Es alegre, parece feliz. Me ha ayudado a cargar tantas valijas, me ha despedido tantas veces, me ha recibido y preguntado, curioso, sin ninguna timidez, dónde estuvo, cómo le fue, que a la larga, sin contacto alguno fuera de esa playa y esa vereda, ha logrado que me sienta menos solo cuando me voy y cuando vuelvo. A la larga, sin serlo, somos muy amigos.
–Perdóname. Estoy en contra de los viajes, sabés.
Sacudió la melena, se echó a reír a carcajadas.
–Ahí estuvo genial, doctor. Dele nomás que hay aire para que salga su catramina.
Dos cosas me irritan en el chico: una, no consigo que me tutee y así me obliga a ese desagradable tic porteño del voceo al mozo, al chófer, al cadete de la oficina, obligados, por tradición jerárquica, al usted. Otra, que llame catramina a mi coche y se ofenda porque no he comprado un modelo nuevo y lujoso. Pero ni una palabra, ni un guiño, por Alicia Martínez. En suma, cuando quiere, sabe portarse como un señor.
En la estación Retiro, profundamente aliviado ante la indiferencia de una multitud de varones, me dije: “Soy yo el que exagera. Veo más ese cuerpo porque lo conozco mejor. Porque lo conozco, lo adivino. No era para tanto”.
Mi preocupación (una prueba de la capacidad que tengo para distraerme con tonterías), desapareció mientras esperábamos el tren. Y fue inmediatamente reemplazada por la angustia de la despedida.
Le hice jurar que me llamaría por teléfono a la tarde, que nos veríamos esa misma noche, a las nueve. Llegó el tren, se detuvo, bajó la gente, subió todo el mundo y yo aún la aferraba de un brazo y suplicaba. Mi desesperación no perturbó esa calma, ese maravilloso equilibrio que me admira tanto como su belleza. Apenas durante unos instantes se mostró indecisa. Parecía perturbada. Miró el reloj.
–¿Qué pasa? ¿No vas a venir?
Sonrió a su modo: lentamente.
–No nos separaremos nunca –dijo al fin.
Debí alegrarme. En cambio, me sentí extrañamente triste. Esas lindas palabras, tan indispensables, no me sonaron bien.
Dudo antes de escribir mi impresión, pero tengo que hacerlo: sonaron como golpes de formón en una piedra. Me recordaron esas tumbas del cementerio que nadie visita, esa lápida de un muerto que nadie reconoce, y en ella el texto claro, pero sin sentido, que nadie lee. Me estremecí.
De puro hábito, fui a la oficina. La encontré medio desierta, porque era muy temprano. Alguna cara de día lunes me miró sorprendida y preguntó:
–¿Qué haces aquí?
En la confusión de este fin de semana, me había olvidado: estoy de vacaciones. Disimulé mi estupidez con una excusa.
–Vine a buscar el material para la nota de la itb.
La itb es la International Tourism Bourse de Berlín, que se celebra todos los años en esta fecha. El material comprendía gacetillas, folletos, fotografías. Lo recogí, saludé a mis atónitos colegas, vine a casa.
Ahí está el sobre, aún cerrado, en una punta de mi escritorio. Toda esa información inútil. La nota está hecha y entregada. Aunque este año no he asistido a la itb, da lo mismo. La ceremonia se repite con pocas variaciones. Utilicé ese argumento para no viajar a Berlín y como corresponde lo aceptaron.
¿Y si me equivoqué? ¿No estaría protegido ahora por la distancia? ¿Acaso la locura de esos congresos de turismo no es una hojarasca en la que cualquier hoja individual de locura puede ocultarse sin esfuerzo? Miro el sobre. Contiene una realidad tranquilizadora –la itb– y una ciudad concreta, Berlín. Lo miro y me reprocho mi cobardía.
Pero también es cierto que cuando me propusieron el viaje no había tenido ninguna noticia de Vida y obra de Francisco Uriaga y tampoco había encontrado a la muchacha.
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