Mi abuelo no solo era el patriarca de la familia, era mi modelo a seguir: un hombre que se había hecho desde abajo, respetando valores como el trabajo, el honor y la familia. Mis padres, Pedro Beleki Díaz y Eva Romero González, hicieron honor a esa tradición y en los años ochenta abrieron su propia empresa, una cadena de locales de videojuegos. El mensaje que recibí desde pequeño fue: “A esta vida se viene a emprender, no a tener jefes; así que utiliza tu libertad con responsabilidad”.
Mi padre viajaba frecuentemente a Japón, Corea del Sur y China para comprar el software para las máquinas de videojuegos. Como el primogénito, empecé a acompañarlo cuando cumplí 12 años, y el negocio familiar se convirtió en mi séptima materia. Ahí nació además mi gusto por viajar y conocer nuevas culturas.
Mi tarea era probar en las fábricas asiáticas los nuevos videojuegos que habían salido al mercado y recomendar a mi papá cuáles comprar. Lo que empezó como casi como un hobby se convirtió en una responsabilidad muy grande, porque todo un contenedor de tarjetas madre podía convertirse en una pésima inversión. En esa época aprendí una de las lecciones más importantes para un emprendedor: en toda decisión de negocios, lo primero son las necesidades, aspiraciones y gustos del cliente. Todavía recuerdo que mi papá siempre me preguntaba: “¿Cómo ves este juego pensando como consumidor?, ¿crees que les guste en México?”.
A diferencia de muchas familias de inmigrantes, en la mía los estudios universitarios eran considerados como una herramienta más para la vida. Mis padres no soñaban con un título para mí y mis hermanos, sino con que como adultos fuéramos capaces de asumir nuestras responsabilidades y de convertirnos en jefes de familia. Y eso estaba directamente relacionado con tener un negocio propio.
Así que un día mis padres me anunciaron que, aunque podían pagar mi universidad, solo iban a apoyarme con el primer semestre. Las opciones eran obtener una beca o generar mis propios ingresos, y decidí tomar las dos. Beleki Minidonuts Co. nació por mi vocación de emprender, pero también por una necesidad concreta. Yo traía una gran presión, y aunque en un momento me pareció algo excesiva hoy la agradezco, porque como dice el dicho “me hizo sacar agua de las piedras”.
Aunque me costó por lo inusual de la filosofía de mi familia, finalmente logré que mi universidad me apoyara con un esquema mixto de beca y financiamiento. Lo más importante era contar con mi propio dinero, así que arranqué con mi plan de negocios mientras terminaba la preparatoria, para tener el tiempo suficiente para probar el modelo. Como la mayoría de las empresas de alimentos y bebidas, probó ser un emprendimiento noble desde el principio. Me permitió pagar la matrícula desde el primer semestre, y probar a mis padres y a mí mismo que podía ser autosuficiente.
No era mi primera aventura con un negocio propio. A los 15 años compré una caja de chocolates en Dulcerías Jalil, una tienda ubicada en el Mercado de la Merced del Centro Histórico de la Ciudad de México, donde mi abuelo me llevaba a visitar clientes de la comunidad libanesa. Y así fue como empecé a vender dulces en el bachillerato. Luego decidí “escalar” el emprendimiento con un expendio de dulces americanos que instalé en uno de los locales de videojuegos de la familia, al sur de la capital. Aunque vendía mucho, el esfuerzo era enorme y el margen de ganancia mínimo. Así que decidí que en mi próximo negocio yo mismo iba a elaborar los productos, para llegar directamente al consumidor final y ser más rentable. Solo faltaba decidir qué iba a fabricar y vender.
Lo descubrí durante un viaje familiar a Las Vegas. En el hotel donde nos hospedábamos había una feria de panificación. Los equipos para hacer pan y pasteles eran enormes y estaban fuera de mi presupuesto. Pero antes de irme, descubrí una máquina pequeña para hacer minidonuts. Me pareció un producto novedoso para México y, además, el aparato costaba lo que podía obtener con la venta de mi moto: US$3,000 dólares. Fue mi inversión inicial y llegó al país en piezas, distribuidas en las maletas de toda la familia.
Mi sueño era instalar un kiosco de donitas en Coyoacán, pero otra vez, era una opción que no podía pagar. Dicen que a la suerte hay que llamarla y yo la llamé mil veces, contactando a diario durante más de seis meses a los ejecutivos de los supermercados Walmart. Hasta que un día me avisaron que había un pequeño espacio disponible en una sucursal de Tláhuac, al sur de la ciudad.
El escenario no podía ser mejor: mi primera tienda iba a estar ubicada entre una clínica de asistencia social y un panteón, lo que me aseguraba que un gran flujo de personas iban a pasar frente a ella. Veinte años después, esa unidad sigue siendo una de las más rentables del corporativo.
¿Un emprendedor nace o se hace?
La pregunta de si se nace con un ADN para hacer negocios o es una capacidad que podemos desarrollar a través del estudio y la experiencia sigue siendo tema de debate en todo el mundo. Yo tengo una posición muy clara: para emprender hay que contar con determinadas características de personalidad, sobre todo para salir adelante en los momentos difíciles. Sin ellas, lo que empezó como un sueño puede convertirse en una pesadilla.
Los conocimientos sobre cómo hacer una proyección financiera o las capacidades para cerrar mejor una negociación pueden adquirirse con el tiempo. Pero si somos personas que no soportan la presión, o que tienen dificultades para manejar su propio tiempo, es mejor dedicar nuestra energía a conseguir un buen trabajo.
Por eso, cuando alguien se acerca porque está interesado en adquirir una franquicia de Beleki Minidonuts Co., o simplemente en busca de orientación sobre si abrir o no un negocio, siempre analizo estas cinco características.
1. Pasión. El emprendedor exitoso no pierde nunca el entusiasmo y las ganas de crecer, aún en los momentos de crisis. Si fracasa, limpia sus heridas, hace una evaluación de la situación, se levanta rápido y vuelve a comenzar. Una y otra vez.
2. Ganas de aprender. Mi sensación permanente es que siempre me falta conocer algo más sobre finanzas, comercio internacional o liderazgo. Los empresarios a los que más admiro tienen la humildad para entender que no pueden saberlo todo, y para buscar a un experto cuando lo necesitan.
3. Capacidad para soportar la incertidumbre. Como tu propio jefe, en algún punto tendrás que tomar decisiones solo. La responsabilidad siempre es enorme, y muchas veces no estarás seguro de haber tomado el camino correcto.
4. Tolerancia a la frustración. En los negocios, los tiempos a veces se hacen demasiado largos y los resultados pueden ser menores a los esperados, sobre todo en los primeros años de operación. También hay conflictos y desencantos a nivel personal, con socios, empleados y clientes. Por eso es tan importante la llamada “resiliencia”, la capacidad para superar y adaptarse de manera positiva a las circunstancias adversas.
5. Habilidades de autogestión. La disciplina, los hábitos y el manejo eficiente del tiempo pueden mejorarse. Pero conozco a personas naturalmente dispersas, que necesitan una lista de tareas para cada día y saber exactamente qué se espera de ellas. Y que simplemente no tienen ganas de cambiar. Si ese es tu caso, ¡no tiene nada de malo! Simplemente busca un trabajo que te haga feliz, que te permita desarrollarte y una empresa donde puedas crecer.
El otro debate importante sobre emprender tiene que ver con la familia. Hay estudios, incluso en México, que confirman su importancia en el desarrollo de empresarios exitosos: si tenemos un papá, mamá o tío con un negocio, nuestras probabilidades de éxito serán mayores. Porque desde pequeños, tendremos acceso a conocimientos, experiencias, apoyos y contactos que pueden resultar lejanos para el hijo de un empleado público o un médico. En ese sentido, yo corrí con ventaja.
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