Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que interpretaba. El príncipe mismo se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombrío a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz.

—¡Ustedes son los hombres que necesito! —gritó con una alegría que llevaba algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién emprenderán la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, aunque una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la muerte. Soy uno de sus íntimos y puedo conducirlos a la eternidad sin ceremonias ni escándalos.

Ambos lo apremiaron a explicarse.

—¿Pueden reunir ochenta libras entre ambos? —preguntó.

Geraldine revisó su cartera en actitud teatral y respondió que sí.

—¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas.

—El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—. ¡Caramba! ¿Y qué demonios es eso?

—Escuchen —dijo el joven—. Vivimos en la era de los adelantos y debo hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban en forma inevitable de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles contamos con elevadores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna todavía le faltaba un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad o, como dije hace un instante, la puerta secreta de la muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de una vida, sólo una o dos consideraciones los separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían y a las que tal vez culparían si el asunto llegara a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo; hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, me faltan fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo se fundó el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles sean sus ramificaciones en otros países. Y lo que sé de sus estatutos no puedo comunicarlo. No obstante esas limitaciones, estoy a su servicio. Si de verdad se sienten cansados de vivir, los llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana se les librará en forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son las once —dijo consultando su reloj—; a las once y media, cuando muy tarde, debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso.

—Desde luego que es más serio —respondió el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall?

—Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten.

—Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel.

En cuanto se quedaron solos, el príncipe Florizel dijo:

—¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parece muy agitado; en cambio, yo tomé mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto.

—Alteza —dijo el coronel, pálido—, permita que le pida considerar la importancia de su vida no sólo para sus amigos, sino también para el interés público. “Si no esta noche”, dijo ese loco; suponiendo que esta noche le aconteciera a su alteza algún desastre irreparable, ¿cuáles no serían mi desesperación y la preocupación y el desastre para tan gran nación?

—Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—. Tenga la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar su palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recuérdelo bien, a menos que yo se lo autorice de manera expresa, traicionará el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Ésas fueron mis órdenes, que ahora le repito. Y ahora —añadió— haga el favor de pedir la cuenta.

El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al mesero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó con discreción las miradas implorantes del coronel y escogió otro puro con mayor atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios.

Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó el cambio al atónito mesero y los tres partieron en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon.

Cuando Geraldine pagó el servicio, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras:

—Aún está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien y, si sus corazones les dicen lo contrario, están en plena encrucijada.

—Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho.

—Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura, y eso que no es el primero al que acompaño hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir, mas no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante: volveré en cuanto resuelva los preliminares de su admisión.

Dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció.

—De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, ésta es la más descabellada y peligrosa.

—Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe.

—Todavía estaremos un rato a solas —prosiguió el coronel—. Permita su alteza que le suplique aprovechar la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden resultar tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que su alteza tiene la amabilidad de concederme en privado.

—¿Debo entender que el coronel Geraldine siente miedo? —preguntó su alteza, quitándose el puro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro.

—Mi temor, desde luego, no es personal —replicó el coronel con orgullo—; de eso su alteza puede estar seguro.

—Ya lo imaginaba —respondió el príncipe con imperturbable buen humor—, aunque me resistía a recordarle nuestra diferencia de rangos. Basta, basta —añadió, al advertir que Geraldine se disponía a disculparse—, queda usted perdonado —y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya resolvió lo de nuestra admisión?

—Síganme —respondió—. El presidente los recibirá en su oficina. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un interrogatorio minucioso antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre.

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