Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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—De acuerdo, jefe —respondió el mozo de cuerda con un guiño—. Nadie tocará el dinero de su señoría. Soy una tumba —añadió—, aunque es una caja muy pesada y no me importaría beber algo a la salud de su señoría.

Silas lo obligó a aceptar dos napoleones, se disculpó por tener que pagarle con dinero extranjero y le rogó que tomara en cuenta que acababa de llegar. Y el hombre gruñó aún más, echó una mirada desdeñosa al dinero que tenía en la mano y al baúl y viceversa, y consintió por fin en retirarse.

El cadáver llevaba casi dos días en el baúl de Silas y, en cuanto lo dejaron solo, el desdichado estadounidense se puso a husmear en cada una de sus rendijas con mucha atención. El tiempo era frío y el baúl todavía era capaz de contener, sin revelarlo, su asombroso secreto.

Se sentó en una silla que había al lado y se tapó la cara con las manos, sumido en las más profundas reflexiones. Si no se libraba pronto de aquello, no había duda de que acabarían por descubrirlo. Solo, en una ciudad extranjera, sin cómplices ni amigos: si la carta de recomendación del médico no surtía efecto, estaría perdido sin remedio. Pensó patéticamente en los ambiciosos planes que había trazado para el futuro: ahora ya no se convertiría en el héroe y portavoz de su ciudad natal de Bangor, Maine; no iría, tal como había anticipado, de cargo en cargo y de homenaje en homenaje; podía ir olvidando toda esperanza de llegar a ser presidente de Estados Unidos y dejar como recuerdo una estatua, del peor estilo artístico, como adorno del Capitolio en Washington. ¡Ahí estaba, encadenado a un inglés muerto y hecho un ovillo dentro de un baúl, obligado a deshacerse de él o a desaparecer para siempre de los anales de la gloria nacional!

No osaré reproducir aquí las palabras que dedicó el joven al médico, al hombre asesinado, a madame Zéphyrine, a los mozos de cuerda del hotel, a los sirvientes del príncipe y, en suma, a todos quienes habían estado remotamente relacionados con aquella horrible desdicha.

Hacia las siete de la tarde, bajó con discreción a cenar, pero el amarillento salón lo horrorizó: le dio la impresión de que los demás comensales lo miraban con suspicacia, y no podía quitarse de la cabeza el baúl de arriba. Cuando el mesero se acercó para ofrecerle un poco de queso, sus nervios estaban tan de punta que se levantó de un salto de la silla y derramó casi media pinta de cerveza sobre el mantel.

Al terminar la cena, el mesero se ofreció a indicarle dónde estaba el salón de fumadores, y aunque habría preferido volver de inmediato con su peligroso tesoro, no tuvo valor para negarse y dejó que lo llevaran escaleras abajo al lúgubre sótano iluminado con luz de gas, que era, y probablemente siga siendo, el fumadero del hotel Craven.

Dos hombres de aire melancólico jugaban billar y cruzaban apuestas, ayudados por un tipo grasiento de aspecto enfermizo que anotaba los puntos. Al principio Silas pensó que eran los únicos presentes en la sala. No obstante, al poner mayor atención, su mirada cayó en un hombre de aspecto modesto y respetable que fumaba con la cabeza gacha en el rincón más apartado. Supo enseguida que había visto antes aquella cara y, a pesar de que se había cambiado de ropa, reconoció a aquel que habían encontrado sentado en un poste a la entrada de Box Court y que los había ayudado a subir y bajar el baúl del carruaje. El estadounidense sólo se dio la vuelta, echó a correr y no paró hasta haberse encerrado en su habitación.

Ahí, presa de las especulaciones más terribles, montó guardia la noche entera junto al fatídico cajón del cadáver. Lo que habían dicho los mozos de cuerda de que su baúl estaba lleno de oro le inspiraba todo género de renovados temores cada vez que cerraba un párpado, y la presencia del hombre de Box Court en el salón de fumadores, a todas luces disfrazado, lo convenció de que volvía a ser el centro de siniestras conspiraciones.

Pasada la medianoche, e impelido por sospechas desasosegantes, Silas abrió la puerta de su cuarto y le echó un vistazo al pasillo. Estaba tenuemente iluminado por un único mechero de gas y, a escasa distancia, reparó en un hombre que dormía en el suelo, vestido con el uniforme de los criados del hotel. Se le acercó de puntitas. Estaba tumbado de espaldas y un poco ladeado, por lo que el brazo derecho le tapaba la cara. De pronto, cuando el estadounidense seguía agachado a su lado, el durmiente apartó el brazo y abrió los ojos. Entonces Silas volvió a mirarse cara a cara con el hombre de Box Court.

—Buenas noches, señor —dijo con amabilidad.

Sin embargo, Silas estaba demasiado conmovido para encontrar una respuesta y volvió a su habitación sin decir nada.

Al alborear el día, exhausto por sus aprensiones, se quedó dormido en la silla con la cabeza apoyada en el baúl. A pesar de lo forzado de la postura y de lo tétrico de la almohada, su sueño fue profundo y prolongado, y no se despertó hasta muy tarde, cuando tocaron su puerta con brusquedad.

Corrió a abrir y se encontró con el mozo de cuerda.

—¿Es usted el caballero que estuvo ayer en Box Court? —preguntó; Silas admitió con un escalofrío que así era—. Entonces esta nota es para usted —añadió el criado y le entregó un sobre lacrado.

Silas rasgó el sobre y leyó estas palabras: “A las doce”.

Fue puntualísimo. Varios criados fornidos cargaron con el baúl y a él lo hicieron pasar a una habitación donde había un hombre calentándose junto al fuego, de espaldas a la puerta. Ni el ruido que hicieron aquellas personas al entrar y salir ni el chasquido del baúl cuando lo dejaron sobre los tablones desnudos lograron atraer la atención del desconocido, y Silas esperó, aterrado, a que se dignara a darse por enterado de su presencia.

Debieron de transcurrir cinco minutos antes de que el hombre se volviera con desenvoltura y revelara los rasgos del príncipe Florizel de Bohemia.

—De modo, señor —dijo con gran severidad—, que es de esta manera como abusa de mi gentileza. Ya veo que ustedes se unen a personas de alcurnia sin otro propósito que escapar a las consecuencias de sus crímenes; ahora comprendo su desconcierto cuando me dirigí a usted ayer.

—¡Lo cierto es que soy inocente de todo, salvo de mi desdicha! —exclamó Silas, y con voz apresurada y la mayor candidez imaginable, le contó al príncipe la historia de su desgracia.

—Veo que me equivoqué —dijo su alteza cuando aquél terminó—. No es usted más que una víctima y, puesto que no debo castigarlo, puede estar seguro de que haré lo imposible por ayudarlo. Ahora —continuó— pongamos manos a la obra. Abra enseguida su baúl y déjeme ver su contenido.

Silas se quedó demudado.

—¡Casi me asusta mirarlo! —exclamó.

—Bobadas —replicó el príncipe—. ¿Acaso no lo ha visto ya? Es preciso sobreponerse a esos sentimentalismos. Ver a un hombre enfermo, a quien todavía es posible ayudar, debería conmovernos más que mirar a un muerto, a quien no se puede herir, ayudar, amar ni odiar. Domínese, señor Scuddamore —luego, al ver que Silas aún dudaba, añadió—: No quisiera verme obligado a repetir mi petición.

El joven estadounidense despertó como de un sueño y, con un escalofrío de repugnancia, se dispuso a desatar las correas y a abrir la cerradura del baúl. El príncipe se quedó observándolo con expresión seria y las manos en la espalda. El cadáver estaba rígido y a Silas le costó un gran esfuerzo, tanto moral como físico, cambiarlo de postura y descubrirle el rostro.

El príncipe Florizel dio un paso atrás y soltó una dolorosa exclamación de sorpresa.

—¡Ay! —gritó—. No imagina usted, señor Scuddamore, el regalo tan cruel que me ha traído. Éste es un joven de mi séquito, el hermano de mi amigo más íntimo, y ha muerto en un acto de servicio a manos de personas violentas y traicioneras. Pobre Geraldine —prosiguió para sí—, ¿cómo le comunicaré el destino de su hermano? ¿Cómo me disculparé ante usted o ante Dios por los arriesgados planes que lo condujeron a una muerte sanguinaria e inhumana? ¡Ah, Florizel! ¡Florizel! ¿Cuándo aprenderás la discreción que conviene a los mortales y dejarás de deslumbrarte con la imagen de tu propio poder? ¡Poder! —gritó—. ¿Quién más impotente que yo? Cuando veo a este joven al que he sacrificado, señor Scuddamore, me doy cuenta de la insignificancia de ser un príncipe.

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