Índices, iconos y símbolos
A muchas personas nos ha pasado más de una vez: entramos en un bar con mucho ruido, o llegamos a un país extranjero en el que no dominamos el idioma, y tenemos que pedir o comprar una cerveza, un desodorante... lo que sea. Entonces hacemos gestos. Podemos mover las manos y el cuerpo como si estuviésemos bebiendo un vaso de cerveza o aplicándonos desodorante en las axilas. Aunque, lo más sencillo de todo, si esos objetos están delante de nosotros, es señalarlos con el dedo. Este último sistema lo emplean los bebés de manera instintiva (se trata de uno de los primeros actos de comunicación deliberada que se observa en humanos), y funciona muy bien, ya que se establece una relación física y temporal entre el dedo que apunta y algún objeto o suceso. Este tipo de signos son conocidos como índices. El dedo que apunta es un índice del objeto señalado. Son también índices aquellos signos que establecen alguna relación lógica con algún objeto o suceso: por ejemplo, el humo es un índice de la existencia de fuego, una veleta indica la dirección del viento y el olor a churros recién hechos es un índice de que nos acercamos al recinto de las fiestas patronales. Por otra parte, tenemos los iconos . Estos son signos que, de alguna manera, se parecen a aquello que tratan de representar. Los gestos de beber un vaso de cerveza, o de aplicar el desodorante, son iconos. También son iconos las onomatopeyas, que ponemos en práctica al tratar de hacernos pasar por un perro o una oveja. Y, desde luego, los iconos más evidentes son aquellos en los que se representa el objeto de atención mediante un dibujo, un grabado, una estatuilla o algún tipo de esquema que lo refleje de manera más o menos directa. Muchas señales de tráfico, la Gioconda y los bisontes pintados en las rocas de la cueva de Altamira son iconos (que pueden tener también, o no, naturaleza simbólica).
Los índices e iconos son universales, en el sentido de que no dependen de ninguna convención. Tienen la gran ventaja de que resultan evidentes para la mayoría de receptores, sin que se necesite ningún aprendizaje previo. Esta facilidad de uso se hace a costa de repertorios bastante limitados sobre los que, además, pesa un pequeño problema: la ambigüedad. El dibujo de una lanza, ¿hace referencia a una lanza de madera de acacia o de madera de cedro?, ¿quizás otro material? Ese olor a churros que ha encendido nuestro tracto digestivo, ¿viene de un puesto que está a 50 o a 300 metros? La cerveza que me pides, ¿es con o sin alcohol?, ¿un tercio o un quinto? Esta ambigüedad puede aclararse, en parte, mediante una combinación de varios iconos, es decir, incluyendo la sintaxis; pero todo se solucionaría y quedaría zanjado con mensajes que rezaran «Lanza de madera de cedro», «Churros La Candelaria a 200 m», o «Por favor, ponme un tercio de cerveza sin alcohol». Pero esto es otro cantar, ya que aquí estamos dando un salto de grandes dimensiones para topar con el simbolismo.
Figura 2. Iconos, índices y símbolos. En nuestra vida cotidiana utilizamos con soltura distintos tipos de signos.
Los símbolos se establecen por mutuo acuerdo entre quienes los usan. La relación con el objeto, idea o hecho al que hacen referencia es arbitraria, lo cual obliga a que se necesite un aprendizaje para usarlos de forma correcta. El lenguaje es el ejemplo más fascinante que conocemos de sistema simbólico. La palabra «cuchara», en forma oral o escrita, no tiene, en principio, ninguna relación lógica con el objeto al que se refiere, es pura invención, igual que lo son las palabras «spoon», «skje», «kaşık» o «colher». Es cierto que algunas palabras pueden funcionar como índices («este», «aquella»), y también como iconos («clic», «guau»), sin embargo, la inmensa mayoría de palabras son símbolos arbitrarios (incluyendo la arbitrariedad de palabras índice, como «esta» o «this»). A pesar de la dificultad que resulta de la necesidad de un aprendizaje, el lenguaje tiene muchas e importantes ventajas respecto a índices e iconos. Para empezar, iconos e índices son analógicos, frente al lenguaje, que es digital. En los sistemas analógicos los límites no están definidos, sino que existe una continuidad: hay innumerables maneras de dibujar un perro o de imitar el ladrido de un perro, lo cual repercute en la ambigüedad ya indicada (el dibujo que acabo de hacer, ¿es de un perro o de un lobo?). Sin embargo, el lenguaje es digital, está formado por elementos discretos: en el lenguaje oral cada idioma tiene un puñado de sonidos (fonemas) que carecen de cualquier significado, que se combinan de innumerables maneras para formar morfemas y palabras con significado. La naturaleza digital de nuestro sistema fonológico nos permite diferenciar con facilidad entre miles y miles de palabras, y también nos permite inventar todas aquellas palabras que necesitemos. Se calcula que a la edad de 6 años pueden entenderse hasta unas 20 000 palabras, y que una persona adulta culta puede distinguir de manera rutinaria entre más de 60 000 palabras. Y algo similar ocurre con las lenguas escritas y de gestos. A su vez, mediante reglas sintácticas, las palabras pueden combinarse de infinitas formas para construir frases, que pueden hacer referencia con precisión a cualquier idea o cosa que podamos imaginar, exista o no en el mundo real. Esta modularidad permite construir una cantidad ilimitada de elementos a partir de unas pocas piezas básicas.
Todas las lenguas tienen lo que se llama doble articulación , que hace referencia a la existencia de dos niveles estructurales. En el lenguaje combinamos piezas entre sí siguiendo sistemas de reglas. En esencia, y sin meternos en abstrusas complicaciones y discusiones lingüísticas, la cosa puede resumirse así: por una parte hay un nivel de piezas que aisladas no significan nada (los fonemas), que pueden combinarse en unidades mayores llamadas morfemas (en ocasiones un morfema y una palabra resultan ser lo mismo, por ejemplo, el morfema «flor»; pero muchas otras veces un morfema es parte de una palabra, como en la palabra «flores», formada tras unir los morfemas «flor» y «-es»). Y, por otra parte, tenemos un nivel en el que ordenamos palabras para formar cualquier tipo de enunciado. El manual de instrucciones para todo esto se llama gramática , y dentro de ella hay una parte dedicada de manera específica a estudiar cómo se combinan las palabras: la sintaxis . Una característica básica de la sintaxis de todas las lenguas (o de casi todas, ya que hay discusiones respecto a algún idioma, como el pirahã, hablado por un pequeño pueblo de la Amazonia) es la recursividad , que consiste en la capacidad de generar una cantidad infinita de mensajes aplicando un conjunto limitado de reglas sobre un número pequeño de piezas. Puedo decir, por ejemplo «Ayer comí una sardina», o «Ayer por la mañana comí una sardina», o bien «Ayer por la mañana temprano, antes de subir al autobús que me llevaría al trabajo, resulta que me entró un hambre de miedo y como no tenía nada más en casa comí una sardina». Y así hasta que uno se canse.
Para el lingüista Noam Chomsky la propiedad básica del lenguaje, y la operación sintáctica más sencilla sobre la que se articula todo el sistema, es lo que él llama Ensamble (Merge) , que consiste en tomar dos elementos sintácticos para generar uno nuevo de jerarquía mayor.
En la evolución humana hay quienes consideran que la capacidad mental que dio el pistoletazo de salida al lenguaje fue el desarrollo de la sintaxis, la capacidad para combinar palabras y frases mediante su propiedad básica Ensamble . Por muy sencillo que nos pueda parecer, ningún otro sistema de comunicación animal posee esta propiedad. Las reglas de combinación sobre las que se organiza una lengua permiten generar innumerables mensajes con significado a partir de un grupo reducido de elementos. Los signos y las llamadas que generan los animales no humanos, aunque pueden alcanzar una cierta complejidad son, sin embargo, entes fijos y aislados que por lo común no se combinan para formar mensajes con significados nuevos, distintos a lo que ya significa cada elemento individual. Ni siquiera en los elaborados cantos de algunas aves o de los cetáceos se han encontrado indicios de que los elementos que constituyen sus melodías tengan significado (desde el punto de vista lingüístico; desde luego que tienen un significado evolutivo, pero ese es otro tema), o de la existencia de combinación sintáctica entre sus elementos para generar algún significado nuevo (con todo, algunos investigadores indican que hay monos, como los titís o el cercopiteco de nariz blanca, que son capaces de combinar dos llamadas distintas para generar un mensaje con significado nuevo, hecho que indicaría una incipiente sintaxis; otro ejemplo excepcional es el del bonobo Kanzi, que veremos a continuación).
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