Vlady Kociancich - La octava maravilla

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"La octava maravilla" se inscribe entre las novelas de género fantástico «que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica», afirma en su prólogo Adolfo Bioy Casares. El relato de los hechos que Alberto Paradella se ve obligado a hacer para aliviar su desconcierto, inicia con el recuento de una vida anodina, refugiado en su estudio, fingiendo escribir una novela para huir de sí y de la mujer a quien ama, para acabar confundido entre dos ciudades superpuestas, la historia que escribe en un delirio febril y una mujer que aparece de forma misteriosa. Es, en palabras de Bioy Casares, «el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos». No obstante, las grietas en la realidad de la novela de Kociancich son de una enorme sutileza. Se trata menos de un desplante del género que, como ella misma lo dice, «una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos».

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Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche anterior, tienen una fuerza pareja.

Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y obra de Francisco Uriaga , la película cuyo libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.

No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.

Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.

2

Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crie y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, mi legitima esposa, me separé hace una eternidad.

Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.

Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo –mi condición de hijo único– la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.

Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso es que aunque anoche recuperé, en el rastreo de la infancia, la imagen del niño que se escapaba de aquel mundo gregario y bullanguero para soñar, no recuerde un solo sueño. Recuerdo, en cambio, la terraza.

Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.

Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de comprender que cuando mi padre decía “sin falta”, “ahora mismo”, no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.

El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets, se extendía plá­cidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas. Pero yo no subía a mirar el paisaje.

Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.

La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplan­do el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.

Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.

Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de primas ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.

Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar el sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.

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