Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y lo satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones.

—Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, apreciará los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo; admiro con cordialidad lo refinado de su espíritu, pero ha debido ser en un país cristiano donde se llegó a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a éste. El juego al que jugamos no puede ser más sencillo —prosiguió—. Una baraja… Ahora lo verá con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia, soy paralítico.

En efecto, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y el club entero comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, aunque amueblado de manera diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a revolver con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que los había esperado, entraran en la sala y, en consecuencia, los tres debieron sentarse juntos en un extremo.

—La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de tréboles, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Ustedes gozan de buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí yo no distingo un as de un dos —y procedió a equiparse con un segundo par de lentes—. Al menos quiero ver las caras —explicó.

El coronel informó deprisa a su amigo lo que había averiguado por el socio honorario y el horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón, tragó con dificultad y miró de un lado al otro, como si estuviera en un laberinto.

—Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y aún podemos escapar.

No obstante, su sugerencia tan sólo sirvió para que el príncipe recobrara los ánimos.

—¡Silencio! Demuestre que es capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea —dijo.

Y miró en torno suyo, de nuevo en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba en forma sucesiva las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Resultaba evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes.

—¡Atención, caballeros! —dijo el presidente, y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba la suya.

Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que le diera la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, aunque tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir, casi con sorpresa, que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de tréboles; el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de corazones, al señor Malthus, que no reprimió un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después; al darle la vuelta a su carta, descubrió que era el as de tréboles y se quedó helado por el horror, con el naipe aún entre los dedos: no había ido ahí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, estuvo a punto de olvidar el peligro que aún pendía sobre él y su amigo.

Continuaron repartiendo las cartas y la de la muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y sólo daban boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle tréboles; a Geraldine, diamantes, y cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, de su boca escapó un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso de pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores.

La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo de la jornada. En cambio, el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y éstas sobre la mesa, abatido por completo.

El príncipe y Geraldine se fueron de ahí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir.

—¡Ay! —gritó el príncipe—. ¡Estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviera a violar mi palabra!

—Eso es imposible para su alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y violaría la mía con justificación!

—Geraldine —dijo el príncipe—, si su honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me sirve de acompañante, no sólo nunca se lo perdonaría, sino que tampoco yo lo haría, lo cual es probable que lo afecte más.

—Acepto las órdenes de su alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar?

—Sí —dijo el príncipe—. Llame un coche, por el amor de Dios, y permita que intente olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame —pero antes de irse, leyó con cuidado el nombre de la calle.

A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado:

LAMENTABLE ACCIDENTE.— Esta madrugada, alrededor de las dos, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el número 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por el barandal de Trafalgar Square cuando volvía a casa tras asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste suceso, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y buscaba un coche. Dado que era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.

—Si existe algún alma que se haya ido directa al infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, ésa es la de aquel paralítico —el príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —siguió el coronel— saber que murió. No obstante, reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema.

—Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como usted o yo, y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré pero, como hay un Dios en el cielo, algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección resultó ese juego de cartas!

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