—¡Qué mejunje más abominable! ¡Qué vergüenza!
Durante el cuarto de hora que pasó antes de reanudar las clases, hubo un gran barullo en el aula. En este espacio de tiempo, parecía permitirse hablar en voz alta con toda libertad, y se aprovecharon las muchachas de este privilegio. Toda la conversación versó sobre el desayuno, vilipendiado por todas por igual. ¡Pobres criaturas! Era su único consuelo. La señorita Miller era la única profesora presente en el aula y estaba rodeada de un grupo de chicas mayores, que hablaban con gesto grave y hosco. Oí a algunos labios pronunciar el nombre del señor Brocklehurst, lo que provocó que la señorita Miller moviera la cabeza con desaprobación. Sin embargo, no se esforzó mucho por frenar la ira de todas, ya que seguramente la compartía.
Un reloj dio las nueve y la señorita Miller salió del círculo que la rodeaba para ponerse en el centro de la habitación, donde gritó:
—¡Silencio! ¡A vuestros sitios!
Se impuso la disciplina. A los cinco minutos, el alboroto confuso se convirtió en orden, y un silencio relativo tomó el lugar del clamor de voces. Las profesoras principales tomaron sus puestos puntualmente, pero aún había una sensación de espera. Distribuidas en bancos en los lados de la habitación, inmóviles y erguidas, estaban las ochenta muchachas. Formaban un grupo singular, con su cabello retirado de las caras, sin un rizo a la vista, sus vestidos marrones cerrados hasta el cuello, rodeado de una estrecha pañoleta, sus faltriqueras de hilo (parecidas a las bolsas de los escoceses) atadas delante de sus vestidos, haciendo las veces de costureros, sus medias de lana y zapatos rústicos abrochados con hebillas de latón. Más de veinte de las así vestidas eran muchachas crecidas, o, mejor dicho, mujeres, y no les sentaba bien el uniforme, que hacía que incluso las más guapas tuviesen un aspecto extraño.
Yo aún las observaba a ellas, y a intervalos a las profesoras, ninguna de las cuales me agradaba del todo, pues la corpulenta era un poco basta, la pequeña bastante torva, la extranjera severa y grotesca, y la pobre señorita Miller colorada y curtida, y agotada por el exceso de trabajo, cuando, en el momento que pasaba mis ojos de un rostro a otro, se levantaron todas simultáneamente, como accionadas por un mismo muelle.
¿Qué ocurría? Como no había oído ninguna orden, estaba desconcertada. Antes de recuperarme, se sentaron de nuevo y como vi que todos los ojos se dirigían a un mismo punto, miré también hacia allí y vi a la persona que me había recibido la noche anterior. Estaba de pie al fondo de la larga habitación, junto a una de las chimeneas que ardían en los dos extremos, examinando gravemente, en silencio, las dos filas de muchachas. La señorita Miller se acercó a ella, pareció hacerle una pregunta y, tras recibir la respuesta, regresó a su sitio y dijo en voz alta:
—Supervisora de la primera clase, ve por los globos terráqueos.
Mientras se acataba su orden, la señora consultada por la señorita Miller caminó lentamente por la habitación. Supongo que debo de estar dotada de una gran capacidad de veneración, pues aún recuerdo la sensación de admiración con la que seguí sus pasos. Vista a plena luz del día, era alta, rubia y de formas armoniosas; los ojos oscuros, de mirada benévola, rodeados de largas pestañas, aliviaban la palidez de su amplia frente; su cabello castaño oscuro estaba recogido en rizos abiertos en las sienes, según la moda de aquel entonces, en que no se estilaban ni bandas lisas ni tirabuzones largos; su vestido, también de la moda de la época, era de paño morado, adornado con una especie de remate español de terciopelo negro; en su cintura brillaba un reloj de oro (los relojes eran menos corrientes entonces que ahora). Para completar el cuadro, que el lector añada facciones refinadas, un cutis pálido y transparente y un porte elegante, y así se hará la idea más fiel del aspecto de la señorita Temple que las palabras puedan dar. Después supe que su nombre de pila era Maria, pues lo vi escrito en un devocionario que me dejaron para ir a la iglesia.
La directora de Lowood (pues este era el cargo de esta señora) se sentó ante dos globos terráqueos que estaban colocados en una de las mesas, congregó a la primera clase a su alrededor y comenzó a impartir una lección de geografía. Las clases inferiores también fueron convocadas por sus profesoras y durante una hora se sucedieron las lecciones de historia y gramática, seguidas por otras de caligrafía y aritmética, y lecciones de música impartidas por la señorita Temple a algunas de las muchachas mayores. La duración de las lecciones era regida por el reloj, que por fin dio las doce. Se levantó la directora y dijo:
—Tengo unas palabras que dirigir a las alumnas.
Se había producido cierto alboroto al cesar las lecciones, pero se apagó con el sonido de su voz. Prosiguió:
—Esta mañana se os ha servido un desayuno que no habéis podido comer, y debéis de tener hambre, por lo que he mandado preparar un almuerzo de pan con queso para todas.
Las profesoras la miraron con algo de sorpresa.
—Yo asumo la responsabilidad —añadió, a modo de explicación para estas, e inmediatamente abandonó la habitación.
Poco después, se repartió el almuerzo para deleite de todas las alumnas, y se nos ordenó: «¡Al jardín!». Cada una se puso un sombrero de tosca paja con cintas de percal de colores, y una capa de paño gris. Yo me equipé del mismo modo y me dirigí afuera con todas las demás.
El jardín era amplio, rodeado de un muro tan alto que ocultaba cualquier vista del exterior. A un lado había un pórtico cubierto, y unos senderos anchos bordeaban los muchos parterres del centro, cada uno de los cuales era asignado a una alumna para que lo cultivara. Sin duda, estaría muy bonito en la época de las flores, pero en esas fechas de finales de enero, todo era desolación y podredumbre invernal. Me estremecí al mirar a mi alrededor. El día era poco propicio para el ejercicio a la intemperie; no llovía, pero todo estaba ensombrecido por una niebla amarillenta y el suelo todavía rezumaba humedad por las lluvias del día anterior. Las muchachas más fuertes correteaban y jugaban, pero otras, pálidas y delgadas, buscaron refugio y calor en el pórtico, y mientras la espesa niebla les calaba hasta los huesos y las hacía tiritar, oí a varias toser repetidamente.
Hasta el momento, no me habían dirigido la palabra, ni parecían verme. Estaba sola, pero estaba acostumbrada a la sensación de aislamiento, y no me abrumé. Me apoyé en una de las columnas del pórtico, me envolví en mi capa, e, intentando olvidarme del frío que me atormentaba por fuera y el hambre que me roía por dentro, me dediqué a la tarea de observar y pensar. No merecen mención mis reflexiones, por indefinidas y rudimentarias: apenas sabía dónde estaba. Gateshead y mi vida pasada parecían perdidos en lontananza, el presente era vago y extraño, y no me podía imaginar el futuro. Miré el jardín, que parecía de convento, y luego la casa, un edificio grande, la mitad vieja y gris, y la otra mitad nueva. La parte nueva, que contenía el aula y el dormitorio, tenía ventanas con celosías y parteluces, que le daban aspecto de iglesia. Encima de la puerta, había una lápida con la leyenda:
«Institución Lowood. Esta parte fue reconstruida en el año… por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, de este condado. “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos” (Mateo, 5,16)».
Leí estas palabras una y otra vez, porque creía que contenían un significado que era incapaz de comprender. Todavía me estaba preguntando qué querría decir «institución», e intentando descubrir la conexión entre las primeras palabras y el versículo de las Sagradas Escrituras, cuando el sonido de una tos a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Vi a una chica sentada en un banco de piedra. Estaba inclinada sobre un libro, cuya lectura parecía absorber su atención. Pude ver el título del libro, Rasselas , que se me antojó extraño y, por eso mismo, atractivo. Al volver la hoja, levantó la vista, y aproveché para decirle:
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