Antonio Di Benedetto - Zama

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Publicada por primera vez en 1956, Zama está considerada de manera unánime como una de las grandes novelas del siglo veinte en lengua española. Con una escritura bella y precisa, Antonio Di Benedetto narra la existencia solitaria y suspendida de Don Diego de Zama, un funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay que, víctima de una interminable espera, aguarda ser trasladado a Buenos Aires a fines del siglo XVIII. La de Zama no es cualquier espera, se trata de una condición existencial, angustiosa y reflexiva, en un territorio caracterizado por la lejanía, la ajenidad y la disposición para el recuerdo. 'Zama' es la novela de un exiliado castizo, con un lenguaje intemporal y arcaico, por momentos cercano al del Siglo de Oro. Se trata de un libro perfecto, donde la cualidad filosófica se desprende naturalmente de una prosa deslumbrante.
"'Zama' es la gran novela americana". J.M. Coetzee
"¿Por qué hacer una película de Zama? Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo." Lucrecia Martel

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Nada me importaría mi propia muerte, creí también, y me acometieron unas ganas fuertes de no ocuparme ya de cosa alguna, de no retornar ni a mi cuarto ni a la calle ardiente y polvorienta, de echarme allí mismo, aunque fuese en el suelo, y descansar, descansar.

Como entré por los fondos, en casa de mi huésped encontré a las mujeres de la cocina que dedicaban la siesta a preparar dulces. Al aire libre, en grandes ollas de hierro, cocían las frutas descascaradas.

Yo venía sudoroso y seguramente más encendido de lo normal por la tierra, esa tierra roja de las calles pegada a mi rostro. Deseé el beneficio de un agua tibia por todo mi cuerpo y mandé que aprovecharan ese fuego para prepararme un baño.

Colocaron en mi habitación una tina grande y embalsamaron el ambiente con eucalipto.

Un esclavo me frotó la espalda con un trapo mojado. Después le ordené que se fuera.

Permanecí largo tiempo sentado en el agua, gozando de una paz sedante que llevó mi imaginación al lejano hogar y algo después a la posibilidad de un amor inmediato, el de Luciana u otra mujer agradable y sana, que necesitaba tanto como comer.

El baño me confortó, me puso rozagante y tan inconscientemente predispuesto a lo que iba a hacer que bastó, para decidirme, un menudo episodio. Al retirarme de la habitación a la calle, mi huésped, don Domingo, me dijo, entre paternal y complaciente: “Ya estoy yo también al tanto de la novedad: que ha habido baño de cuerpo entero”. Sin detenerme, mientras lo saludaba con una inclinación de cabeza, le sonreí, amistoso y ufano, muy satisfecho de que lo hubiera notado.

Yo era alguien merecedor de ser bien visto y recibido. Me lo decían los discretos cumplidos del caballero, mi huésped. Si un anciano como él se baña en tina, se piensa que es un viejecito aseado, nada más, y se procura que no se enferme con el agua. Pero el baño de un hombre de treinta y cinco años sugiere otros móviles.

Apetecía ya la aventura y hasta el riesgo, al punto de preferir que el oriental siguiera postrado. Apliqué el escrúpulo de pasar otra vez a enterarme de su estado. Era inquietante, pues le habían nacido unas terribles calenturas. Temí que fuese por mi culpa, a raíz de aquel mal deseo de más temprano.

Su situación, la intranquilidad de mi conciencia, frenaron mis ímpetus, solamente hasta notar que de la misma comida y de los mismos cólicos podía morir yo una semana adelante. Podía morir ascético con la sangre ardiente y la boca llena de quejas contra mí mismo, sin dejar mujer alguna dolida de haber pecado por Diego de Zama. Es que Diego de Zama, sin haber besado durante años otro cuerpo que el de su mujer, se conocía ajeno a la pureza de la fidelidad y precisaba también que alguien más participara de su confusión de deseos y mordientes reproches.

No; no iba yo, bajo aquel cielo borroso de atardecer, hacia un amor luminoso ni alegre. Con qué certeza lo sabía.

De que iba al amor no dudaba. Mi ánimo resuelto me hacía confundir la apetencia con una implícita combinación.

Me desengañé parcialmente cuando estuve frente a la casa y no tenía pensado aún el pretexto para presentarme.

Pedí hablar con la señora. Luciana bordaba en el salón y me recibió benévolamente, sin sorprenderse.

Fingimos los dos estar muy interesados en los asuntos del oriental. Ella deploraba la ausencia del marido. Comprometió promesa de enviar en la mañana siguiente un mensaje con el esclavo que había venido de la hacienda.

Se entregó a la confidencia:

–Mi marido sigue tan enamorado de mí como al comienzo de nuestro matrimonio. Cuando se ausenta me asedia con misivas cariñosas.

Tomé coraje:

–Señora, saber eso me causa daño.

–¿Por qué?

–Soy celoso.

Me atajó, vivamente:

–Nada os autoriza a serlo.

Sobrevino el silencio, pero yo estaba obstinado en mi propósito y no fui caballero, es decir, ni pedí disculpas ni me retiré.

Se amansó aunque tomando un aire compungido. Me dijo que muchas mujeres la aborrecían por su independencia y demasiados hombres se equivocaban respecto de su conducta porque ella pasaba largas temporadas sola, pues no compartía la afición de su marido a la hacienda y, por lo contrario, se ahogaba en su casa y también en el país. Poco podía juzgar de otros, porque vino de España en la adolescencia; pero calculaba que en ciudades mayores la gente vivía menos sola porque se conocía menos entre sí.

Yo no quería seguir sus reflexiones, atisbaba la palabra que me diese pie para una insinuación o avance. Mientras ella asumía más y más una actitud desolada, yo me sentía como dispuesto a asaltarla y la observaba rigurosamente, casi con despecho porque ella no correspondía con mayor ligereza a lo que ya me parecía inminente. En el análisis, su cráneo me pareció el reverso de la belleza y comparé su quijada con la de un caballo, por lo fuerte y prominente.

Cesó en un discurso de voz queda que yo no había atendido e ignoro si debí contestar, y me comunicó, como dolida de tener que hacerlo:

–Diego, viene la noche; es tarde. No seamos imprudentes.

Me nombraba, íntimamente, Diego; pedía prudencia y más bien parecía echar el nudo a una complicidad. Era mi triunfo, un triunfo repentino. Lo recibí con nervios, gusto y una tremenda vacilación, porque ignoraba cómo y cuándo podría consumarlo y si me correspondía la iniciativa.

Sólo supe decirle, codicioso, vehemente y enamorado –enamorado–, mientras le tomaba una mano:

–Luciana, Luciana mía.

Y ella asintió con un suspiro, sin decir palabra y con la mirada baja, en tanto sustraía su cálida prisionera de mis manos y con el saludo me ordenaba:

–Ahora, hasta mañana.

Todo resultó demasiado llano, demasiado fácil. Pero yo le temía a mi suerte.

13

¿Fue, realmente, Ventura Prieto?

Aquella noche me despreocupé del oriental. De mañana acudió a la gobernación un mandadero, con un recado del huésped de mi protegido. Me comunicaba que las dolencias de éste se habían agravado y ya resultaban alarmantes.

Como el mensajero era un criado de razón, empleó tanta ceremonia en los saludos previos y tanta minuciosa abundancia en el informe que quienes discurrían por el lugar –lo atendí en la galería– acortaban el paso para cazar al vuelo algunas palabras. Uno de ellos fue el oficial Bermúdez, que, autorizado aún más para la pregunta por mi semblante de fastidio, quiso saber si había recibido noticias infaustas de alguien querido.

Me habló delante de Ventura Prieto y no pude impedir que éste escuchase mi respuesta discretamente cortés e informativa, ni menos que diera rienda suelta a su habitual curiosidad y me interrogara –correctamente, eso sí– acerca de mi búsqueda de la mujer achacada por flujos de sangre.

Como en verdad Ventura Prieto estaba demasiado en el asunto, porque recurrí a él cuando no sabía a quién dirigirme, le contesté que no pude dar con la enferma, pero sí con la vieja médica que me indicó.

–¿Entonces vuesa merced vio a la mística del niño rubio?

Cuánto contenía para mí esa pregunta: Ventura Prieto estaba al tanto de que el niño rubio acompañaba a la médica y me mandó a buscarla. Era una burla y una afrenta. Eso pensé y por fin pude desahogar mi indignación.

Le apliqué dos recios bofetones, sin averiguar más, sin darle aviso ni respiro. Se tambaleó, asombrado. Reaccionó y me clavó una mirada de hierro. Encorvó lentamente el cuerpo y se me volcó encima tratando de asir mi cuello y voltearme. Conseguí parar el empellón y aunque él estaba prendido de mí, logré eludir la tenaza de las manos con enérgicos movimientos de cabeza y haciendo duro el cuello hasta sentir que casi me estallaban las venas. Para él sería como agarrar un tronco con vida. Sudábamos, prendidos cuerpo a cuerpo, pero yo me sentía más poderoso o más impulsivo y traté de sitiarlo contra una ventana. Paso a paso, cedió terreno hasta quedar adosado a los hierros. Entonces lo agarré de los pelos y di tres veces su cabeza contra las rejas. No quería destrozársela, ni tantas eran mis fuerzas. Pero lo azoncé y todavía enceguecido por saberme dominante, atiné a sacar el cuchillo del costado y le hice un tajo en la mejilla.

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