Terry Eagleton - Jesucristo. Los evangelios

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"No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada." Jesucristo
Hugo Chávez declaró que Jesucristo era «el mayor socialista de la historia». En esta nueva presentación de los Evangelios, el reconocido pensador Terry Eagleton plantea: ¿Fue Jesús un revolucionario? La provocativa introducción de Eagleton busca el radicalismo oculto en la vida y el pensamiento de Jesús.

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En esto, pues, han resultado todas las efervescentes esperanzas de Jesús y su entorno. La crucifixión proclama que la verdad de la historia humana es un delincuente político torturado. Es un mensaje profundamente inaceptable para los sumidos en el error ingenuo (idealistas, progresistas, liberales, reformadores, conformistas, modernizadores, humanistas socialistas, etcétera), aunque perfectamente comprendido por un judío como Walter Benjamin. Sólo si se puede contemplar esta horrible imagen sin ser convertido en piedra, aceptándola absolutamente como la última palabra, hay una pequeña oportunidad de que no sea tal. En la fe cristiana, la oportunidad se conoce como la resurrección. Reconocer esta oscuridad como propia, discernir en esta monstruosa imagen un reflejo de uno mismo en cuanto su condición histórica, es el acto revolucionario que los Evangelios conocen como metanoia o conversión.

El cristianismo es, por consiguiente, considerablemente más pesimista que el humanismo secular, lo mismo que inconmensurablemente más optimista. Por un lado, es desalentadoramente realista sobre la contumacia de la condición humana: la perversidad del deseo humano, la prevalencia de la idolatría y la ilusión, el escándalo del sufrimiento, la sorda persistencia de la opresión y la injusticia, la escasez de la virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la bondad y el formidable poder del apetito y el interés propio. Es a esta condición a lo que se llama el «pecado original», que significa aquellas imperfecciones que parecen estructurales en el animal cultural o lingüístico y que, pace todo el historicismo ingenuo, son continuas en una u otra forma a lo largo de la historia humana. Por otro lado, mantiene no sólo que la redención de esta funesta condición es posible, sino que, asombrosamente, en cierto sentido ésta ya se ha producido. Ni siquiera el más mecanicista de los marxistas afirmaría hoy en día que el socialismo es inevitable, menos aún que ya ha llegado sin que nos hayamos enterado. Para la fe cristiana, sin embargo, el advenimiento del reino es seguro, pues el levantamiento de Cristo de entre los muertos ya lo ha fundado. Sin embargo, sólo puede llegar plenamente en virtud de una «revolución» que corte hasta llegar a la carne misma. Una nueva polis sólo es posible sobre la base de un cuerpo transfigurado. Esto es lo que se conoce tradicionalmente como la resurrección. La evolución política puede verse como implícita en los Evangelios, pero su camino no es todo de bajada. El poeta William Blake, un cristiano heterodoxo, no tuvo dificultad alguna en comprender este hecho. Es uno de los varios beneficios de un periodo de retroceso político como el nuestro que los límites de la acción política, así como su insistente necesidad, puedan medirse sobriamente.

No mucho de lo que Jesús hace o dice en estos escritos es original. En su mayor parte, hace y dice cosas que sabemos que son bastante típicas de los profetas judíos del siglo i. Muy poco en él es único en este respecto, especialmente sus milagros, la predicación escatológica y la llamada a los marginados. La exhortación a amar al prójimo como a uno mismo se remonta al Libro del Levítico, y el judaísmo la asimiló del helenismo. En el Evangelio de Juan, Jesús habla del mandamiento a amarse los unos a los otros como «nuevo», pero él no podía ignorar que no lo era. Incluso la resurrección no era por entero desconocida. Jesús no es la única figura que se levanta de entre los muertos en esta obra. Podría decirse que no es tanto su doctrina la que es distintiva (aunque parte de ella sí lo es), como la extraordinaria autoridad con que la formula. Tal vez fue esto, más que otra cosa, lo que le granjeó la enemistad de tantos de su entorno. Él habla como si fuera el virrey directo de Dios. Lo que lo distingue de los otros profetas judíos no es el anuncio del reino (no otra cosa hace el Bautista, por ejemplo), sino su insistencia en que era la fe en su propia persona la que determinaría la posición reservada a uno en ese régimen. A fin de cuentas, lo que ofrece es una relación más que una serie de dogmas y, desde luego, más que un programa. La salvación es, en este sentido, más performativa que proposicional... de la misma manera que para los evangelistas Dios no es en primer lugar el Creador omnipotente y omnisciente del universo, sino quien levantó a Jesús de entre los muertos.

Los Evangelios no pretenden ser biografías de Jesús. No se preocupan por su aspecto o por sus aficiones. No se nos cuenta si tenía una mascota, se peinaba con raya a la derecha o prefería correr a nadar. Por el contrario, estos textos son documentos de la primera Iglesia, en los cuales los acontecimientos se configuran y modelan para ilustrar lo que los autores consideran verdades teológicas. El examen de las selecciones, las omisiones, los hincapiés, las adaptaciones, los sesgos, las glosas, los giros, la estructura narrativa, etcétera, nos permite ver cómo cada uno de ellos promueve una teología diferente de Jesús. Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron figuras históricas, pero no sabemos si estos hombres escribieron los textos con los que se los asocia. En general, es dudoso que lo hicieran. Los Evangelios de Mateo y Lucas toman préstamos de una colección de dichos de Jesús que no ha sobrevivido, conocida por los eruditos como Q (de Quelle, en alemán «fuente»). Pero los evangelistas también se habrían nutrido libremente de otros escritos, así como de algunas ricas tradiciones orales.

El Evangelio de Juan fue el primero en escribirse, y Mateo y Lucas escriben con Marcos muy cerca. Los llamados Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) se expresan en un estilo sobrio y sencillo, como corresponde a un documento dirigido a un amplio público general, mientras que el Evangelio de Juan, escrito hacia el 90 d.C, pertenece por entero a un género diferente. Es una magnífica meditación poético-filosófica, rica en imágenes, que pone en boca de Jesús una compleja teología que podemos estar seguros de que no fue literalmente articulada por él mismo. Jesús no realizó pronunciamientos como «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti», y no se espera del lector que crea que así fuera. Juan está empleando el tipo de convención literaria utilizada por historiadores antiguos como Tácito, que «citan», por así decir verbatim, largos discursos en realidad inventados. En Juan, la historia se subordina a la reflexión teológica; en Mateo, Marcos y Lucas sucede al revés.

¿Fue Jesús, pues, un revolucionario? No en ningún sentido que Lenin o Trotski hubieran reconocido. Pero ¿esto se debe a que fue menos revolucionario que éstos o a que lo fue más? Menos, desde luego, pues no abogó por la derogación de la estructura de poder a la que se enfrentó. Pero esto fue, entre otras razones, porque esperaba que fuera pronto barrida por una forma de existencia más perfecta en justicia, paz, fraternidad y exuberancia de espíritu de lo que ni siquiera Lenin o Trotsky podrían haber imaginado. Tal vez la respuesta, pues, no sea que Jesús fue más o menos revolucionario, sino que fue ambas cosas, más y menos.

Los Evangelios

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