―Iván, ¿cree usted que el otro objeto cayó por aquí cerca?
―No solo lo creo, sino que lo sé con certeza. Conozco el lugar exacto ―Iván bajó la voz, adoptando un tono misterioso―. Se encuentra más allá del agua, en las profundidades de la tierra, donde nadie le puede dar alcance. La nave celeste quiso que así fuera.
La traumática experiencia y los años de soledad habían trastocado la mente del anciano, pensó Kulik. Pero era su única fuente de información, así que continuó interrogándolo:
―¿Podría llevarnos hasta a él?
―Ya lo creo que podría, pero no ahora. Si no se dan prisa en salir de aquí, el tiempo los atrapará irremediablemente. En este lugar la muerte está al acecho de los más sutiles despistes. Además, no les servirá de nada. Nadie lo encontrará hasta que la nave así lo quiera. ―Su risa se vio interrumpida por un fuerte ataque de tos.
Kulik entendió que aquel hombre, a pesar de sus delirios, tenía razón en algo: ir en busca del objeto en ese momento haría que se desviaran de su ruta, poniendo en peligro la efectividad de las rigurosas previsiones que hasta el momento habían seguido a rajatabla, con excelentes resultados. Sería como ponerse en manos del azar. Indudablemente, sería necesaria otra expedición, y para ello tendrían que esperar la llegada de la siguiente primavera.
Kulik se alejó del anciano e hizo un gesto al comandante para que se reuniera con él en privado.
―Comandante, no sabemos si lo que este hombre cuenta es cierto o no, pero después de ver lo que transportamos, estoy seguro de que Stalin no querrá dejar cabos sueltos. Seguramente se preparará otra expedición para buscar el objeto. Para ello es imprescindible que Iván nos acompañe. Es el único que conoce la ubicación.
―¡Subidle al camión! ―ordenó de inmediato a sus hombres.
Iván no esperaba que la situación diera un giro tan drástico; al fin y al cabo, él había colaborado explicando todo cuanto recordaba. Incluso les había aconsejado marchar por la proximidad de las heladas… No acababa de entender que aquellos hombres le obligasen a subir a uno de aquellos vehículos para alejarlo del lugar donde él deseaba pasar el resto de sus días. El pobre viejecillo luchaba en vano por liberarse, mientras gritaba a sus captores. Minutos más tarde volvían a reemprender el viaje de regreso, llevando consigo una prueba viviente de lo que antaño aconteció.
Capítulo 11
Kulik ocupó el asiento junto a Iván. No le habían permitido hacerlo, hasta que estuvo completamente calmado.
―¿Esto ha sido idea suya? ―preguntó decepcionado―. Me pareció distinto a los demás, pero veo que me equivoqué.
―¿Le gustaría conocer al mismísimo Stalin? ―Cambió de tema Kulik desoyendo el reproche del viejo.
―¿Quién demonios es ese?
―Iván, veo que aquí las noticias tardan en llegar. Es nuestro nuevo dirigente.
―¿Nuestro nuevo Zar?
Kulik rio con ganas.
―No, amigo. Se acabó ser siervo de nadie. Ahora somos ciudadanos de una nueva Rusia donde todos somos iguales, aunque le confesaré que, como siempre, existen distintos grados de igualdad.
Los tanques blindados encabezaban la marcha abriendo paso al resto de vehículos. Tras ellos, el camión que transportaba el enorme objeto oval, fuertemente anclado y cubierto meticulosamente con lonas militares. A escasa distancia circulaba el camión donde viajaban Iván, Kulik, Alekséi y Petrov, todos ellos escudados en la retaguardia por dos camiones AMO F-15 de tonelada y media que cerraban la extraña comitiva.
El enorme tamaño de la nave respecto al camión, convertía al conjunto en algo extrañamente desproporcionado. Parecía imposible que pudiera permanecer encanterada. Pero su liviandad hacía que no sucumbiera a la fuerza del equilibrio y cayera de lado como un vulgar borracho, ebrio de vodka.
Iván, Petrov, Alekséi y Kulik pasaron a ser meros observadores durante todo el trayecto hacia el río Yeneséi. Avanzaban salvando las adversidades del camino, a un ritmo tan lento que alguno de ellos lo hacía a pie.
Varios días después llegaron junto al río. No se cruzaron con nadie en su camino, como era de esperar. En poco tiempo las huellas dejadas atrás habrían sido absorbidas por la naturaleza, y hasta llegado ese momento nadie las vería.
―¿Y ahora qué, camarada…? ―preguntó Kulik. No tenía ni idea de cómo pretendían trasladar la nave y los vehículos por aquellas aguas―. ¿Los llevaremos en barcazas? ¿O, tal vez, hemos de esperar la llegada de un buque?
―Bueno, esa era mi primera idea, pero he cambiado de planes. Usted limítese a no interferir en mi trabajo―. El tono autoritario empleado dejaba claro que debían acatarse sus órdenes.
Kulik sabía que discutir con un militar de alta graduación podría acarrear la muerte. Aquellos prepotentes eran de gatillo fácil. Además, sabía que era un hombre muy cualificado, de hecho, todo su equipo daba esa sensación. Así que, simplemente, se sentó a esperar.
Un grupo de militares, bajo las órdenes de aquel tipo, comenzó a desatar el objeto colocándolo en posición horizontal. Este se mantenía en suspensión, levitando.
―Kulik ―llamó el militar―: ¿Se hace una idea de cómo llegaremos a la desembocadura? ―Soltó una carcajada exenta de humor―. Ahora iremos por río hasta el Golfo de Yeniséi, allí nos esperan para transportar esto ―dijo señalando el objeto―, hasta unas instalaciones militares. Permanecerá escondido en un hangar hasta que los altos mandos decidan qué hacer con él.
Antes de continuar debo hablar muy seriamente con ustedes ―dijo dirigiéndose a los dos científicos, al guía y a Iván, que permanecían sentados a una distancia prudencial para no molestar.
―Bien, usted dirá, señor…
―Sabe tan bien como yo que no puedo revelarle mí nombre, profesor.
―Sí, lo intuía.
―Como les advirtió Stalin, esta misión se ha convertido en secreto de Estado. ¿Son conscientes de ello?
―Por supuesto, haremos todo cuanto esté en nuestras manos para que así sea.
―¿Tengo su palabra, entonces, de que no desvelarán ni un solo detalle de lo que han visto u oído hasta el momento?
―Puede contar con ello ―respondió Kulik en nombre de los cuatro que, a su vez, asentían con la cabeza.
En una fracción de segundo, el militar extrajo su revólver, apuntó a Petrov a la cabeza y disparó, sin más, ante la indiferencia de sus subordinados. Petrov, con los ojos completamente abiertos, se desplomó hacia un lado, quedando tendido en el suelo mientras su cuerpo se convulsionaba.
Kulik y Alekséi se levantaron de un salto con la certeza absoluta de que serían los siguientes en caer. Iván, en cambio, presa del pánico, se limitó a cerrar los ojos y esperar. El escuálido cuerpo del anciano temblaba de pies a cabeza.
―Lamento darles una prueba tan explícita de lo que pasará si se van de la lengua, pero esta muerte solo forma parte de mis órdenes. El guía ya no nos es necesario y hombre muerto, calla por siempre. Stalin en persona los espera en el Kremlin. Alguno de mis hombres los acompañará de vuelta a la estación de Taishet, desde donde irán hasta el mismo Moscú.
―¿Y la nave…? ―se atrevió a preguntar Alekséi.
―¿La nave? ―repitió el militar―. Veo que usted ya ha sacado sus conclusiones. No se preocupe por ella, a partir de ahora es cosa nuestra. Ustedes tienen una cita con nuestro líder; él decidirá su suerte ―dijo con una sonrisa diabólica en los ojos, antes de darse la vuelta para marchar.
―¡Perro asesino! ―espetó Alekséi.
El militar se giró de nuevo hacia ellos y disparó a la rodilla del científico. No hacía falta tener un doctorado en medicina para saber que, si salía de esta, jamás volvería a andar con soltura.
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