Terry Eagleton - Jesucristo. Los evangelios
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Jesucristo. Los evangelios: краткое содержание, описание и аннотация
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Hugo Chávez declaró que Jesucristo era «el mayor socialista de la historia». En esta nueva presentación de los Evangelios, el reconocido pensador Terry Eagleton plantea: ¿Fue Jesús un revolucionario? La provocativa introducción de Eagleton busca el radicalismo oculto en la vida y el pensamiento de Jesús.
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Tipos en absoluto del otro mundo se conocen como los ricos o poderosos, o aquellos respetables suburbanitas que creen poder negociar su entrada en el cielo con un comportamiento impecable; mientras que el mismo Jesús propende a andar con aquellos (prostitutas, recaudadores de impuestos, etcétera) de muy mal comportamiento. Están fuera de la ley, no en el sentido en que por definición lo están los gentiles, sino en el sentido de que sus vidas constituyen un estado crónico de transgresión de ella. En un acto de omisión que por fuerza habría sorprendido a un judío ortodoxo de la época, Jesús ni siquiera pide a estos hombres y mujeres que busquen el perdón antes de admitirlos en su compañía. Para un profeta judío, frecuentar tal chusma, y hasta ver en ella signos del reino de paz y justicia por venir, es extraordinario.
Un signo de la naturaleza material de la teología del Nuevo Testamento lo constituye el hecho de que Jesús pase tanto tiempo curando a los enfermos. Lo que mayoritariamente atiende son cuerpos humanos; y su campaña contra las fuerzas que paralizan a hombres y mujeres parece considerarla como un signo de la venida del reino. La enfermedad es vista, sin ningún tipo de ambigüedad, como una forma del mal, un concepto judío muy corriente en aquella época. De hecho, Jesús parece suscribir el mito de que es obra de Satanás. El dolor no es bueno. Si uno puede arrancarle algún valor, mejor; pero sería preferible no tener que hacerlo. En ninguna parte de los Evangelios aconseja Jesús a los afligidos que se reconcilien con su sufrimiento. Los que están ciegos, sordos, enfermos o mentalmente perturbados existen en los márgenes sociales, y la visceralmente prejuiciosa Palestina no es ninguna excepción; y restaurar su salud es también devolverlos a la paridad con los demás, lo cual es una razón de que la curación sea un signo del reino. Antes de morir, Jesús deja a sus seguidores su propio cuerpo para que sea consumido sacramentalmente (esto es, semióticamente, mediante un signo), como un nuevo principio de unidad con los otros en lugar de como un principio de diferenciación.
Al comienzo de su Evangelio, el autor convencionalmente conocido como Lucas cuenta el encuentro, casi con toda certeza ficticio, de María, embarazada de Jesús, con su prima Isabel. Lucas pone en labios de María una canción conocida por la Iglesia católica como el Magnificat pero que, según sospechan algunos estudiosos bíblicos, puede ser una versión o un eco de un canto revolucionario zelote:
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Este motivo del cambio revolucionario constituye casi un cliché en la teología veterotestamentaria. A Yahvé no se le puede ni imaginar ni dar un nombre, pero se le verá como quien es cuando se vean exaltados los pobres y desposeídos los ricos. El motivo de una estrecha vinculación entre el sufrimiento más profundo y la exaltación más elevada es tradicional en el judaísmo, lo mismo que en el linaje occidental de la tragedia. El verdadero poder emana de la impotencia, una doctrina de la que la crucifixión y la resurrección de Jesús son supuestamente ejemplos. Los pobres y explotados son un signo del fracaso de los poderes vigentes, pues ilustran qué miseria deben sembrar esos poderes a fin de asegurar su dominio. En este sentido, los desposeídos son imágenes negativas de la sociedad justa. Lo son también por el hecho de que tienen mucho menos que perder que quienes los tratan con prepotencia, y por tanto tienen un interés mayor en la propiciación de tal transformación. La misma María tipifica este cambio revolucionario en cuanto que oscura joven galilea no escogida por ninguna razón particular para ser la madre de Dios. En el mismo momento de ser elevada de este modo, Dios se está humillando a sí mismo al convertirse en carne humana en su seno. En este sentido, Lucas presenta a María como un signo de lo que en el Antiguo Testamento se presenta como el anawim y a lo que san Pablo se refiere de un modo bastante más enfáticamente como la «hez de la tierra»: los inútiles, vulnerables y marginados en los que el reino inminente es prefigurado más poderosamente. Puesto que tienen poco que esperar de la historia, son los significantes más puros de una justicia y una satisfacción fuera de su alcance.
En las llamadas Bienaventuranzas se bendice a los pobres, hambrientos y afligidos, pero no a los virtuosos. A diferencia de los virtuosos, son signos del reino que viene porque ejemplifican la vaciedad y privación que la Nueva Jerusalén está destinada a reparar. (En la más auténtica tradición de las Escrituras, ahora se está de acuerdo en que Jesús habla simplemente de los pobres, no, como el típicamente espiritualista Mateo dice, de los «pobres de espíritu».) Los dichos de Jesús están en línea con la tradición veterotestamentaria para la que la diana de los profetas suele ser una clase dirigente corrupta. Lo que la profecía persigue no es prever el futuro, sino advertir a los contemporáneos de que, a menos que cambien, el futuro será con toda probabilidad sumamente desagradable.
En los Evangelios abundan también las imágenes de Jesús en el papel de anawim. Él es el skandalon o la piedra de tropiezo rechazada por los albañiles pero que se convertirá en piedra angular del nuevo orden. La nueva administración se construye con los restos de la vieja. A los marginados se les reserva el primer lugar en la mesa; los desposeídos heredarán la tierra; los que perdieron sus vidas las salvarán. La kenosis o el autodesposeimiento es la condición para una abundancia de vida. Sólo muriendo para el poder actualmente establecido es posible elevarse a la nueva vida de paz y fraternidad. Para Jesús no puede haber negociación alguna entre el dominio de la justicia y los poderes de este mundo. A este respecto pone a quienes le rodean ante una disyuntiva absoluta. O están con él o contra él; no cabe ningún término medio liberal. Lo que está en juego no es un proyecto reformista consistente en llenar de vino nuevo odres viejos, sino un inimaginable régimen nuevo que en opinión de Jesús ya está irrumpiendo violentamente en el mundo y del que él mismo se considera precursor y encarnación. En este sentido, es un vanguardista, no un reformador social. En una curiosa tensión entre el presente y el futuro, su papel parece ser el de proclamar el advenimiento del reino de Dios e inaugurarlo en su propia persona en el presente. De un modo muy parecido al socialismo para Marx, el dominio de la justicia es a la vez inmanente en el presente y una meta a la que se ha de aspirar. Pero no puede haber una transición fluida de lo viejo a lo nuevo, a la manera de un socialismo evolucionista. Dada la urgencia y gravedad de nuestra situación –a lo que los Evangelios se refieren como el «pecado del mundo»–, el logro de un orden social justo implica pasar por la muerte, la nada, la turbulencia y el autodesposeimiento. Éste es el significado del descenso de Cristo al infierno tras su crucifixión. Sólo mediante un encuentro con lo Real de la miseria puede rehacerse la humanidad. Y esto, dado nuestro patológico estado de autoengaño, al final sólo es posible por la gracia de Dios.
El reino, por supuesto, no llegó poco después de la muerte de Jesús, como los primeros cristianos (y, desde luego, san Pablo) parecen haber esperado. El movimiento cristiano comienza con un paso de lo sublime a lo trivial. Sus orígenes constituyen un anticlímax terriblemente embarazoso que difícilmente se sigue del ignominioso escándalo de que se haya efectivamente matado al Hijo de Dios. A menos, por supuesto, que se considere la resurrección de Jesús la fundación de su reino, como algunos teólogos hacen. El mismo Jesús confiesa su ignorancia sobre cuándo vendrá el reino; pero, según Marcos, creía que algunos de los que le rodeaban vivirían lo suficiente como para ver el nuevo orden; y éste es un dicho suyo muy posiblemente auténtico, una vez más en el supuesto de que todo lo que en el Nuevo Testamento pueda demostrarse disímil para la Iglesia temprana es muy probablemente genuino. No fue el único error que Jesús parece haber cometido, aunque probablemente fue el mayor. Cuando cita al autor del Salmo 110, se equivoca (no fue el rey David), y parece creer que el Libro de Jonás es histórico, lo cual es falso.
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