Arthur Koestler - Los sonámbulos

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La observación del cosmos ha sido, a lo largo de la historia de la humanidad, un terreno tambaleante, lejano del rigor cientificista que parece caracterizar a la exploración de la naturaleza. Su estudio tampoco ha sido progresivo: ha variado y ha decaído, ha ofrecido teorías racionales e insensatas, ha ido de la mano tanto de la teología como de la ciencias formales. Entre sus protagonistas hay matemáticos y físicos,pero también canónigos, que, a tientas e incluso en contra de sus propias creencias, han descubierto, como verdaderos sonámbulos, los misterios del sistema solar y del universo. Arthur Koestler narra en este libro elocuente y riguroso el movimiento oscilante de la astronomía desde sus inicios en Babilonia hasta la irrupción de Isaac Newton, guiado tanto por el deseo de revelar la historia de la cosmología, como por el ánimo de retratar a esos hombres «pueriles y absorbidos por problemas prosaicos» (como Copérnico, Kepler, Galileo o el mismo Newton), que echaron a andar la máquina de la revolución científica más importante de nuestra historia.

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Las tres nociones fundamentales de esta nueva mitología eran: el dualismo del mundo celestial y del mundo sublunar, la inmovilidad de la Tierra en el centro, y el carácter circular de todo movimiento celeste. Procuré mostrar que el común denominador de los tres, y el secreto de su atracción inconsciente, eran el temor al cambio, el deseo de la estabilidad y permanencia de una cultura en curso de desintegración. Una leve disociación de la mente y un pensamiento doble acaso no fueran un precio demasiado alto para acallar el temor a lo desconocido.

Pero que el precio fuera alto o no, lo cierto es que hubo que pagarlo: el universo quedó profundamente congelado y la ciencia paralizada, y se postergó por un milenio, o algo más, la fabricación de lunas artificiales y armas nucleares. Nunca sabremos si, sub specie aeternitatis, esto fue bueno o malo; pero dentro de la limitada esfera del campo de que nos estamos ocupando fue claramente malo. La concepción circular dualista, con la Tierra como centro del cosmos, excluyó todo progreso y todo compromiso, por temor a poner en peligro su principio fundamental: la estabilidad. De manera que ni siquiera podía admitirse que los dos planetas interiores girasen alrededor del Sol, porque una vez sentada una concesión acerca de este punto sin importancia, aparentemente inofensivo, el paso lógico siguiente era el de extender la idea a los planetas exteriores y a la propia Tierra, como lo mostró claramente la desviación de la cosmología de Heráclides. El espíritu atemorizado, siempre a la defensiva, tiene conciencia particularmente aguda de los peligros que entraña ceder una pulgada al demonio.

El complejo de temor de los últimos cosmólogos griegos se hace casi palpable en un curioso pasaje 22del propio Ptolomeo, donde este defiende la teoría de la inmovilidad de la Tierra. Comienza con el habitual argumento, fundado en el sentido común, de que si la Tierra se moviese, “todos los animales y todos los cuerpos separados quedarían flotando detrás de ella en el aire”, lo que parece bastante plausible, aunque los pitagóricos y los atomistas hubiesen comprendido mucho antes de Ptolomeo la naturaleza falaz de tal argumento. Pero Ptolomeo continúa luego diciendo que si la Tierra realmente se moviera, “dada su gran velocidad, habría quedado por completo fuera del propio universo”. Ahora bien, esto no es plausible ni siquiera en el nivel más ingenuo, pues el único movimiento atribuido a la Tierra era el movimiento circular alrededor del Sol, lo cual no comportaba riesgo alguno de salirse del universo, así como tampoco el Sol corría tal riesgo por el hecho de moverse alrededor de la Tierra. Desde luego que Ptolomeo lo sabía muy bien o, para decirlo con mayor precisión, lo sabía uno de los compartimientos estancos de su espíritu en tanto que el otro estaba hipnotizado por el temor de que si se conmovía la estabilidad de la Tierra, el mundo se desharía en pedazos.

El mito del círculo perfecto se arraigó profundamente y ejerció un enorme poder hipnótico. Es, después de todo, uno de los símbolos más antiguos. El ritual de trazar un círculo mágico alrededor de una persona, obedece al designio de protegerla, contra espíritus hostiles y peligros del alma: el círculo señalaba el lugar de un santuario inviolable y se lo usaba, habitualmente, para trazar el sulcus primigenius, el primer surco, cuando se fundaba una nueva ciudad. Además de ser un símbolo de estabilidad y protección, el círculo, la rueda, tenía una ventaja técnica, pues era un elemento apropiado para cualquier máquina. Pero, por otra parte, las órbitas planetarias, evidentemente, no eran círculos, sino que eran excéntricos, combas, órbitas ovales o de forma de huevo. Se las podía representar, mediante artificios geométricos, como el producto de una combinación de círculos, pero solo al precio de renunciar a toda semejanza con la realidad física. Existen algunos restos fragmentarios, procedentes del siglo I d. C., de un aparato planetario griego de pequeñas dimensiones, un modelo mecánico construido para reproducir los movimientos del Sol, la Luna y, acaso también, de los planetas. Pero sus ruedas o, por lo menos, algunas de ellas, no son circulares, sino ovoides. 23Si echamos una mirada a la órbita de Mercurio en el sistema ptolemaico de la pág. 68 veremos, del mismo modo, una curva ovoide evidente. Sin embargo, se ignoraban estos indicios, se los relegaba al limbo, como sacrificio en honor del círculo.

Con todo, nada había de tremendo a priori, en las curvas ovales o elípticas: también ellas eran curvas “cerradas” que volvían a sí mismas y mostraban una tranquilizadora simetría y una armonía matemática. En virtud de una irónica coincidencia debemos al mismo hombre el primer estudio exhaustivo de las propiedades geométricas de la elipse, es decir, a Apolonio de Perga, quien sin comprender que tenía la solución en sus manos, inició la concepción del universo monstruo epicíclico. Y veremos así que, dos mil años después, Johannes Kepler –que curó a la astronomía de la obsesión circular– aun vacila en adoptar las órbitas elípticas porque, según escribe, si la solución fuera tan sencilla, “el problema ya habría sido resuelto por Arquímedes y Apolonio”. 24

VI. EL UNIVERSO CUBISTA

Antes de despedirnos del mundo griego, un paralelo imaginario podría ayudarnos a concentrar estas cuestiones en un foco.

En 1907, simultáneamente con la exhibición conmemorativa de los cuadros de Cézanne, se publicó en Paris una colección de cartas del maestro. Un pasaje de una de ellas rezaba así:

Toda cosa de la naturaleza está modelada según la esfera, el cono y el cilindro. Debemos apoyar nuestra pintura en esos cuerpos simples y podremos luego realizar cuanto queramos.

Y más adelante:

Hay que tratar la naturaleza reduciendo sus formas al cilindro, a la esfera y al cono, poniéndolo todo en perspectiva, de manera que cada lado de un objeto, cada plano, se enderece hacia un plano central. 25

Este postulado se convirtió en el evangelio de una escuela de pintura conocida con el equívoco nombre de “cubismo”. El primer cuadro cubista de Picasso fue diseñado por entero con cilindros, conos y círculos, en tanto que otros representantes del movimiento veían la naturaleza como cuerpos angulares: pirámides, paralelepípedos, octaedros. 26

Pero, sea que pintaran desde el punto de vista de los cubos o que lo hicieran desde el punto de vista de los cilindros o de los conos, la finalidad declarada de los cubistas era reducir todo objeto a una configuración de cuerpos geométricos regulares. Ahora bien, el rostro humano no está hecho de cuerpos regulares, así como las órbitas de los planetas no representan círculos regulares. Pero, en ambos casos, es posible “salvar los fenómenos”: en Femme au miroir, de Picasso, la reducción de los ojos y del labio superior del modelo a un juego de esferas, pirámides y paralelepípedos, exhibe la misma inventiva y la inspirada locura de las esferas metidas dentro de esferas, de Eudoxo.

Es bastante deprimente imaginar qué habría ocurrido con la pintura si el postulado cubista de Cézanne se hubiera convertido en un dogma, como lo fue el de Platón acerca de la esfera: Picasso se habría visto condenado a seguir pintando vasos cilíndricos cada vez más elaborados, hasta el extremo más estéril. Y ciertos talentos menores no habrían tardado en comprobar que era más fácil “salvar los fenómenos” con la regla y el compás, en el papel cuadriculado y bajo una lámpara de neón, que enfrentando los escándalos de la naturaleza. Afortunadamente, el cubismo fue solo una fase pasajera, porque los pintores tienen la libertad de elegir su estilo; pero los astrónomos del pasado no tenían esa misma libertad. El estilo en que el cosmos se representaba tenía, como vimos, relación directa con las cuestiones fundamentales de la filosofía, y luego, durante la Edad Media, guardó relación fundamental con la teología. La maldición del “esferismo” pesó sobre la visión humana del universo durante dos mil años.

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