Leonardo Valencia - El síndrome de Falcón

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Lo que en un principio fue una imagen ecuatoriana fijada en mi retina –la de Falcón cargando a Gallegos Lara- no se debilitó con el tiempo. Todo lo contrario. De hecho, es una imagen viajera que pasó de la realidad histórica a la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, luego a la película homónima de Camilo Luzuriaga y de allí saltó a mi ensayo.El pensamiento que planteaba no era una discusión de historiografía literaria, ni tampoco una categoría académica o teórica obsesivamente reincidente en la construcción o afianzamiento nacional, sino un ensayo libre a partir de una imagen plástica –o un imago, como decía José Lezama Lima- que respondía a mi inquietud de escritor en defensa de la imaginación por encima de cualquier uso instrumental, sea explícito o velado. Sobre todo, la autocensura, especie de vigilia autoimpuesta que se calla, pero grita en el resultado de la obra.Me refiero a ese temor secreto de que, como escritor, no se está cumpliendo con una «responsabilidad» social y nacional, o con la prole a escala de los cien mil activismos políticamente correctos sobre todo cuando son alérgicos a la libertad estética, en vez de preocuparse por escribir de una forma rebelde frente a la mano feroz del control nacional y de la pretensión de dominio del yo sobre la materia del arte. Este síndrome me permite entender que lo encuentre replicado en otras geografías y culturas a su manera, con otros pesos y autocensura representacionales…

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Vuelvo a lo atípico y a lo complejo de esos dos modelos orientativos de autor que trasgreden esa frontera y nos dan ciertos libros también de frontera. Son libros por lo general poco conocidos. Es más conocida La cartuja de Parma o Rojo y Negro que las Crónicas italianas de Stendhal; y son menos populares los relatos y fragmentos de Lowry, Musil, Proust, Brodkey o Vargas Llosa que sus propias novelas. Constatamos que la novela opaca al cuento. Pero también ocurre al revés. Grandes cuentistas opacados por sus cuentos; opacadas sus novelas, mejor dicho. La novela descatalogada, o con poca crítica, del prolífico cuentista. Están allí. En zona de nadie. Esperando que lleguemos a ellas para no saber cómo asimilar sus libros, y en muchos casos no porque esos libros irregulares, fuera de serie, sean malos o mediocres, sino porque en el proceso de cognición nuestra mente puede estar sometida a ilusiones ópticas de moda como a la preceptiva de los géneros. Ampliemos la mirada y paciencia. Será en esos casos donde uno se pregunta lo que ya se preguntó el narrador portugués Augusto Abelaira: ¿Cuál es la razón por la que el continuum narrativo que un autor tiene dentro de sí mismo se rompe unas veces al final de quince páginas y otras solamente al final de trescientas?

Esta es la pregunta fundamental. Ese impulso, ese continuum, ese ritmo, ¿por qué se fracciona en capítulos? ¿Por qué se sostiene en un sólo bloque de trescientas páginas o en microcapítulos? Los espacios en blanco entre párrafos, el asterisco que brilla a modo de frontera, de valla de contención, de baranda de seguridad que algún rincón del cerebro emite para nuestra propia salud mental frente al torrente ficcional, o se desquicia excepcionalmente como en Bernhard, D´Arrigo y Foster Wallace. Volvemos, entonces, a la pesadilla de Pirandello. El personaje como pesadilla. Un núcleo narrativo que sostiene, casi en contra de nuestra voluntad, un determinado continuum narrativo. Ese continuum del que habla Abelaira se percibe en esas novelas de cuentistas que no pudieron cerrarse como cuentos, que persistieron rompiendo toda norma de brevedad.

Pero también, por otro lado, está el novelista a quien, repentinamente, en el continuum de escritura de su novela, en ese rigor paciente que sabe que le tomara uno o cinco o diez años en la novela en curso, se le aparecen otras pesadillas entre sus papeles, y que no puede incluir allí, personajes rebeldes en busca de otros papeles, de otro espacio, multitud que el novelista ve surgir repentinamente al doblar la esquina, y que vuelve a desaparecer en la esquina siguiente. Queda, no obstante, un resplandor de todo aquello, un resplandor de lo sumergido, como observaba Frank O´Connor, y lo engastamos en un párrafo o cinco folios y lo llamamos cuento, aunque pertenezca al mundo de la novela, y así tenemos esos cuentos descuajados, esos despieces que, sin embargo, son autónomos, que son completos en sí mismos, y que brotan de novelas. Como el caso del cuento de Onetti, “La casa en el mar”, pesadilla derivada de esa otra pesadilla que es su novela La vida breve, o “Ante la ley” de Kafka, que forma parte de El Proceso.

En la tradición latinoamericana encontramos varios miembros de esta tribu errante entre el cuento y la novela, con novelas no tan novelas y cuentos que se expanden hacia el infinito. Grandes novelas nacieron de un cuento, y muchos cuentos extraños encierran perfumes con amplitud de novela. Quizás porque, a diferencia de sociedades donde los canales comerciales y culturales están rígidamente normalizados, estables y estereotipados, donde el género no sólo debe ser preciso sino poseer subespecies claramente delimitadas, en el mundo de habla hispana todo escritor ha debido inventar su propio público con formatos irregulares.

La teoría literaria contemporánea, los críticos y académicos, siguen fascinados por los procedimientos narrativos que hibridizan los géneros y multiplican las nociones que sostienen lo específico de cada narración. Hemos llegado quizá a una exaltación de lo híbrido y a la banalización de lo híbrido, y a veces se toma por experimentación los grafismos y la sintaxis más evidentes, declaradas y explícitas, frente a una experimentación más profunda y auténtica referida a la percepción, que suele dar resultados menos impactantes y llamativos pero más duraderos. Para vender gato por novela o cuentos por liebre, como prefieran, se habla de ciclos cuentísticos, de colección secuencial de cuentos, de colección novelizada de cuentos, de libros orgánicos o atomizados, de novelas fragmentarias, de cuentos máximos. Se comprime y estira los términos pero la energía base, el aliento narrativo sigue siendo el mismo a pesar de la anonimia o del estado provisional que tiene toda taxonomía frente a la creación. El cuentista que se sabe imposibilitado para escribir una novela, intenta liberarse, como decía Pirandello, de su pesadilla, y así abre su cuento hacia el infinito. Recurre a la novela pero sin la progresión esperada de la novela.

Julio Ramón Ribeyro sabía de esto. Su diario, La tentación del fracaso, es el testimonio de su lucha por alcanzar la “imposible novela”, como él la llama, para un propósito vital: dar cabida a esos personajes que no entraban en sus cuentos. Y la mejor constatación de esto es su novela Los geniecillos dominicales. A veces me ha ocurrido recordar a Ludo, el protagonista de esta novela, como si fuera el protagonista de un cuento largo pero intenso, mientras que a otro personaje, esta vez del cuento “Silvio en El Rosedal”, a Silvio precisamente, lo recuerdo como personaje de una novela corta pero dilatada. Como la Anabel de Cortázar, en el Diario de un Cuento, título maravilloso y paradójico: el género que se expande por acumulación de tiempos distintos, el diario, abarca otro género que selecciona y comprime un momento único, el cuento. O como ese cuento potencial de Rolando Sánchez Mejías, “Viaje a China”, donde el largo viaje al país asiático se hace sosteniendo la respiración con dos comas: “Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los zapatos”. Hay muchas novelas como si fueran grandes colecciones de cuentos. Son todas excepciones las que menciono. Confirman el género además de la regla. Pero en esa condición excepcional deberíamos leer y escribir toda narración: con la ética del cuentista y la flexibilidad integradora, inclusiva, de la novela.

Tenemos esa extraña novela del cuentista que fue Felisberto Hernández, titulada Por los tiempos de Clemente Colling. Todos los narradores que repentinamente perciben un resplandor y se les abren los pulmones por la inspiración sin saber cuánto exhalarán, pueden decir de sus trabajos lo que decía Hernández del entrañable personaje de Clemente Colling: «sentí su presencia como la de un prestigio aún no calificado». Para eso se narra: para vivir, para re-vivir, para con-vivir alrededor de una forma y de unos personajes que siempre escapan a toda calificación. Para afinar una pesadilla, quizá librarnos de ella.

El tiempo de los inasibles

P. ¿Usted es chileno, español o mexicano?

Roberto Bolaño: Soy latinoamericano.

Entrevista con Mónica Maristain

Playboy, julio de 2003

El cosmopolitismo de la literatura latinoamericana en el siglo XIX, desde Juan Montalvo a Martí, y su proyección a comienzos del siglo XX con Rubén Darío y Alfonso Reyes, señaló dos rasgos básicos del perfil creativo latinoamericano: el reencuentro con las fuentes de las que se provenía y la revisión de los antecedentes nacionales de cada escritor. Fue diálogo y fundación. También fue una crítica y una ampliación. La cartografía literaria que delimitaba cada país se desbordaba más allá de sus fronteras y reformulaba la identidad de los estados surgidos del proceso de independencia.

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