Mauricio Montiel Figueiras - La piel insomne

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La selección de relatos que integra
La piel insomne integra, en palabras del autor, una especie de versión del director, un ajuste de cuentas con ciertos textos escritores y publicados entre 1987 y 1993, y que fueron incluidos originalmente en los libros
Donde la piel es tu tibio silencio,
Páginas para una siesta húmeda e
Insomnios del otro lado. Además, la sección final, «Bonus tracks», reúne cinco narraciones que aparecieron en publicaciones periódicas o en antologías, pero que no han sido recogidas en libros. Montiel Figueiras se atrevió a adentrarse por los caminos de la revisión y la reescritura, a reordenar el índice de un libro que nos cuenta sus primeros años como narrador, una época desde la que ya demostraba una fluidez escritural y una capacidad literaria que lo han llevado a ocupar un lugar preponderante entre los autores de su generación. Estos cuentos despliegan la prosa que caracteriza la apuesta del escritor: una sinuosa realidad plagada de laberintos, presencias amenazantes o sensuales que amenazan con cambiar el mundo, tramas que nos llevan a descubrir la oscuridad que habita en cada cosa y ser que habita el universo. «Mauricio Montiel Figueiras escribe como un poseído. Sus ángeles y sus demonios habitan un territorio difícilmente frecuentado en la literatura en lengua española.» Daniel Sada «Sus cuentos son como puentes en llamas que sólo cruzan los lectores más atrevidos.» Roberto Bolaño

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Manuel y yo quisimos protestar, decirle a Rito que el futbol de acuerdo, pero no quedarnos a dormir sobre las tumbas y claro, como él prácticamente no tenía padre y su madre era una de las mujeres más fáciles del pueblo, no había problema: él abandonaba su casa y listo, si no llegaba a dormir qué importa, mamá estaría muy ocupada para advertirlo. Además Rito siempre agarraba las riendas del club, él era el jefe y el resto que se joda, él tomaba las decisiones y ahora vamos acá, ahora para allá, hacemos esto, deshacemos lo otro. Como el verano pasado, aquella vez que robamos gasolina para bañar al perro del carnicero y Rito se reía a carcajadas y prendía un cerillo tras otro y el animal vuelto una pelota caliente y naranja que rebotaba por el lote baldío, aullando y ladrando hasta que reventó como fruta podrida.

Todo eso quisimos decirle Manuel y yo a Rito. Pero bastó una de esas miradas verdes y tan suyas para que nos sintiéramos estúpidos y desarmados y todo fue igual que siempre: el líder era y seguiría siendo Rito, algún engranaje secreto de la naturaleza le había asignado ese privilegio y nosotros lo aceptábamos de algún modo, continuaríamos aceptándolo hasta que Rito dejara de ser Rito y el viento de la madurez nos desbalagara por los cuatro puntos cardinales. Manuel, Esteban y yo de acuerdo, Rito, a las cinco y media; cada quien a su casa a inventar alguna mentira que superara las de los otros, una competencia de cuentos y huidas por la puerta de la cocina o alguna ventana que harían que nos desternilláramos de risa, esa risa irresponsable de la juventud hambrienta de misterios y peligros.

MANUEL

Una hora después la tienda del viejo Gato, el paraíso de las conservas rancias y el hedor a anciano que aguardaba la irrupción de la adolescencia dispuesta a adquirir alguno de los condones agazapados como serpientes en el polvoriento atardecer de las estanterías.

Fui el primero. La mochila con algo de comer, el sleeping bag y los cigarros me hundía los hombros; mamá con su ¿a dónde vas? cuando dejé la casa aún me taladraba los tímpanos. Estudié el escaparate de la tienda. Allí seguían las telarañas del año pasado, tejiendo fantasmas entre los adornos navideños del año antepasado; vi la cabeza de un maniquí que me hizo pensar en un huevo de avestruz, los alimentos enlatados que jamás se venderían por contener quizá sólo cucarachas, mi reflejo opacado y dividido inexplicablemente en cuatro por los lamparones de la vitrina.

Esteban y Carlos llegaron al cabo de unos minutos, las sonrisas de oreja a oreja, las manos en los bolsillos. Rito apareció treinta segundos después como de costumbre, como desde lejos para que supiéramos una vez más quién era el líder, a quién teníamos que esperar para encender el primer Camel y referir nuestra fuga de las garras paternas y decir Rito, eres el único que no trae nada, ni mochila ni sleeping. Lo oímos reír, murmurar con una mueca llena de dientes no es cierto, traigo mi navaja, es todo lo que se necesita, putos. Otra carcajada y Rito se burlaba de nosotros y nosotros felices por reírnos con él, sintiéndonos pendejos con tanto bulto a cuestas, orgullosos de ser los mejores amigos de Rito y de que Rito fuera nuestro mejor amigo aunque se carcajeara en nuestras narices y se sintiera nuestro padre y por cierto, Esteban, ¿no te pegaron? Cómo podíamos dejar de quererlo, el más grande fanfarrón de nuestro mundo reducido a unas cuantas casas y a catorce años de coníferas en torno del pedazo de tierra donde abrimos los ojos: Rito el ladrón de las bicicletas de cada verano, Rito el del fetiche de látex arrugado en un bolsillo de los pantalones, Rito el que decía vámonos a jugar en las tumbas. Y ahí íbamos todos, fieles como el perro naranja del carnicero aquella tarde en el baldío tan semejante a esta tarde: el sol igual de mutilado por una nube aborregada, la tierra de las calles igual de suelta en nuestros pasos.

Eran las cinco cuarenta y cinco cuando nos internamos en la vereda silvestre que según Rito nos llevaría directamente al deshuesadero, un atajo que había descubierto meses atrás. Él iba a la cabeza de la fila india. Sin decir nada nosotros clavábamos nuestras huellas en sus huellas, confiados de que a pesar de tantos matorrales y espinas y gritos de pájaros localizaríamos el cementerio, seguros gracias a esa curiosa certidumbre que Rito nos infundía cuando iba adelante de nosotros, guiándonos como esa tarde con humo de cigarro en los ojos y en el viento las primeras canciones de rocanrol llegadas al pueblo. Elvis Presley y Bill Halley eran desentonados por nuestras voces; “Heartbreak Hotel” y “Rock Around the Clock” sonaban extrañas en esas cuatro gargantas inexpertas. El aire era tan azul que parecía desprenderse de los huecos entre los árboles, tan frío que podía ser exhalado por las pupilas de Rito mientras “Don’t Be Cruel” y “See You Later Alligator” se diluían en el bochornoso zumbido de los insectos.

Entre los arbustos saltaba el pelo de Rito, una melena rubia que un instante era visible y luego invisible, invisible y visible, ahora me ves, ahora no me ves. Carlos, Esteban y yo la seguíamos a risotadas nerviosas porque las espinas nos acariciaban por todos lados; los pinos nos arrojaban breña sobre los hombros como si se mofaran de nuestro cargamento de falsas comodidades. Envidiábamos a Rito, sin una gota de sudor en la frente y en los Levi’s una simple navaja, el amuleto que nos había obligado a ensangrentar un pacto de hermandad secreta y a asumirnos como los cuatro mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Porque todos éramos Rito y Rito era nosotros de alguna manera, un club de un solo miembro o un adolescente con cuatro facetas que cada tarde se refugiaba en un árbol desvencijado a fumar y discutir consigo mismo sobre rocanrol y películas de aventuras, las primas de la ciudad y las faldas con crinolina, la masturbación y las cicatrices del crecimiento paulatino, el miedo de ser hombre y permitir que la casa del árbol se pudriera con todo y las cervezas jamás empinadas.

Caminábamos tras nuestros propios cabellos, una señal rubia entre la vegetación donde acechaban arañas esmeralda y gusanos que se retorcían como títeres en el extremo de un hilo. El sol atravesaba las ramas de los pinos para divertirse con nuestras facciones, entretejía luz y sombra y diseñaba patas de bichos sobre los párpados, larvas de mosca junto a la nariz mientras cantábamos y Rito iba varios metros adelante de nosotros o nosotros varios metros adelante de Rito o viceversa o todo lo contrario, nadie adelante de nadie y todos juntos, uno para todos y todos para uno, voraces exploradores de esa jungla llamada pubertad.

ESTEBAN

Veinte o veinticinco minutos después de la cita frente a la tienda del Gato llegamos al deshuesadero. Lo distinguí entre arbustos y árboles antes que Carlos y Manuel, incluso antes de que Rito gritara ¡maricón el último que toque la verja!

Primero vi una serie de barrotes puntiagudos, negros como debían ser los pecados que tanto criticaba papá sin saber que mamá los cometía cada fin de semana cuando él iba a la ciudad por asuntos de negocios y nos dejaba solos a ella y a mí. Mamá aprovechaba jueves, viernes y parte del sábado; luego de que papá se alejaba en el Plymouth, se ponía a inventar pretextos como si no me percatara de lo que sucedía en su dormitorio y era ir por la leche o vete a jugar con tus amigos porque tengo visita, cielo, como si yo todavía fuera su niño de ocho años y encima estúpido. Si le platicara lo que Rito nos contaba en la casa del árbol, si supiera que medio pueblo le decía la puta oficial, la más barata de la región porque para acostarse con ella bastaba una botella de whisky… Papá estaba demasiado ciego o demasiado idiota o ambas cosas; cuando regresaba el sábado por la noche la besaba igual que diario. Tal vez sus negocios en la ciudad eran similares a los de mamá en el pueblo y los dos a gusto con su matrimonio hipócrita; aunque esto le corresponda a Rito más que a mí, mamá y papá vivían mentira tras mentira, pecado tras pecado, como los barrotes que divisé antes que nadie.

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