Jordi Matamoros - La biblia aria

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El reconocido profesor de mineralogía Leonid Kulik, es designado para llevar a cabo la investigación de una gran explosión que tuvo lugar el 30 de junio de 1908 en la tundra siberiana de Tunguska.Junto a su ayudante, buen amigo y también profesor Alekséi, se adentrará en un inhóspito territorio considerado maldito por los lugareños, que atribuyen el desastre a un castigo divino.Las supersticiones, el clima y las dificultades del camino no impedirán que localicen el epicentro en el que supuestamente impactó un meteorito que habría arrasado más de 10 millones de árboles.Allí hallarán algo muy distinto a lo que esperaban: ni rastro de cráter ni de bólido, aunque sí, anclado en el aire, un objeto oval de naturaleza desconocida, esperando a ser encontrado.La investigación de lo que a todas luces parece ser una nave extraterrestre, desencadenará una serie de acontecimientos en los que los profesores se verán implicados.Una sociedad secreta nazi, comandada por el
Führer en persona, surcará el tiempo hasta la misma cuna de la humanidad, para descubrir que allí nada es como nos lo han contado.

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―Tengo órdenes de llevarlos a Moscú vivos; aunque nadie me dijo en qué estado. Así que, camaradas, les aconsejo que no sean demasiado impertinentes. ¡En marcha! ―ordenó a sus oficiales, que rápidamente saltaron sobre aquella peculiar balsa.

Alekséi estaba blanco y a punto de desmayarse de dolor, pero no gritó. «¡Qué se joda ese cabrón si cree que voy a llorar como una nenaza!», se dijo así mismo mientras sujetaba su maltrecha rodilla con ambas manos.

Junto a ellos quedaron cinco hombres encargados de custodiarlos y llevarlos frente a Stalin. Tras hacer una improvisada cura en la rodilla de Alekséi, montaron en un camión e iniciaron la lenta vuelta a la civilización. El resto de camiones, tanques, ingenieros y soldados tomaron una ruta distinta a la suya. «Seguramente su misión había finalizado y regresaban a la base militar», pensó Kulik.

Mientras el camión los alejaba del curso del río, contemplaban, fascinados, como maniobraban aquellos hombres sobre el hallazgo oval. Con la simple ayuda de unos remos y una pértiga, se deslizaban torrente abajo a gran velocidad. La improvisada barcaza flotaba sobre el agua. La habían cubierto con una gran lona que colgaba por los laterales; con ella, mantendrían su navío a salvo de ojos extraños.

Capítulo 12

Los tres hombres esperaban en la estación para embarcar en el Transiberiano, escoltados por cinco soldados vestidos con ropas de calle, para no llamar la atención.

―¿Cómo se encuentra, Alekséi? ―preguntó Kulik una vez subieron al tren y tomaron asiento.

―Mejor, ya casi no me duele ―mintió el profesor.

―Es usted un joven demasiado impetuoso ―le reprochó―. Ha tenido suerte; su descaro podría haberle acarreado unas consecuencias mucho más nefastas. Será mejor que descanse, está pálido como el mármol.

―Al menos le pude decir a ese malnacido lo que pienso de él, no como Petrov.

Kulik miró hacia la rodilla de Alekséi, e irremediablemente volvieron a atormentarle los recuerdos de aquellos tiempos en los que participó en la guerra. Había visto decenas de heridas semejantes a la de su compañero e incluso había curado alguna de la misma forma en que lo había hecho aquel militar. En primer lugar, ató fuertemente un trozo de trapo en la parte superior de la pierna para detener la hemorragia; tras limpiar la herida con alcohol, retiró los fragmentos de metralla con un cuchillo esterilizado con fuego. Volvió a utilizar el cuchillo para cortar el tejido muerto de toda la cavidad de la herida y con una lima raspó la zona afectada para eliminar así cualquier resto de piel muerta o infectada. Después volvió a verter una generosa cantidad de alcohol y cosió la herida. Por último colocó una venda… Había visto hombres fuertes como toros gritar de dolor, sin embargo, aquel hombrecillo había apretado fuertemente los dientes y no había emitido ni un solo quejido. Admiraba esa faceta de Alekséi, realmente, era un hombre valiente.

El trayecto fue tedioso y monótono. Iván parecía mucho más viejo que hacía unos días, sumido en el silencio miraba a través de la ventana. Aquel giro inesperado en la actitud del comandante había despertado un justificado temor por su futuro más próximo, al fin y al cabo, según había dicho, tan solo se limitaba a cumplir órdenes de Stalin. Tal vez para ellos también guardaran algún abrupto desenlace; en pocas horas se disiparían sus dudas.

Cuando bajaron del tren, les aguardaba un vehículo oficial que los trasladó, sin dilación, hasta el Kremlin, donde el hombre que ostentaba el poder en el nuevo régimen ruso esperaba impaciente su llegada.

Capítulo 13

―¡Camarada Kulik…! ―saludó Stalin cordialmente al verles entrar en su despacho. Se levantó y se dirigió hacia sus tres invitados―. Está usted mucho más delgado que la última vez que nos vimos. ―Su tono de voz era amistoso y su sonrisa parecía franca, pero Kulik no se quiso dejar engañar por ello, sabía lo que aquel tipo podía ocultar tras esa amable fachada―. Tomen asiento, por favor. ¿Han tenido un buen viaje?

―Podría haber sido mejor… ―intervino Alekséi. Kulik miró a su compañero inmediatamente, indicándole con un sutil gesto que cerrase la boca.

―Usted debe de ser Alekséi ―dijo tras fijarse en sus vendajes. Era evidente que estaba al corriente de todo lo ocurrido―. Me habían advertido de su temperamento ―rompió a reír.

―¿El objeto llegó a puerto? ―preguntó Kulik desviando el tema.

―Sí, profesor. La operación se llevó a cabo según lo previsto. Ahora su hallazgo se encuentra a buen recaudo. No se han de preocupar por nada, mis hombres se encargan de todo. Quisiera agradecerles su disposición y cooperación incondicional en esta misión.

―Y ahora, ¿qué piensa hacer?

―Estudiaremos la tecnología empleada en el artefacto y estoy seguro de que podremos extrapolar esos conocimientos para mejorar nuestro armamento y nuestras flotas aérea y terrestre, convirtiendo así nuestro ejército en un adversario invencible.

―Cada uno tiene sus prioridades. Yo, personalmente, siento más curiosidad por descifrar las leyes físicas por las que se rige, su composición, su estructura, su procedencia… Pero el objeto se encuentra en su poder, así que usted manda. ¿Cuándo podemos comenzar a estudiarlo?

―Siento comunicarle que usted no se encargará de hacerlo, camarada Kulik.

―¿Cómo…? ¡No puede dejarme al margen de ese proyecto!

―¡Cálmese! No lo voy a hacer. Ha movido usted cielo y tierra para investigar el misterio de la gran devastación de Tunguska. No creo necesario recordarle que esta era su prioridad. ¿Cierto? Ha encontrado infinidad de impedimentos en su camino, pero aun así, ha sido un hombre perseverante y ha llegado a donde ningún otro lo había hecho. La fortuna ha querido que tope con este artefacto, nada más. Usted continuará vinculado al proyecto, pero desde la misma perspectiva que lo movió a involucrarse en este viaje.

―¿Qué quiere decir? ―Su voz sonaba trémula por la ofuscación.

―Quiero que Iván lo acompañe al lugar donde cayó el otro objeto, lo encuentren y lo traigan para mí, para el bien de nuestra patria.

El anciano, que durante todo el rato se había mantenido callado, al escuchar su nombre de boca de aquel hombre que tanto lo intimidaba, se movió nervioso intentando protegerse, inconscientemente, detrás de Alekséi.

―Confío ciegamente en su discreción ―continuó Stalin―. Les dejó claro mi oficial al mando lo que podría pasar si revelan lo más mínimo de esta misión ¿verdad? ―dijo retando a Alekséi con la mirada.

―No pudo ser más explícito, señor ―respondió con sarcasmo―. Claro como el agua.

―Llámeme camarada ―dijo aquel sádico sonriendo tras su tupido bigote.

―Quizá más adelante, señor ―replicó Alekséi. Stalin rio sonoramente.

―Tiene usted redaños, joven. Ándese con cuidado, no se los rebane su ego.

―Profesor Kulik ―dijo adquiriendo nuevamente un tono cordial―, ya se está organizando otra expedición; saldrá para Tunguska la primavera del año que viene. Entre tanto, vuelva usted a impartir clases con normalidad. Informará a sus superiores del fracaso de la misión, así como de la próxima que piensa hacer al lugar para seguir buscando el impacto del meteorito o alguna prueba de lo que allí aconteció. Ni que decir tiene que no nombrarán para nada el objeto que hallaron. Mientras tanto, Iván se quedará en nuestras instalaciones. Aquí tendrá todo lo que precise… Empezando por un buen baño ―añadió para sí mismo.

―¿Es usted el nuevo Zar? ―se atrevió a preguntar Iván.

―Curiosa pregunta, Iván ―dijo rompiendo nuevamente a reír―. Curiosa pregunta… ¿Podría usted indicarnos el lugar exacto hacia dónde dirigir la próxima expedición? ―interrogó al anciano evadiendo la respuesta a su pregunta.

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