Kiran Millwood Hargrave - Vardo

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Un hermoso canto al poder de las mujeres, basado en hechos reales. Nochebuena de 1617. Una tempestad se desata sobre la isla noruega de Vardø cuando los hombres de una pequeña aldea están en el mar pescando. Todos mueren. A partir de ese instante, Vardø se convierte en una isla de mujeres, entre ellas, Maren, que debe hacer frente a la muerte de su padre, su hermano y su prometido. Las mujeres de la isla tratan de hacer todo lo posible por salir adelante, pero, pronto, las noticias llegan a las autoridades.Dieciocho meses más tarde, una siniestra figura arriba a la isla desde Escocia para poner fin al anómalo gobierno de las mujeres: el comisario Absalom Cornet. Con él, viaja su joven esposa, Ursa, que ve en Maren algo que nunca ha conocido: una mujer independiente. Entre ambas surgirá una relación que lo cambiará todo. Pero, para Absalom, Vardø es el hogar de un mal terrible y oscuro, uno que debe erradicar a toda costa.Escrita con delicadeza y gran lirismo,
Vardø es una novela atmosférica que nos habla de la verdadera naturaleza del amor y del mal, y del poder de las mujeres y la razón en un momento más necesario que nunca. Para los lectores que disfrutaron con
Circe y
El cuento de la criada «Vardø me ha dejado sin aliento. Un bello retrato de una comunidad, un paisaje y una relación. Kiran ha creado, con maestría, una atmósfera increíblemente claustrofóbica, íntima y delicada.» Tracy Chevalier, autora de
La joven de la perla"Una novela apasionante, hermosa e inquietante." Madeline Miller, autora de
Circe"Vardø es una obra maestra. Un relato exquisito sobre sororidad, amor y valentía . Me ha enfurecido, me ha hecho reír y llorar. No puedo recomendarla lo suficiente." Elizabeth Macneal, autora de
El taller de muñecas"Una de las mejores novelas que he leído en años. Además de estar bellamente escrita, llega en un momento muy oportuno." Emily Barton,
New York Times Book Review

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—Bien hecho —dice Kirsten, con una mano en su hombro. Por un momento, Maren se imagina que se tiñe las mejillas de sangre como un hombre después de una cacería.

Todavía hay bastante luz para volver a lanzar las redes, pero no quieren tentar a la suerte. Ponen rumbo a casa y ahora miran de frente al mar abierto, interrumpido solo por la isla de Hornøya y su barrera de rocas amontonadas. Edne susurra una oración entre dientes y Maren cierra los ojos para respirar hondo mientras siente el tirón del remo.

El trayecto a casa se le hace corto y todas se adaptan al ritmo de las demás con facilidad, como una melodía bien entonada. Nadie las espera cuando se acercan. Kirsten salta a la orilla para amarrar el barco mientras Maren observa el agua oscura y piensa que, tal vez, la ballena las ha seguido todo el tiempo y ahora emergerá para destrozar el barco desde la popa.

Sin embargo, pronto la ayudan a poner los pies en el puerto. El suelo le parece inestable; la tierra se ha vuelto extraña después de pasar solo medio día en el mar y se pregunta cómo los marineros soportan regresar a tierra firme. Las demás mujeres se acercan cuando llevan la pesca a las artesas, lideradas por Toril. Un débil júbilo las invade cuando vacían las redes; Maren apenas se cree cuántos peces hay.

—Dios provee —afirma Toril, aunque el dolor en los brazos de Maren le dice que no ha sido Dios, sino ellas, quienes han traído alimento a casa.

Mamá llega hasta el puerto como una inválida, apoyada en Diinna, y con el sombrerito del pequeño Erik asomándole por encima del hombro. Diinna frunce los labios. No le gusta que la dejen sola con mamá; últimamente, está ausente. Entorpece y hace mal las tareas domésticas, zurce las medias ya remendadas y se olvida de cerrar los frascos, cuyo contenido se echa a perder. Maren no duda de que Diinna habría preferido estar en el barco que quedarse en casa con su hijo y con su madre.

Ayuda a clasificar los peces y, además de la parte que le corresponde, Kirsten le da a Maren la gallineta que ha matado. Quiere contar a mamá lo que ha hecho, pero esta se aleja.

—Tienes sangre en la mejilla —le dice, y después se da la vuelta para seguir a Diinna, cargada con su parte de la pesca, de regreso a la casa, y deja que Maren se limpie la mancha sola.

Cuando llega a casa, permite que Diinna la ayude a prepararlo todo menos el pescado rojo. Es Maren quien le limpia las escamas, dibuja una línea desde la cabeza aplastada hasta la estrecha cola y lo destripa. Coloca las tripas al lado de la tabla y no permite que Diinna las tire: son azules, rojas y translúcidas.

En su lugar, las arroja al fuego y contempla cómo chisporrotean hasta disolverse.

Usa las pinzas de colmillos de morsa de papá para sacar las espinas más finas del pescado y, cuando termina, lo cocina de inmediato, aunque lo mejor sería ahumarlo. Quiere comérselo ahora, cuando todavía está fresco y recuerda lo que se siente al sostenerlo vivo entre las palmas de las manos.

Mamá la mira desde la cama y frunce el ceño con cierta desaprobación. No prueba el pescado, no come nada esa noche. No le pregunta a Maren cómo le ha ido en el barco, ni le dice que está orgullosa. Se da la vuelta en la cama y finge dormir.

Como siempre, Maren sueña con la ballena. Tiene sal en la boca y los brazos tensos por el esfuerzo. Pero la ballena no está varada, sino que nada y, aunque es negra y tiene cinco aletas, no siente miedo. Se acerca a ella; está caliente como la sangre.

Capítulo 6

Los meses siguientes son a la vez nítidos e indefinidos. Ya no se habla de si deberían salir a la mar; lo hacen, cada semana. Más mujeres se les unen y pronto consiguen que tres barcos salgan con frecuencia, incluso cuando la estación cambia y la oscuridad comienza a acumularse en los rincones del cielo, como sombras que acechan en las vigas de una casa imponente.

El pastor Kurtsson observa desde la estrecha escalera de la kirke y predica sermones cada vez más vehementes sobre los méritos de la obediencia a la Iglesia y sus servidores. Sin embargo, a pesar de que su fervor aumenta, Maren percibe un cambio entre las mujeres. Algo oscuro crece y lo percibe también en sí misma. Cada vez está menos interesada en lo que el pastor tiene que decir y la consume más el trabajo: pescar, cortar leña, cuidar los campos. En la kirke, comprende que ha ido a la deriva, como un barco sin amarres, y que su mente navega en alta mar con remos en las manos y los brazos doloridos.

No es la única que empieza a perder el interés en las enseñanzas de la kirke. En la reunión del miércoles, fru Olufsdatter le pregunta a Diinna por el método de los samis para perfumar el agua dulce y le pide ayuda a Kirsten para tallar figuras de hueso con las que marcar el lugar donde yacen su marido y su hijo. Cuando Maren visita las tumbas de papá y Erik, encuentra rocas rúnicas mal talladas, colocadas como peldaños entre la tierra firme. Más de una vez, se topa con alguna piel de zorro en el cabo y la carne del animal en el punto más alto de la colina. Recuerdos y amuletos; cosas de su infancia que le vienen a la mente.

Observa a las mujeres de la kirke y se pregunta quién lo cazó y lo desangró. Quién lo despellejó y lo dejó vacío, clavado en las rocas, como ofrenda al viento. Pregunta a Diinna qué significa un zorro despellejado y esta arquea las cejas y se encoge de hombros. Sea cual sea la esperanza que abriga, es una prueba de que las mujeres de Vardø se deslizan de nuevo hacia las viejas costumbres, aferrándose a cualquier cosa sólida.

Toril no debe de saberlo; de lo contrario, habría acudido al pastor. Ella y las demás «mujeres de Dios», como Kirsten las llama, pasan cada vez más tiempo en la iglesia a medida que el invierno se acerca y se cierne sobre ellas, expiando los pecados que les robaron a sus maridos.

Sin embargo, la división crece, como una grieta en una pared golpeada por unos dedos incesantes, apenas suavizada por las barrigas llenas. Pero siguen aquí, se recuerda Maren. Siguen vivas. Han creado un sistema: si necesitas pieles, acudes a Kirsten y las cambias por pescado seco o trabajos de costura, que a su vez se intercambian con Toril por hilo de tripa o musgo fresco del monte, donde se niega a ir porque está lleno de samis y se rumorea que una vez fue un lugar de encuentro de brujos. Todas tienen habilidades y cometidos, que se entrelazan como una escalera irregular, donde cada una descansa encima de la otra.

—Podríamos considerarlo un triunfo —dice Kirsten un miércoles—. ¿Qué dirían nuestros maridos?

—Nada bueno —apunta Sigfrid. Es una firme seguidora de Toril, pero no soporta perderse los chismes de las reuniones—. El pastor Kurtsson dice…

—¿Ha planeado el sermón de Nochebuena? —pregunta Kirsten.

—Supongo.

—Me gustaría decir algo. Hablar de la tormenta. Creo que muchas querríamos hacerlo. Ya es hora. Estoy lista.

Maren mira en derredor. No ve ninguna candidata probable. No sabría qué decir, ni siquiera un año después. Ahora todas comparten la misma narración de la tormenta, después de pasar por muchas lenguas hasta que los detalles ásperos y difíciles quedaron desgastados y suaves como el cristal del mar.

—¿Maren? —Kirsten la mira en busca de apoyo, pero no tiene fuerzas para dárselo; tampoco lo recibe de Edne ni de fru Olufsdatter.

Igual que ella, las demás deben de sentir cierto consuelo en que todas se encuentren en el mismo punto de la bahía, plana, como si todas mirasen a través de los mismos ojos, agrupados en un mismo campo de visión. «La tormenta llegó en un abrir y cerrar de ojos». Luego, chasquean los dedos. No recuerda quién fue la primera en hacerlo; tal vez fuera Toril o Kirsten. Quizá fuese ella. Concuerdan en ese relato, en ese abrir y cerrar de ojos, como por accidente, aunque resulte cobarde. Está segura de que la desprecian por ello, igual que ella aborrece a las demás. Se lo pasan de unas a otras para no tener que recordar de verdad que los barcos estaban allí, hasta que dejaron de estarlo.

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