Jordi Matamoros - La biblia aria

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El reconocido profesor de mineralogía Leonid Kulik, es designado para llevar a cabo la investigación de una gran explosión que tuvo lugar el 30 de junio de 1908 en la tundra siberiana de Tunguska.Junto a su ayudante, buen amigo y también profesor Alekséi, se adentrará en un inhóspito territorio considerado maldito por los lugareños, que atribuyen el desastre a un castigo divino.Las supersticiones, el clima y las dificultades del camino no impedirán que localicen el epicentro en el que supuestamente impactó un meteorito que habría arrasado más de 10 millones de árboles.Allí hallarán algo muy distinto a lo que esperaban: ni rastro de cráter ni de bólido, aunque sí, anclado en el aire, un objeto oval de naturaleza desconocida, esperando a ser encontrado.La investigación de lo que a todas luces parece ser una nave extraterrestre, desencadenará una serie de acontecimientos en los que los profesores se verán implicados.Una sociedad secreta nazi, comandada por el
Führer en persona, surcará el tiempo hasta la misma cuna de la humanidad, para descubrir que allí nada es como nos lo han contado.

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Capítulo 2

30 de junio de 1908

Nace el día en la Meseta Central Siberiana, una de las regiones del planeta con el clima más hostil. Durante los largos inviernos las temperaturas incluso llegan a superar los -40º C. Aun así, el ser humano, en su empeño expansionista, lleva milenios habitando dichas tierras. Nómadas Evenki recorren el territorio en libertad, en busca de pasto para sus rebaños. Lentamente, los colonos rusos más osados, se adentran en esta inhóspita región. Contrastan los rostros caucásicos de estos con los profundos rasgos mongoles de los primeros.

La vida, a pesar de la extrema dureza, transcurre con la apacible pauta de los parajes rurales. Pero esa madrugada algo está a punto de romper la armonía. El cielo está totalmente despejado de nubes, y es por ello que aquel objeto, venido de las estrellas, llama poderosamente la atención.

Aquel inmenso meteorito con forma de cilindro, de unos 45 metros de longitud y unos 10 de diámetro, surca el firmamento a gran altura, dejando tras de sí una interminable estela negra. El atronador sonido que produce es de una potencia sin igual.

Un marinero que tripulaba su barco por el río Angora, al alzar la vista al cielo, reparó en él y en su curioso color blanco azulado; desprendía un intenso brillo cegador.

Junto al lago Baikal y desde muchos puntos de las montañas adyacentes, centenares de tunguses contemplan el asteroide, describiéndolo más tarde como un gran puro incandescente.

Desde diversos lugares, gente de todas las etnias ven aquel extraño cuerpo celeste que, a todas luces, se precipita a una velocidad de vértigo sobre la Tierra.

Desde la ciudad de Irkutsk, varias personas instruidas observan también la trayectoria de aquel bólido, claramente extraterrestre, que sigue la línea del paralelo 60 zigzagueando en dirección sur-norte. Este rumbo cambia repentinamente a este-oeste para, poco después, acabar desapareciendo de la percepción humana, como si jamás hubiera existido.

A las 7 horas, 17 minutos ocurrió… En las coordenadas 60º 55’N 101º 57’E/ 60.917.101.950, cerca del cauce del río Podkamennaya, en Tunguska, justo donde el enorme objeto había desaparecido, un resplandor más brillante que mil soles surgió de la nada, y creció a la vez que unas extrañas detonaciones, similares a las que produciría un cañón, iban acompasando los continuos destellos durante casi una hora y a intervalos de diez minutos.

El sonido aumentaba en intensidad, al igual que la incandescente luz. De repente, todo aquel conjunto explosionó, dando lugar, de inmediato, a un caos general. La onda expansiva barrió todo lo que encontró a su paso. Un ruido, parecido a un alud de piedras, pero mil veces más potente, lo invadía todo al instante. Los árboles se desplomaban como fichas de dominó, tan solo quedaron en pie aquellos que componían el pequeño círculo situado justo bajo el objeto que acababa de provocar semejante devastación y que se mantenía suspendido, intacto, a unos 1000 metros de altura.

En 60 kilómetros a la redonda todo quedó calcinado casi al instante por el aire abrasador. Musgo, helechos, arbustos, abetos, alerces, pinos… Ardillas, pájaros, renos, personas… La taiga ya no existía.

Los efectos fueron disminuyendo en intensidad, pero sus huellas quedarían marcadas largo tiempo en más de 2000 kilómetros a la redonda.

A cien kilómetros del impacto, en Kausk, todo temblaba como si la Tierra quisiera romperse en pedazos. En ciudades como Yakutsk, Óblast de Irkustsk, Angansk, Bratsk, Kausk…, los cristales, la loza en los estantes… reventaba, como si un monstruo invisible avanzara arrasando todo.

La gente, los caballos… eran lanzados al suelo por la fuerza del viento; un viento ardiente y asfixiante que se expandía a una velocidad desenfrenada, sembrando el pánico entre la población.

El maquinista del Transiberiano detuvo el tren temiendo descarrilar por los temblores. En el cielo de Tunguska un poderoso hongo de humo espeso tomaba el espacio y se extendía miles de metros hacia el cielo.

Aquella explosión fue captada por numerosas estaciones sismográficas, incluso por una estación barográfica en el Reino Unido, debido a la fluctuación de la presión atmosférica.

Tras la detonación, la onda expansiva dio varias vueltas al globo terráqueo. Durante algún tiempo, en gran parte de Rusia y Europa, las noches se tornaron día. Unas extrañas nubes plateadas ocupaban el firmamento, exudando una intensa luminosidad enfermiza.

En los EE.UU., los observatorios del monte Wilson y del Smith Sonian contemplaron un oscurecimiento atmosférico que duró meses. En cierto modo, aquella explosión podría haber causado una extinción masiva de proporciones bíblicas.

En Tunguska, algunos supervivientes iban llegando a las zonas más habitadas. Estaban emocionalmente destrozados, pero milagrosamente habían salvado su vida. Contaban que el ganado corría intentando huir del ciclópeo ruido de avalancha de la explosión, y que, en su huida, morían incinerados por el aire en ignición. Aseguraban que sus tiendas, caballos, enseres y familiares volaban impulsados por una fuerza invisible. Recordaban como la gente gritaba que aquello era el fin del mundo y que rogaban a los espíritus y a los dioses misericordia. Pero esta no llegó.

Casi todos los supervivientes que llegaron a las pequeñas poblaciones desde un área circundante al epicentro de la explosión de unos 80 kilómetros, murieron pocos días después tras sufrir delirantes febradas, compulsivos vómitos y horrendas pústulas. El miedo se extendió como un reguero de pólvora.

Rusia vivía momentos políticamente complejos. El Zar Nicolás II habló de aquel suceso como de una advertencia del mismo Dios sobre el pueblo ruso por cuestionar su figura. Jamás envió expedición alguna y aquel suceso fue quedando en el olvido.

Los lugareños hicieron un cerco con el miedo y las supersticiones. Jamás se acercaban al lugar de la explosión. Allí, según contaban, campaban a sus anchas los espíritus del mal.

Capítulo 3

Tras arduas reuniones y no pocas oposiciones, el geólogo Leonid Kulik había conseguido convencer a los miembros de la Academia de la Ciencia de su país, de la necesidad de organizar una segunda expedición a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberia central. El documento que le otorgaba dicho privilegio se encontraba ahora en sus manos. La fecha de partida ya estaba fijada: primavera de 1927.

Aquel hombre de rasgos mongoles, poblada barba blanca e imponente bigote, iba sentado en uno de los vagones del ferrocarril Transiberiano, sumido en sus pensamientos. Unas redondas gafas conferían un aire intelectual a sus rudas facciones. Junto a él se encontraba Alekséi, un asistente de investigación.

Los dos hombres cruzaron las miradas por primera vez desde que tomaran el tren en Leningrado.

―Por fin es un hecho, Dr. Kulik ―dijo Alekséi dirigiéndole una franca sonrisa.

―Así es, amigo mío. Ha costado mucho tiempo y esfuerzo, pero por fin lo hemos conseguido.

En 1921, Kulik, experto en mineralogía, había sido el hombre designado por la academia para buscar y catalogar meteoritos caídos en su país. Poco después encontró, por casualidad, una noticia en un antiguo periódico, en la que se hacía referencia a una dantesca explosión en los bosques vírgenes de Siberia, la más grande de las que nadie, antes, hubiese oído hablar. Desde el primer momento sintió curiosidad por aquel fenómeno y empezó a recopilar información. La curiosidad se fue transformando en obsesión e incluso llegó a desplazarse hasta las aldeas de la zona aledaña al evento.

Aquella primera expedición solo sirvió para un primer contacto. Se entrevistó con personas que recordaban el suceso. Le hablaban de una inmensa explosión, del mortífero y huracanado viento, de un calor asfixiante, de personas y caballos derribados, de infinidad de pequeñas aventuras de supervivientes, así como de la devastación y la muerte. Nadie sabía indicar exactamente el lugar. Señalaban con mano temblorosa hacia la tundra salvaje, hacia la zona más inhóspita. A pesar del tiempo transcurrido, el terror seguía impreso en ellos.

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