Vlady Kociancich - La octava maravilla

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"La octava maravilla" se inscribe entre las novelas de género fantástico «que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica», afirma en su prólogo Adolfo Bioy Casares. El relato de los hechos que Alberto Paradella se ve obligado a hacer para aliviar su desconcierto, inicia con el recuento de una vida anodina, refugiado en su estudio, fingiendo escribir una novela para huir de sí y de la mujer a quien ama, para acabar confundido entre dos ciudades superpuestas, la historia que escribe en un delirio febril y una mujer que aparece de forma misteriosa. Es, en palabras de Bioy Casares, «el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos». No obstante, las grietas en la realidad de la novela de Kociancich son de una enorme sutileza. Se trata menos de un desplante del género que, como ella misma lo dice, «una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos».

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No alcanzaba a sacarlo. Yo aclaraba:

–Por supuesto que quiero trabajar.

Y la acusación de haraganería me obligaba a defenderme, recordándole cómo había trabajado todos esos años sobre los aburridos libros de texto.

Mi madre postergaba el pañuelito.

–La verdad, nunca fuiste un vago, a Dios gracias.

–Voy a trabajar. Dije que no quería ejercer.

–¿No qué?

–No usar el título. Me gustaría emplearme en otra cosa. Ayudar a papá en la carpintería, por ejemplo.

–¡Un abogado en la carpintería!

–Te aseguro que papá gana más plata con la carpintería que un abogado que no sabe hacer plata.

–Tu pobre padre. Enterrado en la viruta, del día a la noche, sin ver gente.

La carpintería, lo juro, era un club. Iba a replicar que si algo no le faltaba a mi padre, conversador famoso del barrio, era gente, cuando entendí que ella se refería a trajes, corbatas, automóviles y casas-quintas, no a las personas que los habitan.

Necesitaba la complicidad de mi madre. La mítica indulgencia maternal que todo lo acepta y lo perdona y de paso ayuda a convencer a su futura nuera de que, abogado o no, el hijo es un hombre de valía. Insistí: ni coche, ni yate, ni viaje a Europa, apenas un abogado mediocre y encima triste. No me negaba a trabajar. Me negaba a la selva, al tigre, al inevitable fracaso.

Yo era un típico estudiante argentino. Quiero decir que la universidad me educaba para recibirme, no para andar perdiendo el tiempo en pavadas que desmerecen al caballero instruido. Si mi padre hubiera sido abogado, me habría refugiado en su oficina; si ingeniero, en su empresa. Pero mi padre era carpintero, todo el panorama laboral se reducía al limbo de los avisos clasificados, así que imprudentemente insistí en la carpintería.

Con astucia de madre y femenino sentido común, replicó:

–Jamás pudiste ni sostener derecha una herramienta. ¿Por qué te creés que te mandamos a estudiar?

Y agregó, persuasiva:

–Con toda tu salud, siempre fuiste un chico delicado. Siempre soñando, siempre en babia. Los chicos inteligentes son así. No sirven para nada. Por eso uno les da una carrera. Sin un título, los pasan por encima.

En el tono de mi madre había esa conmiseración por la inteligencia, que yo creí nativa y propia de Villa del Parque, de mi barrio y mi gente, hasta que descubrí que era nativa y propia del mundo.

Con apesadumbrada ternura, me dijo:

–¿Vos creés que a tu padre no le hubiera gustado que trabajaras con él? Pero unos tienen fuerza en las manos, otros en la cabeza. Y, Albertito, cada vez que te ofrecías a ayudarlo, temblábamos. O rompías algo, o algo se te rompía a vos en el cuerpo. Nunca vimos chico más inútil, pobrecito.

Seamos francos: ella no mentía.

–No verás abogado más inútil, tampoco.

–¡Ah, eso no! Para algo estudiaste, para algo sacaste tan buenas notas. Lo que pasa es que sos muy modesto, no como otros…

Y empezaba la nómina de los horribles otros: el hijo de Fulana, el sobrino de Mengana, etcétera.

Exhausto, derrotado, yo asentía en silencio.

Con mi padre no me fue mejor. En un punto del monólogo que emprendí para describir un futuro muy diferente al que él imaginaba, alzó los ojos de la madera que estaba lijando y me miró.

Mi padre, Antonio Paradella, era alto, flaco y de cara angulosa, con unos matorrales de cejas negras sobre los ojos grises, a su edad tan limpios como los de un niño. En el cuerpo magro pero duro, en la nariz aguileña, en el ancho mentón cuadrado y la sombra de barba que le costaba afeitar, nadie sospechaba a primera vista su firme vocación para la broma, su risa alegre, su incapacidad para tomar decisiones o mostrarse severo. Era, a pesar de su flexibilidad en el trato con todo el mundo y el número de sus amigos, un hombre tímido.

Sé que ha muerto. Pero hay tantas cosas que parecen desmentirlo. El olor de la madera fresca, recién cortada y sin barniz; las óperas de Verdi que todavía oigo, silbadas floridamente por mi padre, en las mañanas del domingo, cuando los domingos eran los de la infancia, una fiesta; en la mesa de una librería de viejo, un reseco ejemplar de Más allá, su única lectura, me devuelve su cara absorta y feliz; una mano ancha y tosca de obrero, vista en un colectivo, recupera la suya, y hasta creo oler la mezcla de azúcar y limón que frotaba en la piel callosa, en el guante de cuero que el trabajo había calzado en su mano íntimamente delicada, lenta en llegar a mi mejilla, avergonzada de rozarme con su aspereza.

Alzó los ojos y me miró, perplejo.

Tartamudée:

–Hay perezas y perezas. No es que no quiera dar las últimas materias. Se trata…

Para escucharme, suspendió el ir y venir de la lija sobre la madera. Solía hablar y trabajar al mismo tiempo, con armoniosa sincronización.

Bajé la vista. Me había sentado sobre el banco de carpintero, como cuando era chico y le contaba historias del colegio o del club. Me sentí chico y estúpido. Hubiera querido enterrar la cabeza en la montaña de viruta que había a mis pies. Pues bien, no era un chico. Debía mirarlo cara a cara y decirle, cara a cara, que los años de facultad, el abogado de la familia, corrían hacia el mismo destino que esa viruta. Se necesitaba coraje. No lo tuve. Salté del banco de carpintero, me sacudí la ropa.

–No me hagas caso. Estoy chiflado. Los nervios del examen, sabés.

Abrió la boca, asombrado y curioso. No dijo nada. Extendió la mano hacia mi cara y en el mismo movimiento la retiró.

–Yo no sé –dijo–. Yo no sé.

Buscaba alguna palabra. No la encontraba.

–Si no te gusta… Yo no sé…

Se miró la mano. Tenía un raspón fresco y lo estudió atentamente, palpando la raya de un rojo pálido, que cruzaba, fina y recta, la dura piel.

–¿Es para tanto? –preguntó, inesperadamente.

Recordé la pesadilla, la visión en la terraza, de algún modo ligadas a la desazón de recibirme. Pero ahora me encontraba ahí, en la carpintería, el sol entraba por la ventana, un río correntoso con todas las chispas del polvo de aserrín y todo el perfume de árboles aún frescos, no llovía, no era de noche, era inconcebible que mi padre tuviera que morirse un día, que yo, tan bien anclado en esa madera de Villa del Parque, emprendiera los viajes y en uno de esos viajes la película, Francisco Uriaga y la soledad del regreso. Mi padre repitió:

–¿Es para tanto, Alberto?

–No, no es para tanto –contesté.

Como ven, fracasé con Victoria, con mis padres, con las tías, con los primos (ni al más rencoroso pude alistar en mis filas), con los amigos.

No soy dado a las confidencias, pero una tarde, en el Café Juncal, le dije a Paco Stein que recibirme de abogado equivalía a una suerte de suicidio. La exageración, impropia de este muchacho sano y equilibrado, lo so­bresaltó.

–Pero che.

Y ahí nomás llamó al mozo y pidió otra vuelta de ginebra.

Porque era Paco Stein no saltó al ruedo, como los otros, para explicarme que esa obsesión se sustentaba en mi modestia. Cuando no hablaba, sabía escuchar y me escuchó.

Por ahí, el empecinamiento que ponemos los porteños en decir escucho por oigo, nace de la realidad. Escuchaba, pero no me oyó.

Claro, también yo era (aunque no me había sucedido Berlín), el mismo que soy ahora, con ese pudor que me hace dar vueltas y vueltas antes de contar la historia, el que acumula datos y razones para escudarse de toda sospecha de inverosimilitud o de injusticia. Fui minucioso en los detalles. Extraje cada pequeña pieza de mi angustia, armé un complejo mecanismo. Todas las piezas, menos una: la pesadilla en la terraza. ¿Y qué podía oír Paco sino el monótono tic-tac?

–Veamos –dijo–. El correcto Alberto Paradella imagina que no le saldrán bien los deberes que le mandó la señorita. Imagina que en lugar del diez de costumbre, le van a poner ocho. Se agarra la cabeza, se desespera. ¿Voy bien?

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