1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 —Todavía no ha llegado. Además, el decoro no nos alimentará —responde Kirsten—. Solo los peces. Me da igual lo que piense un escocés.
—¿Es escocés? —Sigfrid arquea las cejas—. ¿Por qué no un noruego o un danés?
—Estuvo en la flota danesa muchos años —explica Kirsten sin levantar la mirada del bordado—. Liberó Spitsbergen de los piratas. El mismo rey lo escogió y lo envió a Vardøhus.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Toril.
Kirsten no levanta la vista.
—No eres la única con orejas, Toril. Hablo con los marineros que vienen al puerto.
—Ya lo he notado —replica Toril—. Una mujer no debería hacer algo así.
Kirsten la ignora.
—Sea lo que sea lo que el pastor Kurtsson decida farfullar el sábado, me va a costar escucharlo con los rugidos de mi estómago.
Maren contiene una risa. Si hubiera sido cualquier otra y no Kirsten la que hubiera propuesto salir a la mar, no se lo habrían permitido. Sin embargo, siempre ha sido una mujer particular, terca y fuerte y, cuando llega el sábado, las advertencias tibias del pastor Kurtsson no sirven de nada para detenerlas. No ha recibido respuesta del lensmann, así que Kirsten insiste en que sigan adelante.
En lugar de asistir a la reunión del miércoles, ocho mujeres se reúnen en la orilla del puerto. Han perdido a algunas voluntarias tras la noticia de la carta al lensmann, así que al final solo saldrán en un barco.
Visten las pieles de foca y los gorros de los hombres muertos y llevan las manos envueltas en gruesos guantes que dificultan el movimiento. Los remos están más altos que sus cabezas cuando miran el embrollo de redes remendadas, tan enrevesadas como la maraña de pelo que Maren arranca a diario del peine hecho con espinas de pescado de mamá.
—En fin. —Kirsten aplaude con sus anchas manos—. Necesitamos a tres. ¿Maren? Ayúdame.
Aunque tiene las manos grandes, son más hábiles que las de Maren, cuyos dedos se raspan y se enganchan con el fino tejido de las redes. Hace un buen día; el cielo, aunque nublado, es de un color claro y el frío penetrante que las ha calado hasta los huesos durante tantos meses ha desaparecido.
Extienden tres redes en la orilla del puerto y las demás las cargan con piedras negras resbaladizas. Después, de una en una, Kirsten les enseña cómo plegarlas para abrirlas con facilidad.
—¿Cómo sabes todo esto? —pregunta Edne.
—Mi marido me enseñó.
—¿Por qué? —dice Edne; hay una conmoción evidente en su fina voz.
—Menos mal que lo hizo —responde Kirsten—. Vamos con la siguiente.
Las observan desde las ventanas y, sobre todo, desde la puerta de la kirke. La débil silueta del pastor Kurtsson se contrasta con el brillo de las velas y la cruz de madera que brilla tras él. Las juzgan, y no de manera favorable.
Por fin, cargan las redes y suben al barco. Mamá le ha preparado comida a Maren, igual que hacía con Erik y papá: pan ácimo con semillas de lino y una tira de bacalao seco de la última vez que papá salió a pescar. Le contó a Maren este detalle con orgullo, como si fuera una bendición, en vez de como Maren lo siente: como un presagio. Una fina capa de cerveza le cubre el corazón.
Antes de subir a bordo, Maren hace lo que ha evitado durante meses y mira al mar, que golpea el costado del barco de Mads con dedos despreocupados. «Olas», se corrige Maren. El mar no tiene dedos, ni manos, ni una boca que abrir para engullirla. No la mira ni piensa en ella.
Agarra un remo y, con Edne al lado, empieza a remar. Ninguna persona de las que las miran las animan ni saludan y, en cuanto se ponen en marcha, les dan la espalda.
Kirsten las ha emparejado por tamaño. Edne y Maren tienen una altura y edad similares, aunque Edne es un poco más delgada. Maren tiene que templar los movimientos para acompasarse a los suyos y, por el traqueteo al avanzar, diría que las demás todavía no han deducido la necesidad de hacer concesiones y ajustarse al ritmo de sus parejas. Concentrarse en ese cálculo la distrae lo bastante como para que no le importe mucho que la tierra se aleje cada vez más, que pronto saldrán del puerto y se adentrarán en el mar de verdad, lleno de ballenas, focas, tormentas y hombres que se ahogaron y jamás regresaron.
Le duelen los brazos a los pocos minutos. Aunque todas están acostumbradas a trabajar, este es un movimiento diferente; se dobla hacia adelante y se estira hacia atrás, desde los hombros y los brazos hasta el cuello y la espalda, con el duro asiento bajo los muslos. Los pájaros empiezan a sobrevolarlas en círculos y se acercan tanto al barco que Edne chilla.
El aliento de Maren suena como una canción, un silbido que le baja a los pulmones y vuelve a subir acompañado de aire viciado y polvoriento. El pelo le gotea sudor y agua de mar por la parte de atrás del abrigo. Ya tiene la cara entumecida y los labios se le agrietan alrededor del aliento fétido que emana. No es de extrañar que los hombres se dejasen crecer la barba; con la cara desnuda, se siente tan poco preparada para el mar como un recién nacido.
Llegan a la bocana del puerto y, de repente, están en mar abierto. El viento sopla más fuerte en cuanto salen de la ensenada y un par de mujeres gritan cuando el barco se mece por la fuerza renovada de las olas.
—Primera red —ordena Kirsten con voz firme.
Edne y Maren la despliegan mientras las demás siguen remando. Extienden la red como si le pusieran sábanas nuevas a una cama y la arrojan. Se asienta como una manta sobre las olas y se hunde, anclada a la superficie por tapones de corcho. La arrastran desde el barco con una cuerda y lanzan la otra red por el lado opuesto.
—Echad el ancla —dice Kirsten.
Magda y Britta la tiran por la borda y dejan que el metal pesado se hunda. Los hombres soltarían amarras por completo e irían más lejos para abarcar más, pero ellas son reacias a ir más allá de la isla de Hornøya. El dolor de los brazos de Maren se ha convertido en pesadez y se esfuerza para no mirar el farallón que acecha a apenas treinta metros de distancia.
Con el barco asegurado y las redes echadas, empiezan a sentir algo cercano a la alegría. Magda se ríe de los pájaros que vuelan en picado y Maren se contagia de su risa. Entonces, vuelven a callarse de forma igual de repentina, pero se sienten aliviadas. Se recuestan en los huecos del barco y comparten la comida. Las nubes se apartan y, aunque no nota el calor, el sol comienza a enrojecer la nariz de Maren. Se siente cansada y feliz, y no piensa en ningún momento en la ballena.
Después de una hora más o menos, una sombra cruza el sol, las nubes se mueven rápidas y el mar se embravece de nuevo. Se forma un silencio horrible, pero no hay nada que hacer más que esperar. Spitsbergen, donde, según Kirsten, el lensmann se enfrentó a los piratas, se encuentra más allá del horizonte que brilla en el hielo. Es posible que desde donde están se vea el fin del mundo.
—Las redes —dice Kirsten—. Vamos.
Maren sabe que ha sido una buena salida de pesca en cuanto empiezan a tirar. La red pesa y tira de sus brazos doloridos, pero tan pronto como el primer pez rompe la verdosa pared del agua, entre convulsiones, gritan de alegría con la garganta desgarrada. Tiran más fuerte y más rápido hasta que cargan media red en el barco.
Además de bacalao skrei y otros peces blancos que pueden secarse, hay arenques claros y plateados como agujas y salmones que se retuercen hasta que Kirsten los recoge, uno a uno, y les golpea la cabeza contra los costados del barco. Edne retrocede, pero Maren lo celebra con las demás. La otra red está casi igual de llena y una única gallineta se agita desconcertada entre los bacalaos. Maren la levanta casi con ternura y la agarra con fuerza por la cola. El chasquido de la cabeza contra la madera le provoca un escalofrío en el dolorido vientre.
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