Marcelo Gullo - La historia oculta
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Era tan poco rica que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España […] Indudablemente el virtual librecambio no reportaba provecho alguno. Todo lo contrario. No solamente no hubo industrias a causa de la fácil introducción de productos europeos, sino que los contrabandistas acabaron por extinguir el ganado cimarrón. (Rosa, 1954: 26)
En aquellas regiones beneficiadas por el “monopolio” y libres del contrabando, el desarrollo del proceso de industrialización llegó a ser tan vertiginoso y eficiente que, el 2 de septiembre de 1587, el obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, realizó la primera exportación de productos textiles –sombreros, sobrecamas y frazadas tejidas en Santiago del Estero– con destino a Brasil.
Capítulo 3
El espejo norteamericano
Quien conoce uno solo no conoce nada; para conocer en política es imprescindible comparar.
Seymour Martin Lipset
¿Qué pasaba en las colonias inglesas?
Mientras la América española estaba viviendo un interesante proceso de industrialización, Inglaterra llevaba a cabo –en sus colonias de América del Norte– una política expresa para impedir el desarrollo industrial de las llamadas “trece colonias” porque comprendió, desde muy temprano, que la industrialización de las colonias podía conducirlas a la independencia económica y que este estadio las llevaría a reclamar, luego, la independencia política. Por eso, consciente de las consecuencias económicas y políticas que podía generar un proceso de industrialización en las trece colonias, la política inglesa trató de supervisar y boicotear las escasas empresas manufactureras de las colonias.[13]
Para impedir que la manufactura colonial entrara en competencia con las industrias de la metrópoli, los gobernadores coloniales tenían instrucciones precisas de “oponerse a toda manufactura y presentar informes exactos sobre cualquier indicio de la existencia de ellas” (Underwood Faulkner, 1956: 134). Los gobernadores eran los encargados de practicar un verdadero “infanticidio industrial”, planificado en Londres por el Parlamento británico.[14]
Los sagaces representantes de la Corona comprendían perfectamente la actitud inglesa, a la que prestaban toda su simpatía, como lo demuestran las palabras de lord Cornbury, gobernador de Nueva York entre 1702 y 1708, quien escribía a la Junta de Comercio: “Poseo informes fidedignos de que en Long Island y en Connecticut están estableciendo una fábrica de lana, y yo mismo he visto personalmente estameña fabricada en Long Island que cualquier hombre podría usar. Si empiezan a hacer estameña, con el tiempo harán también tela común y luego fina; tenemos en esta provincia tierra de batán y tierra pipa tan buenas como las mejores; que juicios más autorizados que el mío resuelvan hasta qué punto estará todo esto al servicio de Inglaterra, pero expreso mi opinión de que todas estas colonias [...] deberían ser mantenidas en absoluta sujeción y subordinación a Inglaterra; y eso nunca podrá ser si se les permite que puedan establecer aquí las mismas manufacturas que la gente de Inglaterra; pues las consecuencias serán que cuanto vean que sin el auxilio de Inglaterra pueden vestirse no sólo con ropas cómodas, sino también elegantes, aquellos que ni siquiera ahora están muy inclinados a someterse al gobierno pensarían inmediatamente en poner en ejecución proyectos que hace largo tiempo cobijan en su pecho” (Underwood Faulkner, 134). Lord Cornbury describe perfectamente la “esencia” del “imperialismo económico”, en idénticos términos que serían utilizados, luego, por Hans Morgenthau.
Si bien Inglaterra elaboró una legislación específica para frenar todo posible desarrollo industrial en las trece colonias, había dos industrias que Gran Bretaña vigilaba con particular celo por considerarlas estratégicas y vitales para la economía británica: la textil y la siderúrgica. Dos leyes dictadas en tal sentido resultan emblemáticas: la ley de 1699, que prohibía los embarques de lana, hilados de lana o telas producidos en Norteamérica a cualquier otra colonia o país, y la de 1750, que prohibía el establecimiento, en cualquiera de las “trece colonias”, de talleres laminadores o para el corte del metal en tiras y de fundiciones de acero.[15]
A diferencia de la industria textil, la fabricación del hierro –que comenzó en 1643 con el horno de fundición de John Winthrop, cerca de Lynn– gozó, durante algunos años, de cierto margen de libertad, y alcanzó, hacia 1750, proporciones considerables. Esta situación se explica por lo siguiente:
Inglaterra estaba necesitada de hierro, y hasta 1750 intereses encontrados habían impedido que se votara una legislación contraria a su elaboración en las colonias. Pero en 1750 se acordó una ley para estimular la producción de la materia prima y obstaculizar la manufactura de objetos de hierro, estableciéndose que: 1) el hierro en barras podía importarse libre de derechos en el puerto de Londres; y el hierro en lingotes en cualquier puerto de Inglaterra; y 2) que no debía instalarse en las colonias ningún taller o máquina de laminar hierro o cortarlo en tiras, ni ninguna fragua de blindaje para trabajar con un martinete de báscula, ni ningún horno para fabricar acero. (Underwood Faulkner, 135)
Más allá de las leyes sancionadas por el Parlamento británico destinadas a impedir el desarrollo industrial en sus colonias norteamericanas, es importante destacar un hecho políticamente significativo: las colonias eran tratadas como “ajenas” al territorio británico a los fines aduaneros. No se las consideraba incluidas dentro de los límites de las barreras aduaneras británicas y, en consecuencia, sus exportaciones pagaban los derechos ordinarios de importación en los puertos ingleses. Analizando la política inglesa hacia sus colonias de América del Norte, Dan Lacy (1969) afirma:
Estaba claro el propósito de la política británica de no considerar a las colonias como porciones de ultramar de un reino único, cuyo bienestar económico era estimado al igual que el de la madre patria. Al contrario, las consideraba comunidades inferiores cuya economía debía estar, siempre, al servicio de los intereses de Gran Bretaña. (49)
Mientras las colonias fueron jóvenes y poco pobladas, los colonos pudieron burlar muy a menudo las leyes británicas que frenaban el desarrollo económico del territorio colonial, pero a partir de 1763, cuando su población llegó a ser equivalente a un cuarto de la de Inglaterra, la Corona fue mucho más estricta en la aplicación de las leyes que había creado para mantener a las colonias en una posición económica subordinada. No es difícil concordar con Louis Hacker cuando sostiene que el veto británico a la industrialización norteamericana fue, probablemente, el más poderoso de los factores que provocaron el estallido de la Revolución Norteamericana.
Con la independencia política no alcanza para ser libres
La lucha por la independencia política comenzó en 1775 –cuando soldados británicos, con la misión de capturar un depósito colonial de armas en Concord, Massachusetts, y reprimir la revuelta en esa colonia chocaron con los milicianos coloniales– y se prolongó hasta 1783, cuando se firmó el Tratado de Paz de París, por el cual se declaró la independencia de la nueva nación: Estados Unidos de América.
Cuando las trece colonias lograron la independencia política, Inglaterra, para mantener la subordinación económica de éstas, no tuvo más remedio que tratar de ensayar la aplicación del “imperialismo cultural”. El razonamiento británico era, en cierta forma, sencillo: si los dirigentes de las ex trece colonias admitían la teoría de la “división internacional del trabajo” y aplicaban una “política de libre comercio”, las ex trece colonias se mantendrían en una situación de “dependencia económica”, convirtiendo la independencia política en un mero hecho formal. Al logro de ese objetivo se abocó la política británica después del Tratado de París de 1783 y obtuvo, por cierto, excelentes resultados en los estados del sur de la flamante República.
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