Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios, no demasiado reprobables, que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Se trataba de un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas donde tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable, y planteaba sus cuestiones con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo, lo habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar con cuidado la dirección, y cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y utilizó como mirilla para espiar a su vecina.

Un día, a finales de marzo, quiso satisfacer una curiosidad siempre en aumento y agrandó un poco más el agujero para dominar otro rincón de la habitación. Esa noche, cuando se disponía a espiar los movimientos de madame Zéphyrine, como de costumbre, lo sorprendió notar que la abertura estaba oscurecida de un modo extraño por el otro lado, y se sintió aún más confundido cuando retiraron de pronto el obstáculo y una risita llegó hasta sus oídos. Algún trozo de yeso había traicionado su secreto y ahora la vecina le devolvía la broma con otra similar. El señor Scuddamore sintió un disgusto profundo, criticó sin piedad el comportamiento de madame Zéphyrine e incluso se culpó a sí mismo. No obstante, cuando descubrió al día siguiente que ella no había tomado medida alguna para privarlo de su pasatiempo favorito, siguió aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su curiosidad ociosa.

Ese mismo día, madame Zéphyrine recibió una larga visita de un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, a quien Silas jamás había visto. Su traje de tweed y su camisa de color lo identificaban como inglés no menos que sus patillas pobladas, y a Silas le produjeron escalofríos sus ojos grises y obtusos. Se pasó haciendo muecas a lo largo de la conversación, llevada a cabo entre susurros. Más de una vez, el joven de Nueva Inglaterra tuvo la impresión de que sus gestos señalaban a su habitación aunque, por más atención que prestó, lo único que oyó con claridad fue esta observación hecha por el inglés en un tono algo agudo, como en respuesta a alguna duda o discrepancia:

—He estudiado sus gustos hasta el último detalle y le reitero que usted es la única mujer de esa clase a la que puedo recurrir —en respuesta a lo cual madame Zéphyrine suspiró y pareció resignarse como quien se somete a una superior falta de razón.

Esa tarde taparon por fin el observatorio, al colocar un armario por el otro lado, y cuando Silas seguía lamentándose por el infortunio, que atribuía a una perversa sugerencia del inglés, el conserje le llevó una carta que, era obvio, había sido escrita por una mujer. Redactada en un francés de ortografía no demasiado rigurosa, carecía de firma e invitaba en términos muy animosos al joven estadounidense a presentarse en cierto lugar del salón de baile Bullier a las once en punto de esa misma noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior: a veces era todo virtud, a veces todo fuego y atrevimiento, y el resultado fue que, mucho antes de las diez, Silas Q. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó el dinero de entrada con la sensación no por completo desagradable de que cometía una diablura temeraria.

Era época de carnaval, por lo que el salón se hallaba abarrotado y había mucho ruido. Las luces y el gentío acobardaron al principio a nuestro joven aventurero, pero luego se le subieron a la cabeza y le infundieron más valor del que le resultaba habitual. Se sintió capaz de enfrentarse al propio diablo y avanzó por el salón con el paso decidido de un triunfador. Mientras se pavoneaba de aquel modo, vio a madame Zéphyrine y a su amigo inglés, que conversaban detrás de una columna. Enseguida lo dominaron unos deseos felinos de escucharlos a hurtadillas. Se acercó más y más por detrás a la pareja, hasta que alcanzó a oír lo que decían.

—Es ese hombre —decía el inglés—, el de ahí… el rubio de cabello largo que habla con la chica de verde.

Silas identificó a un joven muy apuesto de escasa estatura, que sin duda era de quien hablaban.

—De acuerdo —dijo madame Zéphyrine—. Haré lo que pueda, pero tenga presente que incluso la mejor podría fracasar en un asunto como éste.

—¡Tonterías! —replicó su compañero—. Yo respondo del éxito. ¿Acaso no la escogí entre otras treinta? Vaya usted, aunque no se fíe del príncipe. No comprendo qué condenada coincidencia lo trajo aquí esta noche. ¡Como si no hubiera en París una docena de salones de baile mucho más dignos de él que este bullicio de estudiantes y dependientes! ¡Mírelo ahí sentado! ¡Parece más un emperador en su palacio que un príncipe de vacaciones!

Silas volvió a estar de suerte. Reparó en una persona más bien robusta y muy apuesta, de porte elegante y cortés, sentada a una mesa con otro joven muy elegante al que sacaba varios años y que le hablaba con evidente deferencia. La palabra “príncipe” rechinó en los oídos republicanos de Silas, y el aspecto de la persona que ostentaba ese título ejerció la habitual fascinación sobre él. Dejó a madame Zéphyrine y al inglés que cuidaran la una del otro, y se abrió paso entre la gente para acercarse a la mesa que el príncipe y su acompañante se habían dignado escoger.

—Le digo, Geraldine —explicaba el primero—, que es una locura. Usted mismo, me alegra esta oportunidad de recordárselo, escogió a su hermano para una misión tan peligrosa, y tiene el deber de supervisar su conducta. Primero consintió en quedarse todo este tiempo en París, y ésa ya fue una imprudencia, tomando en cuenta el carácter del hombre con quien necesita habérselas; y ahora, cuando quedan menos de cuarenta y ocho horas para su partida, cuando faltan dos o tres días para la prueba decisiva, dígame: ¿le parece éste el sitio más indicado para pasar el rato? Debería estar practicando en una galería de tiro, dormir bien y hacer un ejercicio moderado, seguir una dieta rigurosa y dejarse de vino blanco y brandy. ¿Acaso cree que se trata de una broma? El asunto es muy serio, Geraldine.

—Conozco demasiado al muchacho para entrometerme —replicó el coronel— y lo bastante para no preocuparme. Es más cauto de lo que imagina y de espíritu indomable. Si se tratara de una mujer, yo no diría tanto, pero le confié al presidente y a los dos lacayos sin dudarlo un instante.

—Me alegra oírselo decir —repuso el príncipe—, pero sepa usted que sigo intranquilo. Esos criados son espías bien entrenados y, no obstante, ¿no ha conseguido ese criminal eludir tres veces su vigilancia y pasar varias horas seguidas dedicado a asuntos privados y, con mucha probabilidad, peligrosos? Un aficionado podría haber perdido su pista por accidente, pero que les sucediera a Rudolph y Jérome sólo es prueba de que ocurrió adrede, por parte de un hombre con motivos poderosos y medios excepcionales.

—Me parece que ahora se trata de un asunto entre mi hermano y yo —objetó Geraldine en un tono que sonó ligeramente ofensivo.

—Y yo permito que así sea, coronel Geraldine —rebatió el príncipe Florizel—. Tal vez por eso mismo debería mostrarse más dispuesto a aceptar mis consejos, pero basta: esa chica de amarillo baila muy bien.

Y la conversación derivó hacia las cuestiones habituales de un salón de baile parisiense en época de carnaval.

Silas recordó dónde estaba y que se acercaba la hora en que tendría que ir al lugar de la cita. Cuanto más lo pensaba, menos le gustaba la idea, y como en ese momento un remolino en la muchedumbre lo empujó hacia la salida, se dejó arrastrar sin oponer resistencia. El remolino lo arrojó a un rincón debajo de la galería, donde oyó la voz de madame Zéphyrine. Hablaba en francés con el joven de los rizos rubios a quien había señalado el desconocido inglés hacía menos de media hora.

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