Arthur Koestler - Los sonámbulos

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La observación del cosmos ha sido, a lo largo de la historia de la humanidad, un terreno tambaleante, lejano del rigor cientificista que parece caracterizar a la exploración de la naturaleza. Su estudio tampoco ha sido progresivo: ha variado y ha decaído, ha ofrecido teorías racionales e insensatas, ha ido de la mano tanto de la teología como de la ciencias formales. Entre sus protagonistas hay matemáticos y físicos,pero también canónigos, que, a tientas e incluso en contra de sus propias creencias, han descubierto, como verdaderos sonámbulos, los misterios del sistema solar y del universo. Arthur Koestler narra en este libro elocuente y riguroso el movimiento oscilante de la astronomía desde sus inicios en Babilonia hasta la irrupción de Isaac Newton, guiado tanto por el deseo de revelar la historia de la cosmología, como por el ánimo de retratar a esos hombres «pueriles y absorbidos por problemas prosaicos» (como Copérnico, Kepler, Galileo o el mismo Newton), que echaron a andar la máquina de la revolución científica más importante de nuestra historia.

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Esta insatisfactoria explicación dio nacimiento a esa rama de cosmología no ortodoxa que desarrollaron Heráclides y Aristarco (véase cap. III). El sistema de Heráclides eliminaba (aunque solo en el caso de los planetas interiores) los dos escándalos más llamativos: las “detenciones y retrocesos” y las variadas distancias respecto de la Tierra. Además, explicaba (como lo ilustra la fig. B de la pág. 45) la relación lógica que mediaba entre los dos escándalos: por qué Venus brillaba siempre del modo máximo cuando se movía como un cangrejo, y por qué le sucedía también lo contrario. Cuando Heráclides y (o) Aristarco hicieron que los restantes planetas, incluso la Tierra, se moviesen alrededor del Sol, la ciencia griega echó a andar por el recto camino que podía haberla conducido al universo moderno. Luego lo abandonó. El modelo de universo de Aristarco, con el Sol en el centro, se descartó por extravagante, y la ciencia académica avanzó triunfante desde Platón, vía Eudoxo, y las cincuenta y cinco esferas de Aristóteles, hasta llegar a un artefacto aún más ingenioso e improbable; el laberinto de epiciclos ideado por Claudio Ptolomeo.

II. RUEDAS DENTRO DE RUEDAS: PTOLOMEO

Si consideramos que el universo de Aristóteles era como una cebolla, podríamos llamar al de Ptolomeo el universo de la gran rueda de un parque de diversiones. La concepción empezó con Apolonio de Perga, en el siglo III a. C., fue desarrollada por Hiparco de Rodas en el siglo siguiente y completada por Ptolomeo de Alejandría en el siglo II d. C. El sistema ptolemaico continuó siendo, con modificaciones menores, la última palabra en astronomía hasta Copérnico.

Cualquier movimiento rítmico, hasta la danza de un pájaro, puede concebirse como el producto de un mecanismo de relojería, en el cual una gran cantidad de ruedas invisibles contribuyen a crear los movimientos. Desde que “el movimiento circular uniforme” se convirtió en la ley que regía el firmamento, la tarea de la astronomía quedó reducida a idear aparatos de relojería imaginarios, que explicaran la danza de los planetas como resultado de movimientos componentes perfectamente circulares, etéreos. Eudoxo había empleado esferas como componentes; Ptolomeo se valió de ruedas.

Acaso resulte más fácil representarse visualmente el universo ptolemaico, no como un mecanismo de relojería ordinario, sino como un sistema de grandes ruedas, como las que se ven en los parques de diversiones: una rueda alta, gigantesca, que gira lentamente con asientos o pequeñas cabinas suspendidas del borde. Imaginemos al pasajero sentado, sin riesgo, en la pequeña cabina; e imaginemos también que el mecanismo se haya descompuesto y que la cabina, en lugar de colgar serenamente desde el borde de la gran rueda, comenzara a girar, con violencia, alrededor del brazo de que está suspendida, mientras el propio brazo se moviera lentamente con la rueda. El desdichado pasajero –o planeta– describiría, por lo tanto en el espacio, una curva que no sería un círculo, pero que obedece, ello no obstante, a una combinación de movimientos circulares. Variadas las dimensiones de la gran rueda, la longitud del brazo que sostiene la cabina y las velocidades de ambas rotaciones, puede producirse una asombrosa variedad de curvas, tales como las que se muestran en el diagrama; y también curvas en forma de riñón, de guirnalda, de óvalo; ¡y aun líneas rectas!

Visto desde la Tierra, que ocupa el centro de la gran rueda, el planeta–pasajero de la cabina se moverá en la dirección de las agujas del reloj hasta alcanzar el “punto estacionario” S 1; luego retornará a S 2 , en sentido contrario al de las agujas del reloj; después se moverá otra vez como el reloj hasta S 3 ; y así sucesivamente. 3

El borde de la gran rueda se llama círculo deferente y el círculo descrito por - фото 19

El borde de la gran rueda se llama círculo deferente y el círculo descrito por la cabina se llama epiciclo. Elegida una proporción conveniente entre los diámetros del epiciclo y del deferente, así como las velocidades convenientes para cada uno, era posible llegar a una aproximación bastante precisa de los movimientos observados en los planetas, en lo tocante a las “detenciones y retrocesos” y a las variables distancias que los separan de la Tierra.

Con todo, no eran estas las únicas irregularidades de los movimientos planetarios. Quedaba aún otro escándalo, producido (como hoy sabemos) por el hecho de que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas, esto es, de forma ovalada, en forma de “comba”. Para superar tal anomalía se acudió a otro recurso llamado “el excéntrico móvil”: el centro de la gran rueda ya no coincidió con la Tierra, porque se movía en un pequeño círculo, próximo a la Tierra, y así se llegó a una órbita excéntrica conveniente, es decir, “combada”. 4

Órbita ovoide de Mercurio según Ptolomeo T Tierra M Mercurio En la - фото 20

Órbita ovoide de Mercurio, según Ptolomeo: T = Tierra; M = Mercurio

En la figura anterior el centro de la gran rueda se mueve en la dirección de las agujas del reloj en el círculo pequeño de A a B; el punto del borde –del cual está suspendida la cabina– se mueve en dirección contraria a las agujas del reloj, en una curva ovoide de a a b; y la cabina gira alrededor del epiciclo final. Pero esto no bastaba aún; en el caso de algunos planetas recalcitrantes se estimó que era necesario colgar una segunda cabina de la cabina suspendida en la gran rueda, con un radio distinto y una velocidad también distinta. Y luego una tercera, una cuarta y una quinta, hasta que el pasajero de la última cabina describía, en verdad, una trayectoria que se conformaba más o menos a la que se pretendía describir.

Con el tiempo, el sistema ptolemaico se perfeccionó: los siete pasajeros, el Sol, la Luna y los cinco planetas, necesitaron un mecanismo de no menos de treinta y nueve ruedas para moverse a través del cielo. Con la rueda más exterior –la que llevaba las estrellas fijas– el número alcanzaba a cuarenta. Este sistema era aún el único reconocido por la ciencia académica en los días de Milton, quien lo caricaturizó en un pasaje famoso de El Paraíso Perdido.

From man or angel the great Architect Did wisely to conceal, and not divulge His secret to be scanned by them who ought Rather admire; or, if they list to try Conjecture, he his fabric of the Heavens Hath left to their disputes, perhaps to move His laughter at their quaint opinions wide Hereafter, when they come to model Heaven And calculate the stars, how they will wield The mighty frame, how build, unbuild, contrive To save appearances, how gird the sphere With centric and eccentric scribbled o’er, Cycle and epicycle, orb in orb.

(Al hombre y al ángel, el gran Arquitecto

sabiamente ocultó y no difundió

su secreto, para que no lo escudriñaran quienes deberían

antes bien admirarlo; y a quienes se lanzaran

a conjeturas, les abandonó la construcción de los cielos

a sus disputas, acaso para

reír de las opiniones extravagantes

cuando llegan a modelar el cielo

y a calcular las estrellas, a urdir cómo levantar

el poderoso marco, cómo construir, cómo demoler e imaginar

para salvar las apariencias, cómo adornar la esfera

con centros y excéntricos, garabateados en ella,

con ciclo y epiciclo, orbe en orbe).

Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, que fue hombre piadoso y gran protector de la astronomía, expuso la cuestión más sucintamente. Cuando se inició en el sistema ptolemaico dijo con un suspiro: “Si el Señor Todopoderoso me hubiera consultado antes de empezar la Creación, yo le habría recomendado algo más sencillo”.

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