reverendo A. B. Nicholls un año antes de morir en 1855.

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Cuando hubieron leído dos veces el capítulo, las chicas cerraron los libros y se prepararon para contestar a las preguntas. La lección había versado sobre parte del reinado de Carlos I, y las preguntas fueron acerca de tonelajes, gravámenes y fletes, que la mayoría parecía no saber contestar. Sin embargo, cada pregunta era resuelta al instante por Burns, cuya memoria parecía haber retenido la esencia de todo el texto y por lo tanto contestó correctamente a todos los puntos. Yo esperaba que la señorita Scatcherd elogiara su atención, en vez de lo cual gritó de repente:

—¡Qué chica más sucia y desagradable! ¡No te has limpiado las uñas hoy!

El silencio de Burns, que no contestó, me sorprendió. «¿Por qué no explica que no ha podido ni limpiarse las uñas ni lavarse la cara, ya que el agua estaba helada?» pensé.

La señorita Smith requirió mi atención, pidiéndome que le sujetara una madeja de hilo y, mientras ella hacía ovillos, me hablaba de vez en cuando, preguntándome si había ido antes a la escuela, si sabía bordar, coser y tejer. No pude seguir enterándome de los movimientos de la señorita Scatcherd hasta que hube acabado. Cuando regresé a mi puesto, esta última impartió una orden cuyo significado no cogí, pero Burns abandonó el aula enseguida para ir a un cuartucho interior donde se guardaban los libros, de donde volvió al instante llevando en la mano una vara. Entregó a la señorita Scatcherd ese siniestro instrumento con una reverencia, y serenamente, sin que se lo mandaran, desabrochó su delantal. La señorita Scatcherd le asestó en el acto y con vigor una docena de golpes en el cuello con la vara. Burns no derramó ni una lágrima, ni cambió en nada la expresión de su cara, como pude observar durante una pausa que tuve que hacer en mi costura, porque mis dedos temblaban de furia impotente e inútil ante este espectáculo.

—¡Muchacha rebelde! —exclamó la señorita Scatcherd— no hay manera de corregir tus costumbres desaliñadas. Llévate la vara.

Burns obedeció. Observándola detenidamente cuando salió del cuarto de los libros, vi cómo guardaba en el bolsillo el pañuelo, y que todavía brillaba en su mejilla la huella de una lágrima.

La hora de recreo por la tarde me parecía el rato más agradable del día en Lowood. El pedazo de pan y el trago de café servidos a las cinco renovaban nuestra vitalidad si no saciaban nuestro apetito. Se relajaba la tensión del día y el aula parecía más cálida que por la mañana, ya que se permitía que ardieran los fuegos con más vigor para suplir la falta de las velas, aún no encendidas. El anochecer, la algarabía tolerada y la confusión de muchas voces nos daban una sensación placentera de libertad.

En la tarde del día que presencié el castigo impartido por la señorita Scatcherd a su alumna Burns, deambulé sin compañía entre los bancos y mesas de grupos alegres de chicas, pero sin sentirme sola. Cuando pasaba por delante de las ventanas, de vez en cuando levantaba las persianas para mirar afuera, donde caía mucha nieve, tanta, que formaba montoncitos en las lunas inferiores, y, acercando el oído al cristal, podía distinguir del alegre alboroto de dentro el aullido desconsolado del viento en el exterior.

Con toda probabilidad, de haberme separado recientemente de una buena casa y de unos padres bondadosos, esta habría sido la hora en que más los hubiera echado de menos. El viento me habría entristecido y el oscuro caos habría perturbado mi tranquilidad. Pero siendo otro mi caso, me proporcionaron ambas cosas una extraña emoción y, sintiéndome temeraria y febril, hubiera deseado que el viento aullase más fuertemente, que se incrementase la oscuridad y que la confusión se convirtiese en clamor.

Saltando por encima de los bancos y deslizándome por debajo de las mesas, me aproximé a una de las chimeneas, donde encontré a Burns, arrodillada junto al guardafuegos alto de alambre y absorta en la lectura de un libro a la débil luz de las brasas.

—¿Todavía estás con Rasselas ? —le pregunté al acercarme.

—Sí —dijo—, y acabo de terminarlo.

Cinco minutos más tarde, lo cerró, con mucho gusto por mi parte. «Ahora —pensé—, quizás consiga hacerla hablar». Me senté a su lado en el suelo.

—¿Cuál es tu nombre de pila?

—Helen.

—¿Vienes de lejos?

—Del norte, cerca de la frontera con Escocia.

—¿Volverás alguna vez?

—Espero que sí, pero nadie puede saber seguro lo que pasará en el futuro.

—Debes de tener ganas de abandonar Lowood.

—No, ¿por qué? Me enviaron aquí para educarme, y sería inútil marcharme antes de lograr ese objetivo.

—Pero esa profesora, la señorita Scatcherd, te trata con tanta crueldad.

—¿Crueldad? ¡En absoluto! Es muy estricta, y le disgustan mis defectos.

—Si yo estuviera en tu lugar, la odiaría. Me resistiría a sus castigos. Si me pegara con la vara, la arrancaría de sus manos y la rompería delante de sus narices.

—Probablemente no lo harías, pero si lo hicieras, el señor Brocklehurst te expulsaría de la escuela, y eso apenaría mucho a tu familia. Es mucho mejor aguantar con paciencia un dolor que solo tú sientes que precipitarte a hacer algo cuyas consecuencias afectarían a toda tu familia. Además, la Biblia nos enseña a devolver bien por mal.

—Pero parece vergonzoso que te azoten y te manden estar de pie en el centro de una habitación llena de personas, a ti, que eres tan mayor. Yo soy mucho más pequeña, y no lo soportaría.

—Sin embargo, sería tu obligación soportarlo, si no puedes evitarlo. Es tonto decir que no puedes soportar lo que te depara el destino.

La escuché admirada. No podía comprender esta doctrina de aguantarlo todo, y menos aún comprendía o compartía su indulgencia hacia su castigadora. De todas maneras, pensé que Helen Burns veía las cosas desde un prisma invisible a mis ojos. Sospeché que ella tenía razón y yo no. Pero no quise ahondar en el asunto, y, como Félix [2], lo aplacé hasta un momento más propicio.

—Dices que tienes defectos, Helen. ¿Cuáles? A mí me pareces muy buena.

—Entonces aprende de mí y no juzgues por las apariencias. Como dijo la señorita Scatcherd, soy negligente. Soy incapaz de mantener ordenadas las cosas, soy descuidada, se me olvidan las normas, leo en vez de aprender las lecciones y no tengo método. A veces digo, como tú, que no puedo soportar que me sometan a reglas sistemáticas. Todo esto es una provocación para la señorita Scatcherd, que es ordenada, puntual y meticulosa por naturaleza.

—Y malhumorada y cruel —añadí, pero ella calló y no dio muestras de admitirlo.

—¿La señorita Temple te trata con tanta severidad como la señorita Scatcherd?

Al oír pronunciar el nombre de la señorita Temple, se asomó una sonrisa en su rostro serio.

—La señorita Temple es toda bondad. Le duele ser severa con cualquiera, incluso con las peores alumnas de la escuela. Ella percibe mis errores y me informa de ellos con dulzura, y si hago algo digno de alabanza, me elogia generosamente. Es una gran muestra de mi naturaleza desastrosa que ni sus amonestaciones tan suaves y racionales me influyen suficientemente para corregir mis defectos. Y sus elogios, aunque los tengo en gran estima, tampoco me estimulan para ser siempre cuidadosa y previsora.

—Eso sí que es curioso —dije—; es tan fácil ser cuidadosa.

—Para ti sin duda lo es. Te observaba en clase esta mañana y vi que ponías mucha atención. No te distraías mientras la señorita Miller explicaba la lección y te hacía preguntas. Yo, en cambio, me distraigo continuamente. Cuando debería escuchar a la señorita Scatcherd y poner atención a todo lo que dice, a menudo ni siquiera la oigo, sino que caigo en una especie de ensoñación. A veces creo estar en Northumberland y me parece que los ruidos que me rodean son los del burbujeo de un arroyo que pasa por Deepden, cerca de casa. Luego, cuando me toca responder, tienen que despertarme, y como no he oído lo que se ha dicho, sino mi arroyo imaginario, no tengo respuesta.

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