Contaba una leyenda local, que los ojos de todos los osos muertos durante toda la historia de la tundra, desde que el hombre era hombre, se habían liberado de sus costuras y habían podido ver. En su clamor de venganza, despertaron al gran mamut de la creación, lo invocaron al unísono. Este surgió de su destierro en el inframundo para crear un camino desde la Tierra hasta la casa de los dioses, con sus potentes colmillos. Del camino descendieron cinco lobos nacidos en las cumbres más altas y de la nieve más pura. Ellos arrasaron la tundra en nombre de la rabia de los osos muertos y dejaron abierta la entrada del inframundo…
Quizá fue por el temor de que aquella historia fuera real, pero el hecho es que no consiguió contratar a ningún guía que fuera lo suficientemente valeroso como para adentrarse hacia lo desconocido. Kulik volvió a casa, pero su curiosidad no cesó jamás. Aquel hecho había llamado poderosamente su atención; quería llegar al epicentro de aquella magnífica explosión, necesitaba ver con sus propios ojos el cráter producido por un meteorito capaz de ocasionar semejante efecto.
Y por fin, después de tanto tiempo, después de tantos esfuerzos, allí estaba de nuevo, rumbo hacia una aventura que hacía que su adrenalina se disparara poniendo en alerta, a su vez, todos los resortes de sus miedos.
Kulik y su inseparable amigo Alekséi charlaron distendidamente durante el viaje emocionados como dos críos ante una hogaza de pan blanco.
Cuando el tranvía se detuvo frente a la remota estación de Taishet y aquellos dos hombres, que no superaban el metro setenta, tuvieron consciencia de la inmensidad de la misión, por un segundo, se sintieron encoger dentro de sus ropajes de piel de reno. Kulik, percibiendo la duda en los ojos de su compañero, recolocó su gorro cosaco y dijo:
―Ya no hay vuelta atrás, Alekséi. Ahora vamos a forjarnos un lugar en las páginas de la historia.
Tras descargar sus equipajes, Kulik, Alekséi y los otros dieciocho componentes de la expedición, tomaron los trineos que restaban a su disposición. Sin más demora, se pusieron en marcha hacia Keshma, un pequeño pueblo regado por las aguas del rio Angara, procedentes del lago Baikal.
Una vez allí, entonces sí, exhaustos por el largo trayecto, descansaron para recuperar fuerzas y así afrontar aquella dura prueba.
A la mañana siguiente, tras abastecerse de víveres, emprendieron nuevamente el viaje con destino a Vanavara, el último bastión de la civilización.
El viaje fue tortuoso y accidentado por lo agreste del camino. Las laderas, de pronunciadas pendientes y quebradas constantes, hacían el trayecto sumamente lento. El desánimo se instauraba, inexorable, en las mentes del equipo, pero la perseverancia se impuso y una tarde de finales de marzo, por fin, apareció ante ellos aquella pequeña aldea situada junto al río Tunguska. Todos gritaron eufóricos ―no tendrían que pasar otra noche en las gélidas montañas― y avivaron su marcha. Tan solo Kulik quedó rezagado; se detuvo y contempló absorto la gran extensión de bosque pantanoso que se perpetuaba hasta donde alcanzaba la vista. Alekséi se giró en dirección a su compañero. En su rostro se mostraba una gran sonrisa que instantáneamente quedó borrada al comprender la preocupación de Kulik. Lo peor aún estaba por llegar. Volvió a sonreír, y colocando una mano sobre su hombro, le dirigió unas palabras de ánimo:
―Si hemos llegado hasta aquí, nada nos podrá detener.
Los habitantes de Vanavara los recibieron amistosamente, tal y cómo esperaban, pues así lo marcaban los cánones en zonas tan apartadas de la civilización. La distancia con otros poblados convertía a cualquier forastero en una buena fuente de información, además de ayudar a combatir la monotonía del día a día. Pero toda aquella cordialidad se convirtió en apatía y recelo cuando los lugareños fueron informados de los propósitos de su presencia allí.
Kulik y Alekséi contrataron a un viejo trampero para que les sirviera de guía. Tras pactar el precio, se dirigieron a la taberna a saciar su sed con unos tragos de vodka.
―Para empezar, camarada Kulik, le diré que con una expedición tan numerosa es complicado adentrarse en estos bosques. Creo que un grupo más reducido sería más útil ―dijo Ilya Potapovich, el guía, mientras vertía una generosa cantidad de vodka en los vasos.
―Entiendo. Precisamente esa era una de las cuestiones que me planteé al observar la inmensidad y espesura de los pantanos ―asintió Kulik, a la vez que ingería el vodka de un solo trago. Inmediatamente sintió el agradable calor que aquel endiablado líquido imprimía a su estómago. Sus acompañantes lo imitaron.
―Y los mosquitos, camarada ―rio Potapovich―. No se olvide de esos pequeños cabrones y sus diminutas y afiladas saetas.
Conversaron animadamente; el ambiente y la compañía eran agradables y el vodka regaba sus gaznates en un sinfín de brindis. El viejo guía contaba con un gran repertorio de historias y peripecias que les hicieron reír hasta bien entrada la noche.
Por la mañana, cuando Kulik abrió los ojos, sintió una terrible punzada en sus sienes. Sonrió recordando las risas y el licor de la noche anterior.
¡Oh, querido Leonid! ―se dijo a sí mismo mientras contemplaba la ojerosa imagen que le devolvía el espejo― Claramente estás mayor para beber tanto.
Se dirigió nuevamente a la taberna, donde había quedado con su guía para acabar de ultimar los detalles del viaje que emprenderían en breve.
―Buenos días ―dijo al entrar. Potapovich le esperaba sentado ante un vaso que contenía un líquido transparente.
―Buenos días camarada. ¿Ha descansado bien? ―Le indicó con un gesto que tomase asiento. Al hacer intención de servirle una copa, Kulik negó con rotundidad.
―No, gracias… Este servidor ya tuvo suficiente con las de anoche. Oiga, Viejo… ¿Le importa que le llame así?
―Para nada, me han llamado cosas peores ―sonrió Potapovich.
―Quiero preguntar a la gente del pueblo qué recuerdan de aquella explosión de 1908.
―No se moleste, amigo ―dijo el guía―, no conseguirá sonsacarles ninguna información. Para ellos es un tema tabú.
―¿Por qué? ¡Ocurrió hace mucho tiempo!
―El miedo, camarada ―dijo el Viejo―. Los lugareños jamás lo mencionan. Temen que el Dios Ogdy desate su ira contra ellos nuevamente, si lo hacen.
―¿El Dios Ogdy? ―Kulik no había oído, con anterioridad, nombrar a tal deidad.
―Ellos creen que el Dios Ogdy maldijo la zona debido a la excesiva tala de árboles y la desmedida caza de animales. Ellos piensan que, enfurecido por nuestra acción para con la naturaleza, se presentó en la Tierra en forma de bola de fuego y arrasó el lugar. Para serle sincero, no creo que nadie haya ido al lugar de la devastación. Sienten pánico de encontrarse cara a cara ante el colérico Dios.
―¿Y usted que opina?
―Yo…―Potapovich miró largo rato al suelo meditando una respuesta. Al fin alzó aquella limpia mirada azul y dijo―: Yo soy un simple trampero, camarada. Yo no opino.
Media hora después, los dos hombres salieron de la taberna y se dirigieron a las caballerizas. Escogieron dos Przewalskii marrón oscuro, de crines y cola negra, y montando en aquellos pequeños caballos de cortas patas y gran cabeza, cabalgaron hacia las afueras del poblado en busca de la mejor ruta a seguir. No tardaron en toparse con infranqueables caminos colapsados por la nieve que imposibilitaban el tránsito.
―Se lo dije, debemos esperar ―reprendió el guía―. En estas fechas aún queda demasiada nieve y este año es excepcionalmente espesa. Le confesaré que, si fuera supersticioso, pensaría seriamente que Ogdy no quiere que lo encontremos. ―El leve vacilar de su voz no pasó desapercibido para Kulik.
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