―Tiene usted razón, pero fíjese bien, es como si su color fluctuara. Según cómo, da la sensación de que desaparezca y vuelva a aparecer. Debe de desprender algún tipo de energía extraña, o tal vez posea una especie de pantalla de invisibilidad, quizá…
―¿Y si fuera el causante de la devastación…? ―interrumpió Alekséi―. ¿Quizá fue lo que vieron los lugareños en 1908? Sí, tiene que serlo ―se contestó a sí mismo. Si no hay meteorito, no hay otra explicación para todo este destrozo.
―¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Insinúa que eso lleva suspendido en ese punto ―volvió a señalarlo― desde 1908?
―Podría ser, profesor. ¿Qué otra explicación puede haber?
―No lo sé. Si sé que eso no parece de este mundo y no conozco ninguna ley física que pueda mantener un objeto de esa envergadura suspendido en el aire, para ello se necesitaría algún tipo de tecnología que desconocemos por completo en la actualidad. Tan solo digo que eso, sea lo que sea, no puede ser de este mundo.
―¿Qué hacemos ahora?
―No lo sé, Alekséi. ¿Qué se suele hacer cuando alguien se encuentra un artilugio volador vinculado a la destrucción masiva de una zona aproximada de unos 2000 km. cuadrados? ¿Comunicarlo a las autoridades? ¿Correr y simular que no hemos visto nada? ¿Rezar para que no vengan más?… No lo sé, Alekséi, no tengo ni idea. ¿Se le ocurre algo?
―Camarada ―dijo Petrov dirigiéndose a Kulik―, deberíamos volver a Vanavara y poner esto en conocimiento del Kremlin. Ellos son quienes deben decidir.
―Tiene usted razón, no tenemos otra alternativa.
Capítulo 6
El 23 de junio, tras documentar todos los detalles del hallazgo y argumentar por escrito las diversas hipótesis que barajaban, partieron hacia la civilización con el único deseo de que aquel extraño objeto no se hubiese hecho invisible ante el objetivo de su pequeña y ligera cámara Leica. De ser así, no sabían muy bien si la historia tendría la suficiente credibilidad como para que su juicio no fuera puesto en duda.
No se habían alejado ni veinte metros cuando se giraron para echar un último vistazo a aquella maravilla que quedaba atrás, mas lo único que vieron fueron aquellos árboles convertidos en postes quemados que luchaban contra la naturaleza para continuar manteniéndose en pie. Ni rastro de aquel engendro imposible, nuevamente era invisible a sus ojos.
El camino de vuelta, tal y cómo esperaban, fue mucho más sencillo. El rastro que dejaron en su anterior paso marcaba un extrecho sendero que los guió hasta las ocultas balsas, que continuaban tal cual las habían dejado. Desde allí a Vanavara llegaron en un abrir y cerrar de ojos, o eso les pareció, pues, absortos en la conversación, perdieron la noción del tiempo y el peligro. Decidieron guardar, recelosamente, en secreto, todo lo que allí habían visto. Lo último que necesitaban era llamar la atención de algún excéntrico dispuesto a pagar lo que fuera necesario por conseguir aquel objeto único en el mundo. Así, Kulik, Alekséi y Petrov juraron solemnemente que, bajo ningún concepto, revelarían a nadie, excepto a su gobierno, lo que en aquel lugar habían descubierto.
Capítulo 7
Kulik se había quitado un gran peso de encima al revelar las fotografías y comprobar que el disco se había dejado captar por la cámara. Vistiendo su mejor traje, cogió la vieja cartera en la que guardaba todas las pruebas y documentos de la expedición, y se dirigió hacia la academia. El estado de nervios crecía a cada paso que lo aproximaba a su destino.
De sobras sabía que no sería sencillo hablar directamente con Joseph Stalin, líder comunista de la Unión Soviética, pero estaba decidido a conseguirlo.
Ya en la academia, entregó una copia de las fotografías y de toda la documentación sobre la expedición, omitiendo todo dato que hiciera alusión al extraño disco. Pidió audiencia con Stalin, alegando como motivo ciertos conocimientos imposibles de revelar a ninguna otra persona, y que podían poner en peligro la seguridad del Estado.
Genrij Grigorienich, ayudante de Menzhinski y verdadero director en la sombra de la temible OGPU, la policía más oscura del régimen, lo recibió en el Kremlin. Pero Kulik no se rendía fácilmente e insistió en que debía hablar en persona con el mismísimo Secretario General del PCUS.
―Exponga su problema ―ordenó con autoridad Grigoriennich.
―Le pido respetuosamente que ponga en conocimiento de Stalin que tengo información vital para la seguridad del Estado ―repitió nuevamente―. No se ofenda, nada más lejos de mi intención ofenderlo, pero, por favor, entiéndame, es muy importante, debo hablar directamente con él.
Kulik aguardó respuesta, manteniéndose firme, con porte militar, ante aquel temible personaje. Genrij se puso en pie, rodeando la elegante mesa, avanzó hacia él, dejando que el gran ventanal lo enmarcara. Se detuvo a un palmo de su cara, analizando fríamente su semblante. El pobre profesor sudaba copiosamente, pero supo mantener el temple. Sin mediar palabra, Grigoriennich abandonó la sala cerrando el doble porticón tras él. Kulik suspiró aliviado, relajándose de aquella tensa situación.
Instantes más tarde, la puerta se abrió a su espalda. De nuevo, la tensión se apoderó de él. Escuchó unos pasos que se acercaban; al pasar junto a él, aquel hombre colocó la mano sobre su hombro derecho, ejerciendo una ligera presión a modo de saludo. Stalin se dirigió hacia la silla de haya, exquisitamente labrada, y se sentó indicando con un gesto que ocupara la silla que se encontraba frente a él.
―Bien, señor Kulik, tengo mucho trabajo, así que, si no le parece mal, iremos al grano. ¿Puede usted exponer ese asunto tan importante que no puede explicar a mis hombres de confianza?
―Verá, señor… ―comenzó con voz vacilante―. Mi colega Alekséi y un servidor acabamos de regresar de una expedición a Tunguska. El viaje ha sido…
―Por favor, evite los detalles ―interrumpió―. Como ya le he dicho estoy muy ocupado.
―Está bien… ―dijo Kulik rebuscando en su vieja cartera de piel, ajada por el tiempo―. Juzgue usted mismo ―dijo deslizando sobre la mesa las reveladoras fotografías.
Stalin cogió las instantáneas que le ofrecía sin muestras de interés. Kulik pudo observar como la expresión de su rostro cambiaba en un segundo al contemplar la imagen del disco oval suspendido en el cielo de Tunguska. Incorporándose en la silla, las estudió atentamente.
―¡¿Qué diantres es esto?! ―observó brevemente a aquel hombrecillo sentado frente a él, pero su mirada se resistía a apartarse de aquellas fotografías que, ahora sí, captaban toda su atención. Descolgó el teléfono sin dejar de mirarlas y dijo:
―Cancele todas mis citas de hoy.
Stalin se levantó y se dirigió hacia el mueble bar. Sirvió dos copas de vodka y ofreciendo una a Kulik, le dijo:
―Creo que tiene usted una historia que explicarme, camarada.
Capítulo 8
De la anterior expedición había aprendido que ir a Tunguska antes de la primavera era un suicidio. Durante los siguientes meses todo parecía haber vuelto a la normalidad. Kulik desempeñaba su trabajo como profesor de mineralogía, en Tomsk. Moría de ganas por desvelar el secreto a sus alumnos, pero había dos razones de peso para no hacerlo: primera y más importante, el pacto que había hecho con Alekséi y Petrov. Había dado su palabra, y un caballero jamás la incumple; y de la segunda, pendía su vida. Stalin le había advertido de que todo cuanto había explicado allí era confidencial, y se consideraba, a partir de aquel momento, secreto de estado, con las consecuencias que conlleva traicionar a la patria. Habían localizado a Alekséi y a Petrov; tras interrogarlos para asegurarse de que nadie más conocía los hechos, habían sido advertidos de la misma manera.
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