Vlady Kociancich - La octava maravilla

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"La octava maravilla" se inscribe entre las novelas de género fantástico «que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica», afirma en su prólogo Adolfo Bioy Casares. El relato de los hechos que Alberto Paradella se ve obligado a hacer para aliviar su desconcierto, inicia con el recuento de una vida anodina, refugiado en su estudio, fingiendo escribir una novela para huir de sí y de la mujer a quien ama, para acabar confundido entre dos ciudades superpuestas, la historia que escribe en un delirio febril y una mujer que aparece de forma misteriosa. Es, en palabras de Bioy Casares, «el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos». No obstante, las grietas en la realidad de la novela de Kociancich son de una enorme sutileza. Se trata menos de un desplante del género que, como ella misma lo dice, «una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos».

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No. Pero siempre he estado dispuesto a pensar lo peor de mí. Asentí vagamente.

–Luego, no quiere rendir examen. O le ponen diez, o se retira del establecimiento.

Con toda la buena voluntad que suelo poner en la admisión de mis defectos, la calificación de necio me ofendió. Para no contestarle de mal modo (al fin y al cabo le había pedido un consejo, al fin y al cabo tenía la obligación de ser franco conmigo), sacudí la cabeza lentamente.

–No exageres –murmuré.

–¡Pero dejate de jorobar! Un tipo como vos, con un currículum que te envidiaría Ceferino Namuncurá, preocupándose por el futuro.

–¿Lo de Ceferino lo decís porque tenía visiones?

–Nop. Porque lo adoran los pobres de espíritu. Ver, me parece que no veía nada. Pero sabés como es en la universidad religiosa con los trabajos prácticos. Optativos, el milagro, la visión o la voz celestial. Te bochan en una de éstas y sonaste. Al fichero a hacer cola beata, esperar el acomodo. Alguna visión tendría. ¿Por qué? ¿Vos no tendrás visiones? Si hablas así del futuro…

–No. El futuro no.

A ciegas busqué un término más adecuado. Tropecé con uno. Lo dije. Paco se echó atrás en la silla, silbó admirativamente. Luego, marcando el dos por cuatro con el vaso, se largó a canturrear: “Contra el destino, nadie la talla, se terminaron para mí todas las farras…”

El grito que pegué le cortó la sonrisa, el tango y el compás.

–¡Mozo!

El gallego se acercó trotando entre las mesas. En su cara peleaban a puño limpio el furor de que alguien lo llamara mozo, en vez de Manolo (o en su defecto, se lo atrajera chistando, agitando la mano, a guiños), y el asombro de que ese insulto proviniera de mí.

–¡Mozo! –gruñó, metiéndose la bandeja bajo el brazo, como para cuidar el lado expuesto a mi ataque de locura–. ¡Mozo! Que mozo sea. Aquí está el mozo, señor, y orejas no le faltan. Malo cuando al de buen oír le gritan.

Tal vez, bajo mi carácter apacible escondo a un iracundo. Tal vez, aquellos que parecen enojarse fácilmente poseen un enojo ficticio, un tic más o menos errático alrededor de la furia, y se asustan cuando ven una de verdad. El gallego y Paco me miraban escandalizados, pero con respeto. No me podía ver la cara, pero me di cuenta de que me costaba hacer pasar la voz por la garganta.

–Dos ginebras. No tenés derecho.

Manolo dio un respingo.

–¡Cómo que no tengo derecho!

–Pero callate, gallego, que no es con vos –dijo Paco–. El que no tiene derecho aquí soy yo. Derecho a qué, pregunto.

–¡Derecho a gritarle a uno! Lo que hay que ver y que me quede ciego. Era así (Manolo marcó una altura de medio metro con la bandeja) y ya holgazaneaba en el Juncal y ahora mozo. ¡Mozo! Y uno a servirle que para eso está. Pero que no hay derecho, veréis si no hay derecho.

Cualquier cosa nos aguantaba el gallego y su paciencia, a lo largo de tantos años de doce horas diarias en el café, se había solidificado en estratos de diversas eras. Resultaba imposible horadar esa corteza sin desenterrar fósiles de anécdotas, respuestas darwinianas que caían con sumaria violencia sobre nuestra presuntuosa juventud, pero lo llamábamos mozo y se le volaban los pájaros junto con la soberbia autoridad que le daban el oficio y la experiencia. Fue esa rabia lo que me calmó. Como un espejo, me mostró la mía.

–Está bien, Manolo –dije, sintiéndome ridículo–, no era con vos, lo juro. ¿Pido de nuevo? Dos ginebras, Manolo. Por favor.

–Manolo ahora es Manolo –gruñó, a medias aplacado–. Jo, que te estrego, burra de mi suegro.

Pero, aunque sacudía la cabeza como si quisiera quitarse de encima la impresión de mi ruina moral, marchó a buscar las ginebras.

Paco hizo un gesto de que continuáramos. Dios, cómo necesitaba contarle. Pero la escena me había dejado exhausto. Prendí un cigarrillo para darme tiempo. Después de Ceferino Namuncurá y Adiós Muchachos no es fácil encontrar el tono apropiado para una confidencia. Temía enojarme de nuevo. Y total, para qué.

Paco esperaba, atento.

–Estarás preocupado si tomás tanto. Vas por la tercera ginebra.

–El que se tomó tres fuiste vos –dije cansadamente.

–Da lo mismo. En cultura alcohólica no aprobaste ni jardín de infantes. Aunque puede ser que no te venga mal.

No dije nada. Se inclinó sobre la mesa y acercó la cara, bizqueando aceleradamente.

–Oíme, Paradella. De verdad, ¿qué miércoles te pasa?

Pensé: “Si le cuento lo de la pesadilla en la terraza, no me creerá; si me cree, me tomará por loco; si no le cuento, por estúpido”.

Los ojos azules, redondos y brillantes de curiosidad, clavados en mí, a la expectativa, me hicieron sentir como al actor de reparto que cae por accidente bajo los reflectores destinados al protagonista. No recordaba mi papelito; me confundía una escena de lluvia, viento y metamorfosis. Dije lo primero que se me ocurrió:

–Un paso en falso y se pierde todo.

Hubo un largo silencio. Paco levantó su vaso y lo miró al trasluz. Estaba vacío, pero se lo llevó a los labios e hizo correr el hilo de unas gotas. A mí me daba vueltas la cabeza. Para frenar el mareo, tomé el resto de la ginebra.

–No sos muy claro –dijo.

–No –admití.

Había dos planos en mi angustia. Elegí el que me dejaba menos solo.

–Esperan demasiado de mí. Victoria, los viejos, la familia. Y yo no quiero lastimarlos. No quiero lastimar a nadie. Por nada del mundo.

Se rio suavemente, entre dientes, mientras sacudía la melena roja y hacía girar el hielo en el vaso.

–¿Vos? ¿Lastimar a alguien? ¿Justamente vos?

–¿Por qué justamente yo? ¿A vos no te importan las ilusiones de tu gente? ¿No te importa amargarlos?

Me miró con honesta sorpresa.

–¿Yo?

–Sí, vos.

Se echó a reír a carcajadas.

–Nadie se hace ilusiones con este señor. Nadie espera que triunfe o gane plata –con el pulgar se señaló el pecho–. Yo soy un intelectual –dijo.

La respuesta me dejó boquiabierto. O por ahí fue la quinta ginebra, que le dio su carácter de mágica iluminación. Vi claramente, entendí todo.

–Me salvaste la vida –dije.

Le agradecí efusivamente, le pedí que cambiáramos de tema. Se encogió de hombros, no insistió.

Yo había encontrado la digna, la única salida. Nadie lloraría sobre el cuerpo desgarrado del pobre cazador, nadie mataría al tigre. No había necesidad de destruir los campamentos, los fuegos, los tambores. El mero tigre no saciaría la sed de gloria de Alberto Paradella. La mira de su rifle apuntaría a un animal del que sólo se tiene referencia por boca de seres aún más raros que la pieza cobrada: el incapturable unicornio.

Eso sí, un paso en falso y todo lo perdía. Aquella misma noche empecé a mentir.

9

La desesperación estimula el ingenio.

Hoy la mentira me parece extraordinaria. En esos días de irresolución y de pánico no fue, sin embargo, más que una escapatoria pedestre. ¿Cómo se me ocurrió? Mirándome al espejo.

De pie frente a la luna del ropero, durante largas noches en las que me era imposible dormir, me estudiaba. Trataba de decir, con soltura, con insolente desparpajo, como Paco Stein:

–Soy un intelectual.

Nadie me creería. Ahí, bien clara en el espejo, estaba la viva imagen del ominoso abogado.

–Soy un intelectual.

Lo decía en todas las posturas. Y me deprimía inevitablemente. Ni con la mejor voluntad daba para más que el doctor en leyes. Y eso si mantenía cada músculo de la cara en su sitio, porque en cuanto me movía un poco, aparecía el segundo personaje a elección: el cirujano joven, de paso atlético, que enarbola una sonrisa robusta en el pasillo del hospital, de ida hacia el quirófano o de vuelta de un cadáver irresponsable.

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