Pero más allá de la esfera de la Luna nada cambia, ni está presente ninguno de los cuatro elementos terrestres. Los cuerpos celestes se componen de un “quinto elemento” diferente, puro e inmutable, que se hace más puro cuanto más se alejan de la Tierra. El movimiento natural del quinto elemento –distinto del de los cuatro elementos terrestres– es circular, porque la esfera es la única forma perfecta y el movimiento circular es el único movimiento perfecto. El movimiento circular no tiene principio ni fin; vuelve sobre sí mismo, y continúa así para siempre: es un movimiento sin cambio.
El sistema tenía empero otra ventaja. Tratábase de una componenda entre dos tendencias filosóficas opuestas. Por un lado, la tendencia “materialista”, iniciada con los jónicos, había continuado con hombres como Anaxágoras, quien creía que el homo sapiens debía su superioridad a la destreza de su mano, y como Heráclito, que consideraba el universo como un producto de fuerzas dinámicas en eterno fluir; y había culminado con Leucipo y Demócrito, los primeros atomistas. La tendencia opuesta, que nació con los eleáticos, encontró su expresión suprema en Parménides, quien enseñó que todo cambio aparente, toda evolución y decadencia eran ilusiones de los sentidos, porque lo que existe no puede nacer de algo que no exista o que sea diferente de ello. Y enseñó que la realidad que había detrás de la ilusión es indivisible, inmutable y de una condición de estática perfección. De suerte que para Heráclito la realidad es un proceso continuo de cambio y acaecer; un mundo de tensiones dinámicas, creadoras, entre opuestos; en tanto que, para Parménides, la realidad es una esfera uniforme, sólida, increada, eterna, inmóvil, inmutable. 13
Desde luego que el párrafo anterior es un resumen ultrasimplificado de uno de los períodos más vívidos de debate filosófico; pero mi finalidad consiste tan solo en mostrar cuán nítidamente el modelo aristotélico del universo resolvió el dilema básico, al entregar la región sublunar a los materialistas y hacer que la gobernara la divisa de Heráclito (“todo es cambio”), en tanto que el resto del universo, eterno e inmutable, permanecía bajo el signo de Parménides: “nunca cambia nada”.
Tampoco aquí se trataba de una conciliación; era una yuxtaposición de dos concepciones del mundo o “sentimientos del mundo”, que atraían profundamente el espíritu de los hombres. Esa atracción aumentó su poder cuando, en una fase ulterior, la yuxtaposición se convirtió en gradación entre los opuestos; cuando el original universo aristotélico de dos pisos –solo sótano y desván– fue sustituido por una estructura elaboradamente gradual, de muchos pisos, una jerarquía cósmica, en que cada objeto y cada criatura tenían su “lugar” exacto, porque su posición en el espacio de muchas capas, que se extendía entre la Tierra inferior y el cielo superior, definía su lugar en la escala de valores, en la cadena del ser. Ya veremos que este concepto de un cosmos jerárquico y cerrado en sí mismo, como la Administración pública (salvo que no había en él ningún progreso, sino solo retroceso), sobrevivió durante casi un milenio y medio. Era en verdad un universo de mandarines. En esos largos siglos el pensamiento europeo guardó mayor afinidad con la filosofía china o india que con su propio pasado y futuro.
Con todo, aun cuando la filosofía europea fuese tan solo una serie de escolios a Platón, y aun cuando Aristóteles sofocara durante un milenio la física y la astronomía, la influencia de ambos filósofos obedeció, en última instancia, no tanto a la originalidad de sus doctrinas, cuanto a un proceso de selección natural en la evolución de las ideas. De un determinado número de revoluciones ideológicas cada sociedad elige la filosofía que, de manera inconsciente, percibe como la más apropiada para sus necesidades. En los siglos posteriores, siempre que en Europa cambió el clima cultural también los dos astros gemelos cambiaron de aspecto y color: Agustín y Tomás de Aquino, Erasmo y Kepler, Descartes y Newton, cada cual interpretó en ambos filósofos un mensaje diferente. Las ambigüedades y contradicciones de Platón y las contorsiones dialécticas de Aristóteles no solo admitían un vasto campo de interpretación y grandes desplazamientos del acento, sino que, tomados ambos conjunta o alternadamente, combinando facetas escogidas de cada uno, el efecto total podía llegar a ser virtualmente inverso; veremos que el “nuevo platonismo” del siglo XVI era en muchos aspectos opuesto al neoplatonismo de principios de la Edad Media.
Aquí debemos volver a considerar brevemente la aversión que Platón sentía por el cambio –por la “generación y decadencia”–, que convertía la esfera sublunar en un despreciable suburbio del universo. El propio Aristóteles no compartía tal aversión. En su condición de biólogo sagaz, consideraba todo cambio, todo movimiento de la naturaleza, como algo que tenía una finalidad y se encaminaba hacia una meta, aun los movimientos de los cuerpos inanimados: una piedra caerá hacia la tierra, así como el caballo irá a su establo, porque ese es su “lugar natural” en la jerarquía universal. Más adelante tendremos ocasión de apreciar los desastrosos efectos de esta concepción aristotélica en el desarrollo de la ciencia europea; por el momento quisiera solo señalar que la actitud de Aristóteles respecto del cambio, aunque el filósofo rechace la evolución y el progreso, no es tan derrotista como la de Platón. Sin embargo, el neoplatonismo, en su tendencia dominante, ignora el hecho de que Aristóteles disintiera en este punto esencial, y se las arregla para tomar lo peor de los dos mundos. Adopta el esquema aristotélico del universo, pero hace de la esfera sublunar un valle de sombras platónico; sigue la doctrina platónica del mundo natural como débil copia de formas ideales –que Aristóteles rechazó–, pero coincide con Aristóteles en cuanto a colocar el Primer Motor fuera de los confines del mundo. Sigue a los dos en los ansiosos esfuerzos por construir un universo amurallado, protegido contra las incursiones bárbaras del cambio, un juego de esferas dentro de esferas, que giran eternamente sobre sí mismas, pero que permanecen en el mismo lugar, ocultando así su vergonzoso secreto, ese centro de infección, seguramente aislado en la cuarentena sublunar.
En la inmortal parábola de la caverna, donde los hombres están encadenados de espaldas a la luz, con lo cual solo ven el juego de sombras proyectado en la pared, sin saber que estas no son sino sombras, sin saber que la realidad luminosa está fuera de la caverna, en esta alegoría de la condición humana Platón hizo sonar una cuerda arquetípica de ecos tan punzantes como la armonía de las esferas de Pitágoras; pero cuando consideramos el neoplatonismo y el escolasticismo como filosofías concretas y preceptos de vida, nos sentimos tentados a invertir las cosas y a pintar a los fundadores de la Academia y del Liceo como si fuesen dos hombres temerosos, que están de pie en la caverna hecha por ellos mismos, mirando a la pared, encadenados a sus lugares, en una edad catastrófica, volviendo las espaldas a la llama de la edad heroica de Grecia y proyectando grotescas sombras, que habrán de ser la obsesión de la humanidad durante más de mil años.
1 Citado por Farrington, op. cit., pág. 81.
2 PLATÓN, La República, Libro VII, según la traducción de Thomas Taylor.
3Loc. cit.
4 Artículo de G. B. GRUNDY, sobre “Greece”, Ency. Brit. X-780 c.
5 BERTRAND RUSSELL, Unpopular Essays, Londres, 1950, pág. 16.
6Política, citado por K. R. Popper, The Open Society and its Enemies, Londres, 1945, vol. II, pág. 2.
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