Después vinieron las hileras de cruces y los ángeles mancos en la distancia y la carrera para evitar ser el maricón del club. Carlos y Manuel iban adelante de mí y Rito adelante de ellos, siempre más adelante, todos raspándonos y dejando jirones de camisa en las espinas, dos fotos de rubias desnudas junto a un árbol para deleite de los ciempiés, en el suelo una resortera y unas mochilas que alojarían a los escarabajos pero la navaja aún en el bolsillo trasero de los jeans, tibia y concreta, único equipaje indispensable. Corrí lo más rápido que pude; la vegetación era tan verde como la mirada de Rito, que brincaba hecho un saltamontes ante mis ojos. De pronto se acabaron los pinos y las plantas y todo fue jadear a campo traviesa, aceptar que los pantalones eran demasiado angostos para que las piernas se alzaran sobre los pastizales, empezar a mover los brazos en un aleteo sin freno y volar hacia la verja negra, pasar encima de Carlos y Manuel y Rito con mis tenis rozándolos a cien kilómetros por hora, rebasarlos a lo pájaro y llegar en primer lugar al deshuesadero para no tolerar las burlas porque fui el último y Rito dijo ¡tenía que ser el Huesos! y Carlos y Manuel se doblaron de risa, atragantándose con el aliento que recuperaban junto a la verja mientras a sus espaldas el sol se hundía en una nube semejante a un agujero bermellón.
Los cuatro esperamos a que la sangre se nos bajara del rostro. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando Rito comenzó a escalar los barrotes terminados en puntas de flecha, gritando que no debíamos entretenernos más. Y así nos volvimos lagartijas y el hierro se escurrió bajo nuestras uñas mientras yo decía cuidado con las flechas oxidadas, mamá dijo en el verano tétano seguro y Rito qué mamá ni qué mierda, no le hagan caso al Huesos, sólo había que trepar y saltar al otro lado como la mirada de Rito para caer de nalgas en un matorral desgreñado. Rito dijo casi te espinas el culo, Esteban, y Manuel y Carlos se carcajearon de nuevo. Descendí del matorral con el honor en los tenis y entonces vino el silencio como un calambre en lo más profundo del estómago.
Nos quedamos callados. El sol horadaba la lejanía y allí frente a nosotros estaba el deshuesadero, un espectáculo de tumbas y estatuas y lápidas invadidas de sombras rojas que se escabullían como salamandras, reptando en un desorden de colas y lenguas bífidas para subrayar las inscripciones que según Rito se llamaban epitafios y las fechas, el nombre de cada muerto sin nombre. Permanecimos petrificados el tiempo suficiente para que el sol se hundiera un poco más en su nube y la olfateara, enorme calavera que preludiaba los cráneos con que jugaríamos.
La realidad enmohecida del deshuesadero nos había convertido en cuatro estatuas de bocas abiertas y músculos encogidos, cuatro ángeles que habían dejado sus alas ensartadas en puntas de flecha y que ahora imitaban a los ángeles de mármol hartos de custodiar cadáveres que no les incumbían. Algunas gárgolas se desperdigaban por ahí, salpicando de gestos obscenos el paisaje de cruces y aureolas. La quietud era asfixiante, una mordaza agitada por el viento y por la voz de Rito que decía ¡a buscar los balones de futbol! sin tomar en cuenta los pinos que nos espiaban al otro lado de la verja, desde el mundo al que recién habíamos renunciado.
Cuando la parálisis nos liberó, eché a correr entre los matorrales con ganas de estar a solas en el deshuesadero sin tener que cuidar a Carlos, Manuel y Esteban, sobre todo a Esteban. Pinche flaco, qué culpa tenía de ser tan pendejo y despistado; al fin y al cabo era casi mi sombra, de mis tres amigos el que más me idolatraba con esa especie de fanatismo que es la fantasía de cualquier adolescente: ser modelo de otros y que te sigan a donde vayas, incluso a dormir a un deshuesadero. Por eso me preocupaba Esteban, tan distinto a los demás aunque después de todo éramos uno solo, ellos parte de mí y yo parte de ellos como un personaje con cuatro máscaras, mi navaja al mismo tiempo en sus bolsillos y en el mío. Los cuatro compartíamos ese instante de sepulcros y risas nerviosas; los cuatro sentíamos que una zarpa de hielo nos estrujaba los testículos cuando creíamos percibir una silueta grande y rolliza como una rata; los cuatro nos estremecíamos cada vez que un terrón se desprendía de alguna de las lápidas más viejas. Había que vernos: Esteban con un principio de pavor en la mirada verde, Carlos con una mano en el pelo rubio, Manuel inmóvil ante una estatua que esperaba mi señal para moverse, y yo sin dar la señal porque tenía los labios secos.
Todos intentábamos negar el pánico de haber dado con una tumba abierta igual que una boca, sus colmillos los pedruscos que surgían de las cuatro paredes y apartaban las raíces para luego colgar bruscamente sobre la sima. Tres o tres metros y medio de altura y nuestras cabezas allá abajo, en el fondo; el contorno de cuatro cráneos desdibujados por la luz de las seis se revolvía con los otros cráneos que se perfilaban en la penumbra, olvidados quizá por descuido del vigilante que no estaba a esa hora o si acaso estaba no salía de su choza junto a la verja, seguramente más lleno de aguardiente que las botellas que escondía en la alacena según decían en el pueblo.
Y entonces la pregunta fatal que no exigía palabras y que se coagulaba en la mente de cada uno, la pregunta y a la vez la respuesta porque de antemano todos sabíamos quién iría por los balones de futbol. Por eso preferí romper el silencio con una carcajada, acercarme al borde de la boca y antes que alguien dijera algo brincar y caer en cámara lenta, las piernas listas para convertirse en resortes al tocar el fondo, los brazos alzados como si de mis axilas fueran a brotar alas que me llevarían al infierno a mil kilómetros por hora; caer con el corazón en la garganta y regresar al momento en que habíamos trepado la verja para saltar al deshuesadero y yo había dicho casi te espinas el culo, Esteban; caer otra vez pero ahora dentro de una boca cuyos dientes resbalaban junto a mí en una ráfaga de mordiscos veloces. Por un segundo quedé suspendido en el aire como fotograma de película muda y me sentí el protagonista de Nosferatu, pero de golpe irrumpió el vértigo, la náusea se filtró a ese segundo y en mis intestinos se instaló el temor a seguir cayendo por una eternidad de segundos, el horror a nunca dejar de caer porque el fondo se veía más y más lejano y la boca se ensanchaba y los colmillos crecían hasta que por fin el suelo me acogió y las piernas me acuclillaron y mis tenis se sumieron en el lodo justo cuando un olor a huesos encajonados se disparó hacia mi nariz y mis brazos hallaron el equilibrio.
Sonreí desde el fondo de la tumba para que los otros se cercioraran de que no había problema; le devolvimos una mueca a Rito, que se dedicó a escarbar entre los huesos mientras nos daban ganas de vomitar. Conforme removía las calaveras, manchándome los dedos de musgo, noté que los de arriba tenían la cara transparente; Rito se aguantaba el asco que sentíamos al verlo hurgar en las cuencas vacías para quitarle tierra a los cráneos. Se los empecé a arrojar uno tras otro, seis o siete en total; nosotros los recibíamos y los apilábamos a un lado de la fosa, luchando contra las arcadas. Después Rito subió apoyándose en terrones y raíces y lo ayudamos a salir, todo sonrisas y jadeos, y ellos aún pálidos por estar frente a los balones de futbol; quizás apenas advertíamos que habían sido cabezas humanas iguales a las de nosotros y nos preguntábamos a quiénes habrían pertenecido, qué opinarían sus dueños si nos descubrieran jugando con algo que fue tan suyo, tan sus cabezas como las de nosotros y la de Rito.
De repente nos miramos y comprendí lo que cada uno pensaba: qué sucedería si en vez de cráneos desconocidos fueran nuestros propios cráneos, sus propias calaveras las que patearían y con las que anotarían goles en una portería improvisada. Sí, eran nuestras cabezas las que rodaban y rodaban por el deshuesadero, una procesión de órbitas y maxilares que el atardecer ensangrentaba a ras del suelo y que se detenía para que Rito prendiera un Camel y festejara el segundo gol de Manuel, cuatrouno a favor mío y de Manuel, claro, Carlos y Esteban eran muy lentos, tú portero y yo defensa, qué idiotas, como si fuera un equipo común y corriente, once jugadores y no dos contra dos; perdían el tiempo planeando estrategias que nunca ejecutarían pero allá ellos, Rito y Manuel no tenían técnica, eran niños de primaria, todo lo hacían al aventón y yo le decía a Carlos que pronto los empataríamos, vas a ver, les vamos a ganar, ¡cuidado con Carlos, Manuel! ¡No se te olvide que Rito es un cerdo, Esteban! ¡Rito, traes al Huesos detrás, acuérdate de las patadas! ¡Ojo con los codazos de Manuel, Carlos! ¡Gol, cincouno a favor de nosotros! ¡Eso fue trampa, carajo! ¡Son unos pendejos, Esteban! ¡Ah, qué chingón saliste, Manuel! ¡Váyanse a la mierda, no sean llorones! ¡Llorona tu puta madre! ¡Con mi familia no te metas, pinche flaco! ¡Métete la familia por el culo! ¡Gol, cincodos! ¡Dame un cigarro, ya me hicieron encabronar! ¡Eso te pasa por fumar como chimenea!
Читать дальше