Al término de la ceremonia vespertina, volvíamos por una carretera accidentada y expuesta al gélido viento invernal, que soplaba por encima de una cordillera de montañas nevadas del norte, casi despellejándonos las caras.
Recuerdo a la señorita Temple caminando ligera y veloz entre nuestras filas decaídas, arropada con su capa de cuadros, que aleteaba al viento, alentándonos con sus palabras y su ejemplo a mantenernos animadas y marchar, como decía, «como fornidos soldados». Las otras pobres profesoras estaban, por lo general, demasiado abatidas para intentar ponerse a animar a las demás.
¡Qué ganas teníamos de acercarnos al resplandor y el calor de un fuego vivo cuando regresáramos! Pero ese placer nos era negado, por lo menos a las más pequeñas, pues las chimeneas del aula eran rodeadas en el acto por una fila doble de muchachas mayores, y detrás quedábamos las pequeñas en grupitos, los brazos ateridos envueltos en los delantales.
La hora de la merienda traía un poco de consuelo bajo la forma de una doble ración de pan (una rebanada entera, y no media), con el regalo añadido de una fina capa de mantequilla. Era el banquete semanal, esperado por todas de domingo a domingo. Solía arreglármelas para quedarme con una porción de esta liberal colación, aunque invariablemente me obligaban a sacrificar el resto.
Pasábamos la noche del domingo recitando de memoria el catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo, y escuchando un largo sermón leído por la señorita Miller, cuyos bostezos incontenibles delataban su cansancio. A menudo estas actividades eran interrumpidas por una representación del papel de Eutico [3]por media docena de niñas pequeñas. Estas, vencidas por el sueño, solían caerse, si no desde el tercer piso, por lo menos del cuarto banco, y las levantaban medio muertas. La solución era empujarlas al centro del aula y obligarlas a estar allí de pie hasta después del sermón. Algunas veces les fallaban las piernas, y caían al suelo todas revueltas, en cuyo caso las apuntalaban con los taburetes altos de las supervisoras.
Todavía no he mencionado las visitas del señor Brocklehurst, que estuvo ausente durante la mayor parte del primer mes desde mi llegada, quizás por haber alargado su estancia con su amigo el archidiácono. Su ausencia suponía un alivio para mí. No hace falta que diga que tenía mis motivos para temer su llegada. Sin embargo, por fin llegó.
Una tarde (ya llevaba yo tres semanas en Lowood), sentada con una pizarra en la mano luchando con una división de varias cifras, al levantar los ojos, distraída, hacia la ventana, vislumbré el paso de una figura, cuya silueta enjuta reconocí casi por instinto; cuando, dos minutos más tarde, se levantó toda la escuela en masa, incluidas las profesoras, no hizo falta que mirase para saber a quién saludaban de aquella manera. Cruzó el aula de dos zancadas y se detuvo al lado de la señorita Temple, también de pie, la misma columna negra que me había contemplado tan amenazadora sobre la alfombra de Gateshead. Miré de reojo aquella obra arquitectónica. Había acertado: era el señor Brocklehurst, con un abrigo abrochado hasta arriba, y con un aspecto más largo, estrecho y rígido que nunca.
Tenía mis propias razones para estar preocupada por aquella aparición: recordaba demasiado bien las insinuaciones alevosas de la señora Reed sobre mi carácter, y la promesa hecha por el señor Brocklehurst de informar a la señorita Temple y las profesoras de mi naturaleza perversa. Todo ese tiempo había temido el cumplimiento de esta promesa, había esperado a diario la llegada del «hombre que iba a venir», cuyos informes sobre mi vida y obras pasadas habían de tacharme para siempre de niña malvada. Ya había llegado. Se puso al lado de la señorita Temple, hablándole al oído. No dudé de que le estuviera revelando mi vileza, y la vigilé con penosa ansiedad, esperando ver cómo, en cualquier momento, me volvería sus ojos oscuros llenos de rechazo y desprecio. También agucé el oído y, como estaba sentada cerca de donde estaban ellos, oí la mayor parte de lo que dijo, lo que alivió momentáneamente mi preocupación.
—Supongo, señorita Temple, que servirá el hilo que compré en Lowton; me pareció que era precisamente de la calidad adecuada para las camisetas de percal, y elegí las agujas para el mismo fin. Dígale a la señorita Smith que se me olvidó apuntar las agujas de zurcir, pero le enviaré algunos paquetes la semana próxima, y que de ninguna manera debe repartir más de una a la vez por alumna, ya que, si tienen más, son descuidadas y las pierden. Y por cierto, señorita, quisiera que se cuidase mejor de las medias de lana. La última vez que estuve aquí, me acerqué a la huerta para examinar la ropa tendida, y había bastantes medias negras en mal estado. A juzgar por el tamaño de los agujeros que tenían, pude ver que no habían sido bien remendadas.
Hizo una pausa.
—Se seguirán sus instrucciones, señor —dijo la señorita Temple.
—Y, señorita —continuó—, la lavandera me cuenta que a algunas chicas les dan dos cuellos por semana. Es demasiado, pues las normas establecen uno solo.
—Creo que puedo explicárselo, señor. A Agnes y Catherine Johnstone, unos amigos las invitaron a tomar el té en Lowton el jueves pasado, y yo les di permiso para ponerse cuellos limpios para la ocasión.
El señor Brocklehurst asintió con la cabeza.
—Por esta vez lo pasaré por alto, pero procure que no ocurra muy a menudo. Y otra cosa me sorprendió también: me he enterado, por el ama de llaves, de que dos veces en los últimos quince días se ha servido a las chicas un refrigerio de pan y queso. ¿Cómo puede ser esto? He repasado las normas y no he encontrado ninguna referencia a los refrigerios. ¿Quién ha introducido esta innovación y con qué autoridad?
—Debe considerarme responsable a mí, señor —contestó la señorita Temple—; el desayuno fue tan malo que no pudieron comerlo las alumnas, y no me atreví a dejarlas en ayunas hasta la hora de comer.
—Permítame un momento, señorita. Está usted enterada de que es mi propósito, al educar a estas muchachas, no acostumbrarlas a los lujos y excesos, sino hacerlas fuertes, pacientes y abnegadas. Si por casualidad ocurre algún contratiempo, como una comida estropeada o con mucho o poco condimento, no se debe neutralizar su pérdida mediante su sustitución por una delicadeza mayor, mimando de esta forma el cuerpo y obviando el objetivo de esta institución. Al contrario, debe contribuir a la educación moral de las alumnas, animándolas a sacar fuerzas de flaquezas en momentos de privaciones pasajeras. En estas ocasiones, sería oportuno un breve sermón, en el que una profesora juiciosa hablaría de los sufrimientos de los primeros cristianos, los tormentos de los mártires y las exhortaciones del mismo Jesucristo, que llamó a sus discípulos para que tomasen su cruz y lo siguiesen, y advirtió que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios; y a sus consuelos divinos, «bienaventurados los que tenéis hambre o sed por mí». Señorita, cuando pone usted pan y queso en las bocas de estas muchachas en lugar de avena quemada, es posible que esté alimentando sus cuerpos terrenales, pero ¡cómo priva usted sus almas inmortales!
Mientras tanto, el señor Brocklehurst, de pie ante la chimenea con las manos a la espalda, observaba majestuosamente a la concurrencia. De pronto, parpadeó como si algo lo hubiera deslumbrado o escandalizado, y dijo con palabras más atropelladas que de costumbre:
—Señorita Temple, ¿qué… qué le ocurre a esa muchacha del cabello rizado? ¿Pelirroja, señorita, y cubierta de rizos? —y señaló con mano temblorosa el objeto de su ultraje con el bastón.
—Es Julia Severn —respondió con voz queda la señorita Temple.
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