—¿Es interesante el libro? —Ya me había decidido a pedírselo prestado algún día.
—A mí me gusta —respondió, después de una breve pausa, durante la cual me examinó.
—¿De qué trata? —continué. No sé de dónde saqué la valentía para iniciar una conversación con una extraña, pues este paso era contrario a mi naturaleza y mis costumbres. Creo que su actividad tocó una fibra de simpatía en mí, ya que también disfrutaba de la lectura, aunque de un tipo más frívolo e infantil, pues no era capaz de digerir ni comprender las lecturas serias y trascendentales.
—Puedes mirarlo —contestó la muchacha, ofreciéndome el libro.
Así lo hice, y, tras examinarlo brevemente, me convencí de que el texto era menos atrayente que el título. Para mi gusto frívolo, Rasselas parecía algo aburrido, ya que no vi nada relacionado con hadas ni genios, y la letra tan apretada no mostraba la variedad a la que estaba acostumbrada. Se lo devolví, lo cogió en silencio y, sin decir palabra, estaba a punto de retomar a su lectura, cuando me atreví a interrumpirla de nuevo:
—¿Puedes decirme lo que significa la leyenda de la lápida de la puerta? ¿Qué es la Institución Lowood?
—Esta casa donde vas a vivir.
—¿Y por qué la llaman «institución»? ¿Es que no es igual que las demás escuelas?
—Es una escuela en parte benéfica; tú y yo y todas nosotras dependemos de la caridad. Supongo que eres huérfana, ¿no has perdido a tu madre o tu padre?
—Murieron ambos antes de lo que pueda recordar.
—Bueno, pues todas las muchachas han perdido a uno de sus padres o a los dos, y esta es una institución para educar a las huérfanas.
—¿Es que no pagamos? ¿Nos mantienen gratis?
—Pagamos, o pagan nuestros familiares, quince libras al año.
—Entonces, ¿por qué lo llaman benéfico?
—Porque quince libras no son suficientes para la manutención y la enseñanza, y el resto lo cubren las donaciones.
—¿Quién hace las donaciones?
—Diversas damas y caballeros caritativos de esta zona y de Londres.
—¿Quién fue Naomi Brocklehurst?
—La señora que edificó la parte nueva de la casa, tal como pone la lápida, cuyo hijo la supervisa y administra ahora.
—¿Por qué?
—Porque es el tesorero y administrador del establecimiento.
—¿Entonces la casa no es de la señora del reloj, que ordenó que comiéramos pan y queso?
—¿De la señorita Temple? No. ¡Ojalá fuera así! Ella tiene que justificarse ante el señor Brocklehurst por todo lo que hace.
—¿Él vive aquí?
—No, vive en una casa grande, a dos millas de aquí.
—¿Es un buen hombre?
—Es clérigo, y se dice que hace muchas buenas obras.
—¿Y has dicho que la señora alta se llama señorita Temple?
—Sí.
—¿Cómo se llaman las otras profesoras?
—La de la cara colorada se llama señorita Smith y supervisa el trabajo y corta los vestidos y pellizas, pues hacemos nuestra propia ropa. La pequeñita de pelo negro es la señorita Scatcherd, quien enseña historia y gramática y repasa la lección de la segunda clase. Y la del chal, que lleva un pañuelo atado con una cinta amarilla, es madame Pierrot, de Lisle, Francia, y enseña francés.
—¿Te gustan las profesoras?
—Sí, bastante.
—¿Te gusta la pequeñita morena, y la Madame…? No sé pronunciar su nombre como tú.
—La señorita Scatcherd es impaciente y debes tener cuidado de no ofenderla, y madame Pierrot no es mala persona.
—Pero la señorita Temple es la mejor, ¿verdad?
—La señorita Temple es muy buena e inteligente. Está muy por encima de las demás, porque sabe mucho más que ellas.
—¿Tú llevas mucho tiempo aquí?
—Dos años.
—¿Eres huérfana?
—Mi madre se murió.
—¿Eres feliz aquí?
—Haces demasiadas preguntas. Ya te he contestado bastantes, y ahora quiero leer.
Pero en ese momento sonó la campana anunciando la comida, y entramos todas. El olor que llenaba el refectorio no era mucho más apetecible que el que nos había deleitado por la mañana. Sirvieron la comida en dos fuentes enormes de hojalata, que despedían un vaho con fuerte olor a sebo rancio. Descubrí que el rancho consistía en un guiso de patatas mezcladas con extrañas tiras de carne rancia. Distribuyeron un plato bastante abundante de este mejunje a cada alumna. Comí lo que pude y me pregunté si comeríamos igual todos los días.
Inmediatamente después de comer, nos trasladamos al aula, donde se reanudaron las lecciones, que siguieron hasta las cinco.
El único suceso interesante de la tarde fue que vi cómo la chica con la que había hablado en el pórtico fue expulsada de la clase de historia por la señorita Scatcherd, quien la mandó ponerse en el centro de la gran aula. El castigo me pareció extremadamente degradante, en especial para una chica tan mayor, pues debía de tener trece años o más. Esperaba que mostrara señales de aflicción y vergüenza, pero me sorprendió que no llorase ni se ruborizase. Se quedó de pie, seria y tranquila, blanco de todos los ojos. «¿Cómo puede soportarlo con tanta serenidad?» me pregunté. «Yo, en su lugar, quisiera que se me tragara la tierra. Pero ella parece pensar en cosas más allá del castigo y de su situación, en algo lejano que no se ve. He oído hablar de soñar despierto, ¿será eso lo que le sucede? Sus ojos miran el suelo, pero estoy segura de que no lo ve… parece mirar hacia dentro, en su corazón. Creo que mira sus recuerdos, no lo que tiene delante. Me pregunto qué clase de chica es, si buena o mala».
Poco después de las cinco, tomamos otra colación, que consistió en una pequeña taza de café y media rebanada de pan moreno. Devoré el pan y tragué el café con fruición, pero habría comido otro tanto, ya que tenía hambre aún. Luego hubo media hora de recreo y después estudio, seguido del vaso de agua y el trozo de torta de avena, las oraciones y la cama. Así transcurrió mi primer día en Lowood.
El día siguiente comenzó como el anterior, levantándonos y vistiéndonos a la débil luz de las velas, pero esta vez tuvimos que prescindir de la ceremonia del aseo porque el agua de los lavabos estaba helada. Había cambiado el tiempo la noche anterior, y un gélido viento del noreste, que silbó entre los resquicios de las ventanas del dormitorio toda la noche, nos hizo tiritar en nuestras camas y convirtió el agua de los jarros en hielo.
Antes de acabar la larga hora y media de oraciones y lectura de la Biblia, creí morirme de frío. Por fin llegó la hora del desayuno, y aquella mañana no estaba quemada la avena. La calidad era pasable, pero la cantidad escasa. ¡Qué porción más pequeña me había correspondido! Hubiera querido tomar el doble.
En el curso del día me destinaron a la cuarta clase, y me asignaron tareas y ocupaciones como a las demás. Hasta entonces había sido espectadora de la vida de Lowood, pero a partir de ese momento había de convertirme en partícipe. Al principio, al no tener costumbre de memorizar, las lecciones me parecieron largas y arduas. También me desconcertaba el cambio frecuente de una tarea a otra, por lo que me alegré cuando, alrededor de las tres de la tarde, la señorita Smith me puso en las manos una tira de muselina de dos yardas de longitud, junto con una aguja, un dedal y los demás útiles, y me mandó sentarme en un rincón tranquilo del aula para hacerle un dobladillo. En ese momento, la mayoría de las alumnas también estaban cosiendo, pero todavía había un grupo leyendo alrededor de la silla de la señorita Scatcherd, y en el silencio que reinaba, se podía oír el tema de su lección, cómo respondía cada una y los reproches o recomendaciones de la señorita Scatcherd ante cada actuación. Era la historia de Inglaterra, y entre las lectoras se encontraba mi amiga del pórtico. Al principio de la lección había estado a la cabeza de la clase, pero, por un error de pronunciación o por no hacer caso a la puntuación, de repente fue enviada al último lugar. Incluso en ese puesto poco prominente, la señorita Scatcherd continuó prodigándole una especial atención, dirigiéndole frases como estas: «Burns (pues así se llamaba, al parecer; a todas las chicas nos llamaban por el apellido, como en las escuelas de chicos), Burns, tienes el zapato ladeado, pon bien el pie inmediatamente». «Burns ¡qué manera de sacar la barbilla!». «Burns, insisto en que mantengas la cabeza erguida. No te quiero tener delante de esta guisa», y así sucesivamente.
Читать дальше