Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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“Al parecer todo el mundo debe contarle mentiras al portero”, pensó.

Tocó el timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.

—¿Se fue ya? —inquirió éste.

—¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, pues andaba irritado por la decepción.

—No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que usted le haya pagado. En esta casa no queremos huéspedes que no cubren sus deudas.

—¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas con brusquedad—. No entiendo ni una palabra de este galimatías.

—Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién me referiría si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.

—Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que vino —respondió Silas.

—Yo sólo creo en lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.

—¡Es usted un granuja insolente! —gritó Silas, que, muy alarmado, se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio.

—Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.

Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse frente a la puerta de su cuarto. Ahí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos e incluso temeroso de entrar en la habitación.

Cuando por fin lo hizo, lo alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez se hallaba a salvo en casa, y ésa sería no sólo su primera, sino también su última locura. Los cerillos estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, lo alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una silla. Por fin tocó unas cortinas. Dada la ubicación de la ventana, que era apenas visible, supo que debía de estar al pie de la cama y que no necesitaba más que rodearla para llegar a la citada mesita.

Bajó la mano, pero lo que tocó no fue una simple colcha, sino una que tenía debajo algo parecido al contorno de una pierna humana. Silas apartó el brazo y se quedó un momento como petrificado.

“¿Qué… qué será esto?”, pensó.

Escuchó con atención, aunque no oyó a nadie respirar. Una vez más, con gran esfuerzo, alargó los dedos en dirección a lo que había tocado antes. Esta vez retrocedió un metro de un salto y se quedó ahí, estremecido de terror. Había algo en su cama. No sabía qué, pero había algo.

Pasaron unos segundos antes de que lograra volver a moverse. Después, guiado por su instinto, fue directo a los cerillos y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En cuanto prendió la llama se volvió despacio y buscó con la mirada lo que tanto lo asustaba ver. Y, en efecto, sus peores temores se hicieron realidad. La colcha estaba extendida con cuidado sobre la almohada, pero moldeaba el contorno de un cuerpo que yacía inmóvil. Y cuando se adelantó y apartó las sábanas, encontró al joven a quien había visto en el salón de baile Bullier la noche anterior: tenía los ojos abiertos y sin expresión, el rostro hinchado y amoratado, y un fino reguero de sangre le brotaba de la nariz.

Silas emitió un gemido largo y trémulo, soltó la vela y cayó de rodillas junto a la cama.

Unos prolongados aunque discretos golpecitos en la puerta lo sacaron del estupor en que lo había sumido el terrible descubrimiento. Tardó unos segundos en recordar su situación y, cuando corrió a impedir que alguien entrara, fue demasiado tarde. El doctor Noel, con una gorra de dormir y una lámpara que iluminaba sus facciones largas y pálidas, inclinando la cabeza y mirando alrededor como un pájaro, abrió la puerta muy despacio, avanzó con timidez y se plantó a la mitad de la habitación.

—Me pareció oír un grito —empezó el médico—. Temí que usted se hallara mal y me atreví a irrumpir aquí —con el rostro encendido y el corazón latiéndole temeroso a toda prisa, Silas se interpuso entre el médico y la cama, sin acertar a articular una respuesta—. Está usted a oscuras —prosiguió el médico— y, sin embargo, ni siquiera ha empezado a desvestirse para meterse en la cama. No me convencerá con facilidad de lo contrario a lo que ven mis ojos, y su semblante dice por sí solo que usted necesita de un amigo o un médico… ¿Cuál de los dos prefiere? Permita que le tome el pulso, el cual suele ser un fiel reflejo del corazón.

Avanzó hacia Silas, que siguió retrocediendo, y trató de tomarlo por la muñeca, pero los nervios del joven estadounidense habían sufrido demasiadas tensiones para seguir resistiéndolo. Esquivó al médico con un movimiento febril y, tras lanzarse al suelo, prorrumpió en llanto.

En cuanto el doctor Noel vio al muerto en la cama, su rostro se ensombreció; volvió corriendo a la puerta que había dejado abierta de par en par, la cerró a toda prisa y le dio dos vueltas a la llave.

—¡De pie! —gritó, dirigiéndose a Silas con voz estridente—. No es momento para echarse a llorar. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo llegó a su cuarto ese cadáver? Será mejor que hable sin tapujos con quien puede ayudarle. ¿Acaso piensa que busco su perdición? ¿Cree que ese trozo de carne sin vida sobre su almohada puede alterar en lo más mínimo la simpatía que usted me inspira? Joven crédulo, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados. Si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese —dijo—. El bien y el mal sólo son una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino, y sean cuales sean las circunstancias, usted tiene a su lado a alguien dispuesto a ayudarlo hasta el final.

Animado de ese modo, Silas recobró la compostura y, con voz entrecortada, ayudado por las preguntas del médico, se las arregló para ponerlo al corriente de los hechos. Sin embargo, omitió la conversación entre el príncipe y Geraldine, puesto que apenas había entendido lo que decían y no pensó que tuviera relación con su propia desgracia.

—¡Ay! —gritó el doctor Noel—. O mucho me engaño o ha caído usted en las manos de la gente más peligrosa de Europa. ¡Pobre muchacho! ¡Qué trampa han urdido para su candidez! ¡Hasta qué peligros han conducido a sus jóvenes pies! Ese hombre, el inglés a quien vio usted dos veces y de quien sospecho que es el cerebro de la conspiración, ¿podría describírmelo? —preguntó—. ¿Era joven o viejo? ¿Alto o bajo? —pero Silas, que pese a ser tan curioso no era nada observador, apenas fue capaz de darle unas pocas generalidades con las que era imposible reconocerlo—. ¡Debería ser una asignatura obligada en las escuelas! —exclamó el médico, enojado—. ¿De qué sirven la vista y el habla si uno no acierta a fijarse y recordar los rasgos de su enemigo? Conozco a todos los maleantes de Europa y podría haberlo identificado y conseguido así nuevas armas en su defensa. Cultive usted ese arte en el futuro, mi pobre muchacho. Le será de gran ayuda.

—¡El futuro! —repitió Silas—. ¿Qué futuro me queda, salvo la horca?

—La juventud no es más que una época cobarde —replicó el médico— en la que los problemas parecen más negros de lo que son. Yo soy viejo y, sin embargo, nunca desespero.

—¿Cómo voy a contarle semejante historia a la policía? —preguntó Silas.

—De ninguna manera —respondió el médico—. Por lo que llevo visto de la conspiración de la que usted es víctima, su caso resulta indefendible por ese lado y, dado lo estrechas de miras que son las autoridades, sin duda pensarían que es culpable. Y no olvide que sólo conocemos parte del complot: es probable que los conspiradores hayan tramado otras muchas circunstancias que una investigación policiaca sacaría a la luz, las cuales ayudarían a que la culpa recaiga sobre usted.

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