Jordi Matamoros - La biblia aria

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El reconocido profesor de mineralogía Leonid Kulik, es designado para llevar a cabo la investigación de una gran explosión que tuvo lugar el 30 de junio de 1908 en la tundra siberiana de Tunguska.Junto a su ayudante, buen amigo y también profesor Alekséi, se adentrará en un inhóspito territorio considerado maldito por los lugareños, que atribuyen el desastre a un castigo divino.Las supersticiones, el clima y las dificultades del camino no impedirán que localicen el epicentro en el que supuestamente impactó un meteorito que habría arrasado más de 10 millones de árboles.Allí hallarán algo muy distinto a lo que esperaban: ni rastro de cráter ni de bólido, aunque sí, anclado en el aire, un objeto oval de naturaleza desconocida, esperando a ser encontrado.La investigación de lo que a todas luces parece ser una nave extraterrestre, desencadenará una serie de acontecimientos en los que los profesores se verán implicados.Una sociedad secreta nazi, comandada por el
Führer en persona, surcará el tiempo hasta la misma cuna de la humanidad, para descubrir que allí nada es como nos lo han contado.

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―Podría, claro que podría. Conozco mi territorio de cabo a rabo.

―Pues bién, ¿lo hace? ―preguntó Stalin viendo el prolongado silencio.

―No, señor, camarada, Zar. Yo no he elegido estar aquí. Sus hombres me han traído en contra de mi voluntad y mi único deseo es morir en la tierra que me vio nacer. Acompañaré al señor Kulik, como usted ordena, y colaboraré en todo lo que haga falta para hallar ese dichoso objeto, pero a cambio quiero que me dejen vivir en paz el resto de mis días. Si hablo ahora no estoy seguro de despertar mañana. ―Y en un arrebato de coraje añadió―: ¡No confío para nada en usted!

Stalin lo miró con una mueca arrogante. No podía creerlo; aquel vejestorio imponiendo sus condiciones. Por mucho menos había ordenado cortar cabezas. Pero aquel día se encontraba de un humor excepcional, así que sonrió mientras profería unos amistosos golpecitos en el hombro de Iván.

―Es usted todo un negociador. Ahora puede retirarse. Acompáñelo, Kulik. Hablaremos más tarde.

Alekséi dio por supuesto que aquella invitación a abandonar la sala estaba dirigida también a él, así que, encantado de perder de vista a aquel déspota, se dispuso a seguir a sus compañeros.

―Usted no, camarada Alekséi. Para usted tengo otros planes.

Alekséi y Kulik cruzaron una fugaz mirada mientras la puerta se cerraba entre ambos, distanciándolos, distanciándolos por siempre… Kulik nunca más supo de Alekséi ni del objeto oval.

―Será un gran honor formar parte de sus planes, señor ―dijo con sarcasmo―. ¿Piensa utilizarme de carnaza para los leones?

Stalin rio sin poder evitarlo.

―¡Me encanta este hombre! ―se dijo a sí mismo―. Sin duda es usted la persona indicada para encomendarle esta misión. Tendrá a sus órdenes un grupo de científicos y se encargarán de investigar hasta el último detalle de la nave. Quiero saber de ella absolutamente todo. Veo que se ha quedado sin palabras… Es usted un hombre increíblemente inteligente, aventurero, valiente… como ha demostrado en numerosas ocasiones, pero está solo, sin familia, sin nadie que lo espere…

―…Al que nadie echará de menos si desaparece ―terminó la frase. Ahora entiendo a dónde quiere ir a parar. Un hombre invisible para la sociedad.

―¡Exacto! Mis hombres le dirán dónde alojarse hasta el momento de partir.

Alekséi salió de aquella reunión con sentimientos contrapuestos; por un lado, hubiera deseado terminar, con sus propias manos, con la vida de aquel hombre que para él era la encarnación del mal, y por otro lado salía de allí con unas ganas irrefrenables de saltar de alegría. Acababan de ponerlo al mando de un proyecto que, cualquier estudioso de la ciencia y de los cuerpos celestes, mataría por conocer.

Pensaba abrir aquella nave costara lo que costara y pensaba penetrar en su interior. No podía dejar de especular en lo que encontraría dentro de la misma. ¿Sería un objeto hueco? De eso estaba seguro, su liviandad así lo indicaba. ¿Cómo se habían ensamblado las distintas partes de aquel exterior tan extremadamente pulido y que a simple vista no mostraba signo alguno de soldadura? ¿Cómo sería por dentro? ¿Podrían abrirlo? ¿Hallarían a alguien en su interior? ¿Estaría vivo, en caso de que así fuera? ¿Qué será de Kulik? ¿Volveré a ver a mi mentor? Y cuando cumplamos el objetivo de Stalin, ¿nos dejará vivir?… Mil interrogantes sin respuesta se agolpaban en su mente mientras dejaba que lo invadiera la adrenalina de la certeza de que, pasara lo que pasara, aquello sería una gran aventura reservada a unos pocos. Se sentía privilegiado.

Segunda parte

El Polo Norte

Capítulo 14

El rompehielos Mayling avanzaba con lentitud sobre el mar helado. El frío calaba los huesos. Diciembre era una mala época para navegar por el Ártico. La temperatura rondaba los -35º Celsius. Llegar al lago Yeniséi fue toda una odisea.

En un punto indeterminado de aquella gran masa desértica blanca el navío se detuvo. La puerta del camarote de Alekséi se abrió y en su quicio apareció la rubicunda cara de un muchacho que no tendría más de dieciocho años.

―Profesor, ha llegado la hora ―indicó.

Alekséi abandonó su confortable espacio para adentrarse, de lleno, en la gélida cubierta. A cada exhalación, una nube blanca casi tan densa como la misma nieve, se formaba ante su boca. Las inhalaciones, sin embargo, eran hirientes como afilados cuchillos. Aquel maldito clima se ensañaba con su reciente lesión, haciendo que el dolor acentuara su ya pronunciada cojera.

Paseó su mirada por cubierta y distinguió, cercanos a la proa, las figuras de cuatro personas. Se aproximó a ellos. Según le confesaron eran del entramado del ejército: hombres adoctrinados en el más absoluto secreto, científicos ciegamente fieles al ideario comunista, grandes mentes pensantes puestas al servicio de la creación constante de armamento cada vez más efectivo.

―Camaradas ―intervino el capitán―, este es el lugar donde debo dejarles. Francamente, no me gustaría estar en el pellejo de ninguno de ustedes. Este es uno de los lugares más inhóspitos que existe en todo el planeta. Pero las órdenes son las órdenes… Si alguno de ustedes no quiere abandonar el barco, lo entenderé.

Quedó a la espera de alguna deserción, pero no se produjo. De sobras sabían la suerte que correría aquel que osase echarse atrás.

―Bien, confiaba en que así fuera. Entonces, camaradas, acompáñenme.

La pequeña comitiva se detuvo ante uno de los botes de salvamento donde los esperaban los marineros encargados de trasladarlos. Los cinco hombres embarcaron, siguiendo las indicaciones del capitán. Vadeando un corto trecho de aguas navegables, alcanzaron el hielo blanco. Mientras la barca iniciaba las maniobras para regresar al rompehielos, se acercaban rápidamente hacia ellos un grupo de soldados conduciendo unos trineos tirados por fornidos huskies.

―Hay que reconocer que estos militares tienen todo controlado al dedillo ―dijo en voz alta Alekséi.

―Por supuesto ―asintió secamente uno de sus acompañantes―. Tanto, que a veces asusta.

Todos estuvieron de acuerdo, aunque guardaron silencio, expectantes de la llegada de sus nuevos anfitriones.

El que parecía estar al mando, alzó su mano derecha aproximándola a su sien para saludar al equipo de científicos.

―¡Camarada Alekséi! ¡Cuánto me alegro de volver a verlo! ¿Qué tal su pierna? Espero que no me guarde rencor por aquel desafortunado incidente― dijo mientras le daba un franco abrazo de bienvenida.

―Para nada, camarada. Eso son aguas pasadas. ―Alekséi, a duras penas pudo disimular su ira hacia el individuo que meses antes le volara la rodilla de un disparo sin el más mínimo remordimiento.

A sus espaldas, el rompehielos se alejaba haciéndose cada vez más pequeño. Su única esperanza de abandonar aquel infernal lugar, en breve, sería engullida por el horizonte.

Sintió cierta nostalgia al recordar su cálido y confortable camarote, cuando aquel gélido aire azotó su rostro sin piedad. Extrajo su reloj de bolsillo, un viejo Roskopf Patent que había pertenecido a su abuelo y miró la hora: las seis de la mañana. A su alrededor, absolutamente todo eran grandes bloques de hielo. «Bienvenido al paraíso», pensó.

Durante horas viajaron sobre los trineos haciendo solo las paradas justas y necesarias para permitir descansar a los perros. En ningún momento les ofrecieron alimento alguno así que, cuando los perros se detuvieron ante aquel enorme hangar, a eso de las doce de la noche, estaban agotados, famélicos y helados, a pesar de las ropas inuit.

―Espero que hayan disfrutado del viaje ―dijo aquel odioso militar a los científicos―. Síganme. Supongo que estarán ustedes hambrientos y agotados. Ruego disculpen mi falta de tacto al no haberles permitido ni comer por el camino, pero les aseguro que es de vital importancia, en todo el Ártico, hacer el menor número de paradas posibles. De hecho, les aconsejo fervientemente no salir del confortable interior de nuestras instalaciones si no es absolutamente necesario. El clima podría matarlos en cuestión de segundos.

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