Robert Stevenson - Nuevas noches árabes

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Las historias que recoge esta colección son consideradas lo mejor de la obra stevensoniana y pioneras de la tradición cuentística literaria inglesa. Jorge Luis Borges no sólo sumó este volumen a su biblioteca personal; también declaró: «Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad». La primera mitad de este volumen nos presenta dos populares ciclos de misterio, «El club de los suicidas» y «El diamante del rajá», obras maestras del género detectivesco y de aventuras. La segunda mitad nos ofrece relatos independientes, incluyendo «El pabellón de las dunas», situado en una cabaña rodeada de arenas movedizas, que nos cuenta la historia de dos viejos amigos que rivalizan por el amor de una mujer. Arthur Conan Doyle declaró: «„El pabellón de las dunas“ es la cumbre de la obra de Stevenson y el mejor cuento literario del mundo». "Robert Louis Stevenson creó una forma de arte. Inventó un género que no existe fuera de su obra. 
Nuevas noches árabes es tan única en el mundo como las antiguas 
Mil y una noches , y no debe su auténtico ingenio al modelo que imita: Stevenson tejió aquí una excepcional especie de textura, fabricó una singular especie de atmósfera que no se parece a nada más." G.K. Chesterton

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—¡Entonces estoy perdido! —gritó Silas.

—No dije eso —respondió el doctor Noel—. Soy gente cauta.

—Pero, ¡mire usted! —objetó Silas y señaló el cadáver—. He ahí ese objeto en mi cama: es imposible hacerlo desaparecer, deshacerse de él o mirarlo sin espanto.

—¿Espanto? —replicó el médico—. No. Cuando esta especie de reloj se estropea, a mí me parece tan sólo un mecanismo muy ingenioso, digno de estudiarse con el escalpelo. Una vez que la sangre está fría y coagulada, ya no es sangre humana; la carne muerta no es la misma carne que deseamos en nuestros amantes o respetamos en nuestros amigos. La gracia, el atractivo, el terror han desaparecido con el espíritu que la animaba. Acostúmbrese usted a verlo con compostura pues, si mi plan resulta practicable, necesitará vivir unos días muy cerca de eso que ahora tanto lo horripila.

—¿Su plan? —gritó Silas—. ¿Cuál plan es ése? Dígamelo cuanto antes, doctor, pues apenas me queda el valor suficiente para seguir existiendo.

Sin responder, el doctor Noel se volvió hacia la cama y procedió a examinar el cadáver.

—Desde luego, está muerto —murmuró—. Sí, me lo imaginaba: le vaciaron los bolsillos. Y le cortaron la etiqueta a la camisa. Un trabajo concienzudo y bien hecho. Por suerte es de corta estatura —Silas oyó tales palabras con extrema ansiedad; por fin, concluida la autopsia, el médico tomó asiento y se dirigió al joven estadounidense con una sonrisa—: Desde el momento en que entré en su habitación —dijo—, aunque mi lengua y mis oídos hayan estado muy ocupados, no he dejado que mis ojos permanecieran ociosos. Hace un rato reparé en que tiene usted en ese rincón uno de esos artilugios grotescos que sus compatriotas arrastran consigo a todos los rincones del globo… En una palabra, un baúl. Hasta ese momento no había logrado comprender la utilidad de esos trastos; sin embargo, después se me ocurrieron varias posibilidades; no sabría decir si ustedes los empleaban en el comercio de esclavos o para disimular las consecuencias de un uso relajado del puñal, aunque una cosa está clara: el objeto de semejante cajón no es otro que contener un cuerpo.

—¡No me parece —gritó Silas— que éste sea el momento más idóneo para andarse con bromas!

—Aunque me exprese de un modo un tanto jocoso —replicó el médico—, la intención de mis palabras es muy seria. Y lo primero que debemos hacer, mi joven amigo, es vaciar el baúl de cuanto contiene —Silas acató la autoridad del doctor Noel y se puso a sus órdenes.

Enseguida vaciaron el baúl de su contenido y dejaron todo por el suelo; después tomaron el cadáver del hombre asesinado, Silas sosteniéndolo por los talones y el médico, por los sobacos; lo sacaron de la cama y, con cierta dificultad, lo doblaron y metieron en la caja vacía. Con muchos esfuerzos, lograron cerrar la tapa de tan extraño equipaje y el propio médico se encargó de atarlo y cerrarlo con llave, mientras Silas guardaba en el armario y en unos cajones lo que habían sacado.

—Ahora —prosiguió el médico— hemos dado el primer paso en el camino a su salvación. Mañana, o más bien hoy, necesitará acallar las sospechas del portero pagándole lo que le deba. Entretanto, tenga por seguro que me ocuparé de hacer las gestiones necesarias para llevar el asunto a buen término. Y ahora acompáñeme a mi habitación, donde le administraré un sedante eficaz, aunque inofensivo, pues ocurra lo que ocurra resulta imprescindible que descanse.

El día siguiente fue el más largo que recordaría Silas, como si nunca fuera a terminar. Privó a sus amigos del placer de su compañía y permaneció sentado en un rincón, contemplando el baúl con fijeza y con aire deprimido. Esta vez sufrió sus antiguas indiscreciones en carne propia, pues habían vuelto a abrir el observatorio y le pareció notar que lo espiaban sin cesar desde la habitación de madame Zéphyrine. La cosa llegó a ser tan irritante que por fin se vio obligado a tapar a su vez el agujero y, una vez convencido de que no lo vigilaban, pasó la mayor parte del tiempo rezando entre lágrimas contritas.

Era ya de noche cuando el doctor Noel entró en la habitación, con dos sobres sellados sin dirección, uno más bien voluminoso y el otro tan fino que parecía vacío.

—Silas —dijo al sentarse a la mesa—, llegó el momento de que le explique el plan que tengo trazado para salvarlo. Mañana por la mañana, a primera hora, el príncipe Florizel de Bohemia regresa a Londres, después de unos días de diversión en el carnaval parisiense. Hace mucho tiempo tuve ocasión de prestarle al coronel Geraldine, su caballerizo mayor, uno de esos servicios, frecuentes en mi profesión, que los interesados nunca olvidan. No hace falta que le explique la naturaleza de la deuda que contrajo conmigo; baste con decir que me consta que estará dispuesto a ayudarme en todo lo que pueda. El caso es que resulta necesario que usted viaje a Londres sin que le registren el baúl. El servicio de aduanas parecía un obstáculo insalvable, pero luego caí en la cuenta de que, por una cuestión de cortesía, los equipajes de las personas de tanta importancia como el príncipe pasan la frontera sin que los aduaneros los inspeccionen. Fui a ver al coronel Geraldine y obtuve una respuesta afirmativa. Mañana, si va al hotel donde se aloja el príncipe, pondrán su equipaje con el suyo y usted viajará como si formara parte de su séquito.

—Ahora que lo dice, me parece que ya he visto antes al príncipe y al coronel Geraldine; incluso oí parte de su conversación la otra noche, en el salón de baile Bullier.

—Es probable, porque al príncipe le encanta mezclarse con todo tipo de gente —replicó el médico—. Una vez en Londres, su labor casi habrá terminado. En este sobre más voluminoso metí una carta a la que no me atrevo a poner dirección; en el otro encontrará las señas de la casa a la que debe llevarlo con su baúl, donde se harán cargo de él y no tendrá que volver a preocuparse.

—¡Ay! —dijo Silas—. Ojalá pudiera creerle, pero ¿cómo hacerlo? Me plantea una agradable perspectiva, aunque, dígame: ¿cómo confiaré en un plan tan inverosímil? Sea más explícito y deme mayores detalles para comprender qué pretende.

El médico pareció impresionado.

—Muchacho —dijo—, no sabe qué difícil es lo que me pide. Pero que así sea. Estoy curado de espanto, y resultaría raro que le negara esto a usted después de haberlo ayudado tanto. Sepa que, aunque ahora parezca una persona moderada, frugal, solitaria y aficionada al estudio, de joven mi nombre estuvo en boca de los hombres más astutos y peligrosos de Londres, y aunque en el exterior parecía digno de respeto y consideración, mi verdadero poder radicaba en mis amistades turbias, terribles y criminales. Es a una de las personas que tenía bajo mis órdenes a quien me he dirigido ahora para librarlo a usted de su carga. Se trataba de hombres de orígenes y habilidades muy diversas, unidos por un horrible juramento y dedicados al mismo propósito: nuestro negocio eran los asesinatos y, por muy inocente que le parezca ahora mi aspecto, yo era el jefe de aquella banda temible.

—¿Qué? —exclamó Silas—. ¿Un asesino? ¿Alguien que hacía del asesinato un negocio? ¿Cómo estrecharé su mano? ¿Cómo aceptaré su ayuda? Anciano siniestro y criminal, ¿se aprovechará usted de mi juventud y mi desdicha?

El médico soltó una carcajada amarga.

—Es usted difícil de contentar, señor Scuddamore —dijo—, pero le daré a escoger entre la compañía del asesino o la del asesinado. Si su conciencia es tan delicada que le impide aceptar mi ayuda, no tiene más que decirlo y me iré de inmediato. Luego haga usted con el baúl y su contenido lo que mejor convenga a su recta conciencia.

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