Mara Dierssen Sotos - Cómo aprende (y recuerda) el cerebro

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Una de las propiedades más interesantes, complejas y útiles de nuestro cerebro es la capacidad de aprender, entendiendo el aprendizaje con las connotaciones propias de la neurobiología.

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En la vida diaria, las formas elementales de aprendizaje no asociativo son la habituación y la sensibilización. La primera es la forma más simple de aprendizaje implícito y se refiere a la disminución de la respuesta a un estímulo benigno cuando este se presenta repetidas veces. En la habituación, un sujeto responde primero a un estímulo nuevo prestándole atención con una serie de respuestas de orientación; si el estímulo no es ni benigno ni perjudicial, el sujeto aprende, después de la exposición repetida, a ignorarlo. Así, el sobresalto que nos causa inicialmente un ruido intenso y repentino se va reduciendo a medida que la percepción del ruido se repite sin consecuencias nocivas. La habituación es, como hemos indicado ya, una forma de aprendizaje evolutivamente antigua, ya que se observa en especies en las que no existe cerebro como tal, sino una cadena ganglionar (de ganglios nerviosos) bastante primitiva. Uno de esos organismos, la Aplysia californica (un caracol de mar), permitió a Eric Kandel hacer descubrimientos que le valieron el Premio Nobel y le permitieron explicar los mecanismos neurales del aprendizaje, al confirmar que la experiencia es capaz de modificar la intensidad de las conexiones sinápticas. Dicho de otro modo, la experiencia de percibir un tipo de ruido como inocuo nos permite no sobresaltarnos tanto la segunda vez que nos sorprenda. Tal como lo vio Kandel, la conducta refleja del individuo sufre modificaciones al repetirse el estímulo que la provoca. Y este proceso es vital, porque es la manera de insensibilizarnos progresivamente ante lo predecible, o lo desagradable, y de excluir de nuestra consciencia los aspectos repetitivos o irrelevantes del entorno. Otro ejemplo de habituación es el que nos permite acostumbrarnos a trabajar en ambientes ruidosos, o malolientes, simplemente porque somos capaces de habituarnos al ruido o al olor desagradable, y lo percibimos menos intenso de lo que es. Ese proceso no es algo «consciente», sino más periférico, se da ya en nuestros órganos perceptivos.

Sin embargo, en algunos casos, la repetición del estímulo puede tener justamente el efecto contrario, y originar la sensibilización de la respuesta. La sensibilización se da cuando reaccionamos ante un estímulo nuevo o amenazante intensificando la respuesta refleja. Paradójicamente, tal reacción se produce incluso cuando el estímulo ha cesado o ha disminuido su intensidad. Dicho de otra manera: la sensibilización significa que los individuos expuestos repetidas veces a un riesgo o peligro pueden desarrollar de manera progresiva respuestas más intensas. En ese sentido, la exposición temprana, por ejemplo, a factores de exclusión social, pobreza, guerra o discriminación configuran un aprendizaje y unas creencias negativas no solamente duraderas sino que pueden condicionar conductas negativas potencialmente amplificables con el tiempo. Como sociedad debemos plantearnos si nuestro egoísta modelo de indiferencia frente a la desgracia ajena no está predisponiendo (sensibilizando) a los individuos que lo padecen a conductas antisociales, y por tanto en qué medida deberíamos asumir nuestra parte de responsabilidad. Ello no solamente se aplica a situaciones extremas, sino también a nuestro modelo educativo y social de competencia extrema, mal entendida y basada en preceptos de desigualdad que no proporcionan las mismas oportunidades. Este modelo sin duda genera sensibilizaciones con consecuencias claramente negativas. Quizá en un mundo más humano habríamos de plantearnos en qué medida las responsabilidades que se exigen no deberían estar moduladas por las ventajas o desventajas que cada individuo ha tenido.

Aprendizaje asociativo

La segunda categoría de aprendizajes que podríamos definir como primitivos son los ya anunciados aprendizajes asociativos. Mientras que en el no asociativo el sujeto aprende sobre las propiedades de un único estímulo, en el aprendizaje asociativo el sujeto aprende sobre la relación entre dos estímulos o entre un estímulo y una conducta. Es decir, el cerebro aprende que dos estímulos están relacionados. Estos aprendizajes asociativos, a su vez, pueden clasificarse en dos formas: condicionamiento clásico y condicionamiento instrumental. El primer tipo puede ilustrarse con el famoso experimento de Iván Petrovich Pávlov, quien demostró la capacidad de un perro para asociar el sonido de una campana con la presencia de comida, una asociación expresada en las secreciones gástrica y salivar, que constituyen un reflejo normal ante la presencia de comida. 3Desde que se produjo la «asociación» del sonido (una campana) con la comida, el perro salivó simplemente al escuchar la campana (lo cual es parecido a lo que nos sucedía en el instituto cuando sonaba el timbre previo a la comida). Pávlov describió este aprendizaje asociativo al afirmar que con frecuencia el aprendizaje consistía en responder a un estímulo que en origen no desencadenaba respuesta.

En este aprendizaje asociativo que ejemplifica el experimento de Pávlov se identifican varios componentes: 1) el estímulo no condicionado, en este caso, la comida; 2) la respuesta no condicionada, que es la secreción gástrica o salivar; 3) el estímulo condicionado, la campana. Aquí, la asociación del estímulo no condicionado con el condicionado modifica la respuesta normal, de forma que, ante la presencia del estímulo condicionado solo, ya se produce una respuesta condicionada prácticamente idéntica a la que se ocasiona en presencia de la comida. En este tipo de aprendizaje, entre otros factores, el orden de presentación de los estímulos es crítico para que la asociación tenga lugar. Así, el estímulo condicionado debe preceder o coincidir con el incondicionado o, de lo contrario, el aprendizaje suele fallar.

Por otra parte, el condicionamiento instrumental consiste en la modificación de la probabilidad o intensidad de un comportamiento por causa de un estímulo que se llama «de refuerzo». El ejemplo clásico es el del premio (o castigo) recibido si se ejecuta una determinada tarea. Una vez establecida la asociación, la probabilidad o eficacia de ejecutar la tarea aumenta (o disminuye). Cuantas más veces se presenta la asociación, más intenso es el aprendizaje. De hecho, este tipo de condicionamientos se ha utilizado con frecuencia para inculcar hábitos o «educar». Un famoso ejemplo lo constituye el de los métodos para que los bebés aprendan a dormir mediante condicionamientos aversivos. En nuestro país, esta corriente fue liderada por el médico Eduard Estivill, que propone «educar» el sueño del bebé mediante condicionamientos aversivos. El método Estivill se popularizó en España a partir de 1996, cuando este médico publicó, en colaboración con Sylvia de Béjar, el libro Duérmete, niño , un manual para «solucionar el problema del insomnio infantil». Se trata, en realidad, de un método que en casi todo el mundo se conoce como «método Ferber», creado por Richard Ferber, un médico estadounidense que, a mediados de la década de 1980, publicó un texto donde explicaba exactamente lo mismo: cómo lograr que los bebés aprendan a dormirse por su cuenta. La técnica consiste en dejar al bebé en su habitación solo y despierto. Cuando los padres se van, el bebé llora, y hay que dejar pasar un minuto antes de que uno de los progenitores acuda a consolarle. Pero no le tomará en brazos ni tratará de calmarlo, sino que le hablará durante diez segundos y luego volverá a salir. El tiempo de separación se va incrementando, tal y como se hace para conseguir un aprendizaje más duradero. Según Estivill, siguiendo al pie de la letra las instrucciones, en siete días, estarán durmiendo todos de un tirón. Por supuesto, el libro no incluye referencias a estudios científicos que certifiquen los resultados ni la eficacia de la propuesta, pero simplemente con lo que ya sabemos del aprendizaje podemos intuir que este tipo de condicionamientos tempranos tendrán una huella ciertamente perenne. Y lo aprendido por el bebé es que, por muy desesperado que esté, sus padres no le harán caso. Y obviamente aprende que lo mejor es callar. Un estudio publicado posteriormente, en 2002, por Allan Schore, neuropsicólogo de la Universidad de Los Ángeles, California, enfatizaba que el trauma que se produce en el niño cuando clama por la presencia y el contacto con su madre y no cuenta con ellos provoca dos tipos de respuestas. De hecho, incluso se ha publicado una «Declaración sobre el llanto de los bebés», firmada por numerosos profesionales de la pediatría, 4encabezada por la siguiente cita de Michel Odent: «Cuando un recién nacido aprende en una sala de nido que es inútil gritar [...] está sufriendo su primera experiencia de sumisión».

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