Vlady Kociancich - La octava maravilla

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"La octava maravilla" se inscribe entre las novelas de género fantástico «que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica», afirma en su prólogo Adolfo Bioy Casares. El relato de los hechos que Alberto Paradella se ve obligado a hacer para aliviar su desconcierto, inicia con el recuento de una vida anodina, refugiado en su estudio, fingiendo escribir una novela para huir de sí y de la mujer a quien ama, para acabar confundido entre dos ciudades superpuestas, la historia que escribe en un delirio febril y una mujer que aparece de forma misteriosa. Es, en palabras de Bioy Casares, «el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos». No obstante, las grietas en la realidad de la novela de Kociancich son de una enorme sutileza. Se trata menos de un desplante del género que, como ella misma lo dice, «una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos».

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¿Lo era?

En el fondo de nuestras expectativas hay un libreto que nunca respetan los autores. Ya me parecía oír, desde la doble sombra de los plátanos, la voz aniñada de mi novia recitando una letra común al cine de la época, a la película que habíamos visto esa noche y que la había hecho llorar a mares. Victoria diría: “Tenemos una vida por delante. Será feliz mientras estemos juntos, amor mío…”

Victoria dijo:

–Imposible.

La tomé del brazo y la arrastré a un claro entre las hojas por donde pasaba, débil y trémula, la luz del farol de la calle. Le puse una mano bajo el mentón, alcé el bonito rostro hacia mi cara, que sentía dura por el esfuerzo de ocultar la decepción y la única recordada furia que me provocaría Victoria en largos años de amor y desencuentro. Inciertos puntos amarillos le salpicaban la frente y las mejillas, pecas de luz, que falseaban la limpia belleza de su piel.

–¿Por qué imposible? –susurré, ahogándome, desesperado y terco.

Estaba loco por ella y con razón; mis amigos me la envidiaban y con razón. Era hermosa, despreocupada, alegre.

Abrió enormes los ojos, sabía que me gustaban tanto. Despreocupadamente, alegremente, contestó:

–Porque te quiero mucho.

4

Necesito hablar de Victoria y sin embargo me disgusta hacerlo. Más que cualquier otro sentimiento humano, el amor es una cosa del presente. Y yo un cobarde. El miedo me vuelve cuidadoso. Hay una explicación para todo, me digo. Pero no la encuentro. Paradójicamente, sobran las explicaciones. Ninguna me conforma y en el fondo de la papelería de buenas razones, intuyo otra que no sólo no es buena sino que nada tiene de razonable.

¿Es posible que yo, Alberto Paradella, el hombre más sensato del mundo, pueda volverme loco?

Escribo con bastante serenidad, pero cuando me aparto del papel, dejo de creer que soy el que soy, ya no me pertenezco, no pertenezco a nada ni a nadie. Todo lo que me rodea parece extraño y hostil. La casa, ajena. El jardín con palmera, siniestro.

Entonces, sin pensar, llevado por un impulso del que me arrepiento en seguida, hago cosas de chico o de borracho. Marco el número de la casa de Victoria, donde vive con el hombre por el que me dejó.

–Hola.

La voz del marido de Victoria. Ronca, malhumorada. Es natural, porque no respeto la hora –tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad del insomnio– y deben ser las tres o las cuatro de la mañana.

–¿Puedo hablar con Victoria, por favor?

–¿Qué?

–Por favor. Cuestión de vida o muerte. Deme con Victoria. Prometo no hablar mucho, un minuto nomás.

Murmullos sofocados, una exclamación. El teléfono está junto a la cama. Dios. Al fin, Victoria.

–Hola.

–Victoria, soy yo.

–¿Pero quién habla?

–Alberto.

–Alberto qué.

–Alberto, tu marido, Alberto Paradella, yo, soy yo, Victoria.

–¿Cómo? Pero ¿qué dice?

Ah, finge asombro, me niega.

–Victoria, no es el momento de jugar. Tengo que hablar con vos. Tengo que verte. Por favor.

La voz del hombre, muy próxima –quizá tenga la cara pegada a la de Victoria para escuchar– exclama: “¿Quién es?”

–¡Y qué sé yo! –contesta la inconfundible voz aniñada de Victoria, con una irritación que me alegra porque está dirigida a él.

Furiosa, se defiende:

–Escuche, yo no conozco a ningún Alberto Como-se-llame. Voy a colgar. Y no se le ocurra molestar de nuevo.

¿El hombre es tan celoso o de tan buena imaginación que la obliga a negar a un marido que ella misma abandonó?

–Por favor, Victoria, no cuelgues. Tengo que verte y explicarte. Vos sos la única que…

Antes del clic me alcanzan las atroces palabras de mi mujer al otro.

–Un chiflado, un borracho. Anda a saber.

5

Conocí a Victoria en Argentinos Juniors el mismo día en que dos amigos míos, integrantes del equipo juvenil de básquet que salió campeón esa temporada, se expulsaron voluntariamente del club. Tiraron la biblioteca del presidente a la recién estrenada pileta de natación.

Yo estaba entre los que se agolparon a mirar cómo los peones sacaban el mueble de la pileta –una biblioteca matrona, con anchas molduras talladas– y los socios cadetes pescaban lo que había quedado de los libros después de una noche en el agua.

–El crimen –gemía el presidente– fue cometido al amparo de las sombras nocturnas, sí señor.

Miraba, repito, más asombrado que divertido, pero con la turbia satisfacción de contarme entre los testigos del acontecimiento del año, cuando oí que alguien gritaba mi nombre desde el otro lado de la pileta. Era Paco Stein, mi amigo de toda la vida y quien me presentaría a Victoria.

Que se llamara Paco Stein jamás nos sorprendió, ni a mí ni a la barrita de la cuadra y del club. Quiero decir que aceptamos sin curiosidad alguna ese curioso apodo, tal como corresponde a muchachos criados en medio de nacionalidades confusas. Ignoro por qué grieta se filtró ese nombre –el verdadero es Boris y lo descubrí o me lo dijo cuando ya no vivíamos en Villa del Parque– en una familia tan estrictamente judía como la suya. Pero Paco mismo era una misteriosa digresión en el relato bíblico de los Stein.

No heredó un solo rasgo de su padre, hombre callado, de sonrisa aguachenta, que raras veces salía de su taller de sastre; tampoco de la madre, rubia, menuda, pálida y de movimientos cautelosos, como si convaleciera de alguna grave enfermedad, cuyo aspecto frágil estaba desmentido por la salud de hierro y la acerada legislación que imponía a la casa, al marido, a los tres hijos y a un gato blanco, Mitsi, que, aunque gordo y lerdón, sabía hacer pruebas de habilidad como los perros y maravillaba a los vecinos. Las dos hermanas mayores, también rubias, vulnerables y enérgicas, no se daban con nadie, se casaron muy jóvenes y desaparecieron del barrio.

Paco Stein tenía el pelo erizado y rojo, la cara redonda, pecosa, los ojos grandes y saltones intensamente azules, la nariz chica, los labios gruesos, los dientes desparejos y mal cuidados, la risa fácil y cierta inclinación por la bebida fuerte más común al irlandés típico que al judío. Y hablaba con la volubilidad y desaprensión de un gallego.

Nunca conocí persona más sociable. También había en él algo de Mitsi, esa impertinente destreza para concertar los variados asombros de sus espectadores. Uno tenía su pequeño circuito de amistades y relaciones; Paco, hasta de chico, era habitué de un mundo que no se cerraba en la frontera de cuatro o cinco calles. Estaba en todas partes y su presencia verborrágica, risueña y feroz de vivacidad, brotaba en todo suelo. Se podía sospechar que ese pelirrojo de físico endeble, petiso, flaco, sin músculo, encerraba a unos cuantos pelirrojos diplomados en diferentes especialidades. Gran jugador de truco, imaginativo bailarín, asador impecable de nuestras escapadas al Tigre, centro- forward de nuestro primer equipo de fútbol, combinaba estas habilidades de índole social con un cerebro cuya actividad admirábamos y sólo a medias comprendíamos.

Porque le interesaba todo: la ciencia, la filosofía, la pintura, el teatro, el cine, la literatura. De sus viajes al centro –frecuentes, solitarias incursiones que respetábamos como otras tantas pruebas de su excentricidad– volvía con una cargazón de libros de segunda mano y una experiencia que trataba infructuosamente de comunicarnos. Como si fuera hoy, recuerdo una famosa partida de truco en el Café Juncal. Coincidió con su descubrimiento, aquella tarde, de una película que (gesticulando, colorado de excitación, el rojo pelo alborotado), calificaba de revolución en la historia del cine. Nadie le creyó porque la había visto en el Lorraine, que era una sala para dormirse.

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