—Sin embargo, ¡qué bien respondiste esta tarde!
—Fue por pura casualidad, pues el tema sobre el que leíamos me interesaba. Esta tarde, en lugar de soñar con Deepden, me preguntaba cómo un hombre con tantos deseos de hacer el bien pudo actuar tan injusta e indiscretamente como algunas veces lo hizo Carlos I. Pensé que era una lástima que, con toda su integridad y rectitud, no pudiera ver más allá de las prerrogativas de la corona. ¡Ojalá hubiera podido ver más allá para darse cuenta del cariz del llamado espíritu de la época! No obstante, me gusta Carlos I, lo respeto y lo compadezco, pobre rey asesinado. Sus enemigos fueron peores, ya que derramaron sangre que no tenían derecho a derramar. ¿Cómo se atrevieron a asesinarlo?
Helen hablaba para sí, pues se había olvidado de que no la entendía, de que era casi ignorante del tema del que hablaba. La hice regresar a mi nivel.
—¿Y también se te va el santo al cielo cuando es la señorita Temple quien da la lección?
—No, la verdad es que no muchas veces, porque la señorita Temple suele decir cosas más nuevas que mis propias reflexiones. Me resulta especialmente agradable el lenguaje que utiliza, y la información que comunica a menudo es exactamente lo que yo quiero saber.
—Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?
—Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.
—Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre bondadosa y obediente con los crueles e injustos, los malos se saldrían siempre con la suya. Nunca tendrían miedo, por lo que nunca cambiarían, sino que serían cada vez peores. Cuando nos pegan sin motivo, debemos devolver con creces el golpe, estoy segura, para asegurarnos de que no nos vuelvan a pegar.
—Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.
—Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.
—Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.
—¿Cómo? No entiendo.
—No es la violencia lo que vence al odio, ni la venganza lo que cura mejor la injuria.
—Entonces, ¿qué es?
—Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.
—¿Qué dice?
—Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.
—Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.
A su vez, Helen Burns me pidió que me explicara, y me puse enseguida a contar atropelladamente la historia de mis penas y resentimientos. Amargada y agresiva cuando me excitaba, hablé tal como sentía, sin reserva ni cortapisas.
Helen me escuchó pacientemente hasta el final. Yo esperaba que hiciera algún comentario, pero nada dijo.
—Bueno —pregunté impaciente— ¿no es una mujer mala y sin sentimientos la señora Reed?
—No dudo de que te haya tratado mal, porque no le gusta tu tipo de carácter, como ocurre entre la señorita Scatcherd y yo. Pero ¡con qué detalle recuerdas todo lo que te ha hecho! ¡Qué impresión más profunda parece haberte causado su injusticia! Ningún mal trato marca tan a fondo mis sentimientos. ¿No serías más feliz si intentaras olvidar su severidad y las emociones tan apasionadas que te inspiraba? Creo que la vida es demasiado corta para pasarla fomentando la mala voluntad y recordando los agravios. Todos estamos cargados de defectos en este mundo, y así debe ser, pero pronto llegará el momento de deshacernos de ellos, cuando nos deshagamos de nuestros cuerpos corruptibles. El envilecimiento y el pecado nos abandonarán junto con nuestros pesados cuerpos, y solo quedará el resplandor del espíritu, el impalpable principio de la vida y del pensamiento, tan puro como cuando salió de nuestro Creador para darnos vida. Regresará al lugar de donde salió, quizás para llegar a un ser más noble que el hombre, ¡quizás para pasar por escalas de gloria desde la pálida alma humana hasta fundirse con el serafín! Estoy segura de que no se le permitirá degenerar, por el contrario, del hombre al demonio. No, no puedo creer eso. Tengo otra creencia, que nadie me ha enseñado y de la que hablo rara vez, a la que me aferro porque me complace, pues ofrece esperanza a todos los seres. Y es que la eternidad es un descanso, un gran hogar, y no un espanto y un abismo. Además, esta creencia me permite distinguir claramente entre el criminal y su delito, y me permite perdonar a aquel de todo corazón mientras aborrezco este. Con esta creencia, la venganza no me preocupa, la humillación no me repugna intolerablemente y la injusticia no me abruma. Vivo tranquila, esperando el final.
La cabeza de Helen, siempre inclinada, se hundió un poco más al terminar esta frase. Me di cuenta por su mirada de que ya no quería hablar conmigo, sino quedarse a solas con sus propios pensamientos. No tuvo mucho tiempo para meditar, porque se acercó poco después una supervisora, una muchacha grande y tosca, y exclamó con fuerte acento de Cumberland:
—Helen Burns, si no vas ahora mismo a ordenar tu cajón y guardar tu labor, le diré a la señorita Scatcherd que venga a verlo.
Suspiró Helen al perder su momento de ensoñación y, levantándose, obedeció sin demora, sin contestar a la supervisora.
Mi primer trimestre en Lowood me pareció un siglo, y no precisamente el siglo de oro. Consistió en una lucha tediosa con las dificultades de acostumbrarme a nuevas normas y tareas inusitadas. Me inquietaba más el temor del fracaso en estas cuestiones que la dureza física de mi vida, que no era poca.
Durante enero, febrero y parte de marzo, las grandes nevadas y, más tarde, el deshielo, hicieron casi impracticables los caminos, por lo que solo salíamos del jardín para ir a la iglesia; sin embargo, dentro de esos muros teníamos que pasar una hora al aire libre cada día. Nuestras ropas eran insuficientes para protegernos del frío intenso. No teníamos botas, y la nieve se metía dentro de nuestros zapatos y se derretía. Las manos sin guantes se entumecían y se nos llenaban de sabañones, y los pies también. Recuerdo claramente la desazón enloquecedora que padecía por este motivo cuando se me inflamaban los pies por las noches, y el tormento de introducir en los zapatos por las mañanas los dedos agarrotados e hinchados. La escasa cantidad de comida también era motivo de angustia. Nosotras, con el apetito que corresponde al desarrollo infantil, apenas recibíamos bastante para mantener con vida a un inválido. Esta falta de alimentos generaba el abuso de las chicas más jóvenes por parte de las mayores, que, cuando tenían ocasión, privaban a aquellas de su ración con zalemas o amenazas. Muchas veces, habiendo repartido entre dos pretendientes el trozo de pan moreno de la merienda y sacrificado la mitad de la taza de café a otra, me tragaba el resto con lágrimas furtivas provocadas por el hambre.
Los domingos de invierno eran días melancólicos. Debíamos caminar dos millas hasta la iglesia de Brocklehurst, donde celebraba el servicio nuestro protector. Salíamos con frío y llegábamos con más aún, y durante el rito matutino casi nos quedábamos paralizadas. Estaba demasiado lejos para regresar a almorzar, así que, entre servicio y servicio, nos administraban una ración de fiambre, en las mismas cantidades exiguas que de costumbre.
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