Vlady Kociancich - La octava maravilla

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"La octava maravilla" se inscribe entre las novelas de género fantástico «que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica», afirma en su prólogo Adolfo Bioy Casares. El relato de los hechos que Alberto Paradella se ve obligado a hacer para aliviar su desconcierto, inicia con el recuento de una vida anodina, refugiado en su estudio, fingiendo escribir una novela para huir de sí y de la mujer a quien ama, para acabar confundido entre dos ciudades superpuestas, la historia que escribe en un delirio febril y una mujer que aparece de forma misteriosa. Es, en palabras de Bioy Casares, «el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos». No obstante, las grietas en la realidad de la novela de Kociancich son de una enorme sutileza. Se trata menos de un desplante del género que, como ella misma lo dice, «una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos».

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Aborrezco las fiestas, esas cuerdas flojas de las que siempre alguien cae al vacío. Pero me homenajeaban, era el esfuerzo de quienes me querían, y fingí estar contentísimo, disimulé fervorosamente mis aprensiones acerca del futuro, hasta olvidé la mentira que iba a infligirles. Para no aguar la fiesta, tomé enormes cantidades de vino.

Pasó la cena. Atiborrados de comida y de alcohol, bullíamos en el patio. Llegaron los postres y con ellos el brindis.

No. No fue el vino. No del todo. Fueron los aplausos, los gritos, el verano y la celebración. Rostros acalorados y risueños se volvieron a mí. Me maldije. “¿Por qué no me alegro? ¿Qué me cuesta? No tengo sensibilidad, no tengo corazón.”

–¡El discurso! ¡El discurso!

–Sí, que hable Alberto.

–Silencio, que va a dirigirnos la palabra el doctor Paradella.

–No te hagas rogar, che.

–Mira qué rico. Se pone colorado.

Mi gente, mis amigos, Victoria. Se me hizo un nudo en la garganta. Los quería mucho y ese amor era recíproco. Me puse de pie, emocionado, mareado, casi lagrimeando por la conciencia de ese gran amor y por el vino que empezaba a manifestarse. Me dije que no había hombre más afortunado en el mundo y comencé a hablar.

Estoy escribiendo .

Hablé para mi madre: nada del joven creador, peleando con sus fantasmas a puertas cerradas mientras se enfría la comida. Oh, no, madre, aunque estoy escribiendo, me portaré siempre muy bien. Hablé para Victoria: boda y tranquila prosperidad. Sí, Victoria, estoy escribiendo, pero detrás de un gran artista hay siempre una gran mujer. Hablé para mi padre, que no entendió el guiño cómplice y sacudía perplejo la cabeza: me emplearía, padre, en un estudio jurídico, porque me niegan la carpintería. Para mis amigos: defiendo, muchachos, el ganapán y la vocación. Porque estoy escribiendo.

Hablaba seriamente, mientras luchaba por contener la risa y me agarraba a la mesa para no perder el equilibrio, estimulado por la atención despavorida de quienes no habían querido escucharme. Gozaba anticipadamente el alivio que tendrían que disimular, pasado el susto. Tanto ensayo delante del espejo me permitía apartarme de la escena y pensar: “Les ofrezco una doble vida. Si algo falla, ¿a quién van a reclamar? ¿Al abogado? ¿Al escritor? A medias van a hacer su trabajo. Pero uno de los dos personajes no existe. Ese es el broche de oro”.

Ya estaba describiendo la obra. Me pareció sumamente gracioso castigarlos con una novela, empresa de largo aliento, que puede llevar muchos años, toda una vida. Mi broma, nacida del amor y de la falta de coraje para matar al abogado, era la despedida a noches de imaginaria astucia, noches en que los guardiacárceles me dejaban cavar hasta extenuarme pero aguardaban del otro lado del túnel. Y la dejé crecer en el silencio y la sorpresa para disfrutarla un poco más, antes de aclarar el discurso, antes de aplicarme, dolorosamente, a ser un abogado de éxito. Pero de pronto, mis ojos se cruzaron con los de Victoria. Esa mirada verde brillaba tanto que creí que ya iba a echarse a llorar y me alarmé. Si no me apuraba a confesar el chiste, en vez de aplausos recibiría el merecido reproche de mis prójimos.

–Victoria, querida, voy a explicarte. Yo…

No me dejó seguir. Dio un gritito y corrió a arrojarse en mis brazos.

–¡Un escritor! ¡Mi Alberto un escritor! Mamá, papá, Alberto está es­cribiendo.

Mis suegros:

–Qué te dije. El muchacho es inteligente.

–Nunca lo discutí, vieja.

Tías y primos:

–Se lo tenía callado, el muy zorro.

–Capacidad no le faltará.

–Está perfecto. Por un lado se asegura el puchero con la abogacía, por el otro, se proyecta a la fama.

–No sé. Mira que hay libros que te llenan de plata y abogados que no salen de la estantería.

–Depende, che. Pero igual Alberto es una luz. Ponele la firma, éste siempre va a salir adelante.

–Una novela, qué amor.

–¿No te dije que Alberto tenía un algo espiritual?

Y mi madre, por fin, pudo usar el pañuelito. Pero ahora lloraba de or­gullo.

Los muchachos del club, resentidos, leales, me palmearon la espalda hasta doblarme.

–Pico de loro, cómo hablás.

–Y con esa labia, ¿qué querés? Fíjate, encima de abogado, escribe. Vos hasta el Nobel no te para nadie.

Mis condiscípulos de la facultad se sonreían, más medidos, indecisos entre la aceptación inmediata de un hecho corriente para jóvenes universitarios y la incredulidad.

–Qué raro, nunca mostraste nada.

–No conocés a Paradella. Reservado como pocos. Hizo bien, esperó su oportunidad.

–No le gusta la promoción. Nos garantiza un autor serio.

En medio del alboroto, mi padre estaba escandalosamente callado. Lo interrogué con la mirada.

–Así que era para tanto –dijo.

Cundió una orden: “Brindemos”. Victoria me susurró al oído:

–Tomá en mi vaso, porque no hay más secretos entre los dos.

Quise hablar. No me dejaron.

–¡Por el abogado!

–¡Por el novelista!

–¡Por la fama!

–¡Por la novela!

–¡Por el éxito!

Mis ojos se encontraron con los de Paco Stein, que bizqueaba furiosamente, la boca abierta, la melena roja erizada. Le envié un mudo, desesperado pedido de socorro. “Vos sabes, deciles la verdad, yo no me animo. Vos sabés bien que era una broma.”

Alzó una mano y exigió silencio. Dejó de bizquear. La sonrisa se abrió lenta y burlona. Hizo una profunda reverencia. Luego, la voz clara y vibrante en el patio callado, ante las caras expectantes, levantó su copa y dijo:

–Brindo por un hombre de genio.

11

Durante algunos años fui correctamente feliz.

Mi doble personalidad de escritor y abogado me permitía zafarme de las trampas que ya sólo por hábito colocaban los otros a mi paso. Cuando mi empleador en el estudio jurídico inquiría la razón que me apartaba de un desempeño más brillante, yo sonreía melancólicamente, extraía la tar­jeta de identidad literaria. Cuando la familia y los amigos pedían noticias de la obra, declaraba que la creación es un proceso lento y solitario, les recordaba mi necesidad de ganarme la vida, de respetar el horario de tri­bunales.

Me casé con Victoria. Compramos esta casa. Cómo olvidar el día en que la visitamos, acompañados por el vendedor de la inmobiliaria.

Llovía a cántaros. Victoria, impaciente, sin quitarse el impermeable rojo, con el pelo tan negro, las mejillas sonrosadas húmedas de lluvia, un suéter celeste y el verde de sus ojos más verde que nunca, aleteaba como una di­minuta ave del paraíso por aquellas habitaciones sombrías que olían a tierra mojada.

En el mismo recibidor, le dije:

–Es muy grande para dos personas.

–Traje la plata de la seña –contestó riendo y sin mirarme.

–Una oportunidad única –se apuró a señalarme el vendedor.

Era un hombre de unos cincuenta años, enorme y panzón, de cara redonda y bonachona, entristecida por un violento resfrío. Los estornudos y la necesidad de mostrarse jovial para vendernos el departamento lo obligaban a una serie de cabriolas faciales, que me habrían divertido mucho si no hubiera sentido pena por él y algo de miedo de que me contagiara.

–El precio es una ganga. Cinco dormitorios, dos baños, cocina, sala, vestíbulo.

Y abría la boca en una sonrisa gigantesca, cuadraba los hombros, sacaba panza, señalaba esas ruinas oscuras con un brazo portentoso, un gesto que nos incluía en su afable magnanimidad.

–Espacio, luz, buena ubicación.

Y un desgarrador estornudo. La bocaza invertía su curva, gemía; se doblaba la espalda; la mano regia buscaba temblorosa el pañuelo, limpiaba la nariz, doblaba el pañuelo, mientras los ojos lacrimosos lo miraban con in­finita tristeza antes de guardarlo en el bolsillo, luego se posaban en nosotros dos, cargados de llanto enfermo y de congoja, un segundo de conmiseración por los dolores de la existencia, y otra vez a cuadrar los hombros, sacar panza, sonreír teatralmente y elogiar el departamento.

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