El fin del armario es un documento de época, un álbum de fotografías, una película inconclusa. Y es también el testimonio más claro y contundente de que ya nada será como fue.
–Osvaldo Bazán
A MODO DE INTRODUCCIÓN1
Adolescencias robadas
Estábamos reunidos en una plaza. Éramos compañeros del secundario y estábamos formando una agrupación estudiantil. Era casi de noche. El chico rubio me llamó tanto la atención que, de repente, me olvidé de lo que estábamos discutiendo, sin entender ni preguntarme por qué. Sólo supe –así, sin dudas– que nos haríamos amigos, porque “amigo” era lo único que concebía que yo pudiera ser de otro chico. No entendía por qué tenía un deseo tan fuerte de comenzar una amistad con alguien a quien apenas conocía, pero lo cierto es que nos hicimos muy amigos.
Cuando nuestra amistad ya era tan importante que no entendíamos cómo haríamos para vivir sin ella, el chico rubio me convenció de lo que mis compañeras no habían podido: que me vistiera más moderno, que me cortara el pelo con más onda, que además de ir a reuniones del centro de estudiantes, fuera a boliches y fiestas, que hiciera cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplirlos, que me divirtiera más. Y me vestí con la ropa que él me regalaba, me corté el pelo igual a él, salí a bailar con él, nos divertimos juntos.
Él se levantaba a todas las minitas. Yo lo acompañaba, lo esperaba, lo escuchaba cuando él me contaba; yo no me daba cuenta. Un día estábamos tirados en el balcón de su casa y me dijo que estaba tan caliente –éramos adolescentes, las hormonas enloquecidas– que cogería hasta conmigo, y hoy recuerdo que pensé lo que en ese momento no registré que acababa de pensar. Sí, lo pensé. Fue un flash, un impulso, un escalofrío; después, la censura y el olvido, todo en una fracción de segundo. No le contesté. Cambiamos de tema y el tiempo pasó y él siguió cambiando de novias y a mí me eligieron secretario general de la juventud del partido y un día me di cuenta de que ya tenía veintitrés años y el sexo me aburría.
El sexo me aburría.
Era como una promesa incumplida. Yo ejercía mi mandato, más por obligación que por ganas, imitando a los demás, pero no recibía a cambio los placeres que mi amigo me contaba luego de sus incursiones en el cuerpo femenino. Lo peor era el beso: no tenía gusto a nada. Era un trámite necesario para ponerla, una entrada que había que pagar para pasar al siguiente nivel, con cierta satisfacción física seguida de una incomprensible sensación de que algo no funcionaba. Se me terminó la adolescencia y no llegué a descubrir la combinación de la cerradura que abriera la puerta al paraíso que mi amigo juraba que existía y que yo, claro, fingía conocer.
Años después, una noche, por casualidad –o quizás no–, otro amigo heterosexual me llevó a conocer un boliche gay. Yo fui porque él insistió que era divertido, aunque no me cabía en la cabeza eso de ir a un lugar de putos. Pero volví, con excusas tan malas como las que, años atrás, cierta noche habían justificado mi interés por el rubio. Y poco después, un amigo de otro amigo, en el boliche de putos, no me creyó que yo nada que ver y me buscó varias veces un beso, hasta que la testosterona se cruzó con una burbuja de champán en un torrente sanguíneo acelerado y no aguanté más. ¿Por qué no se lo iba a dar si yo también me moría de ganas?
El descubrimiento fue instantáneo: eso era el beso.
Después, claro, el sexo; la cerradura se abrió. ¡No era aburrido! Ahí estaban los placeres de los que me hablaba mi amigo rubio. Eran tal cual. Y entonces ya no necesité más; la censura se evaporó. Algo no había pasado en aquellos años de mi adolescencia y, cuando al fin estuvo todo claro, sentí que me la habían robado. De todas las cosas de la vida que nos prohibieron a los gays, la adolescencia es la más injusta.
Quiero que me la devuelvan.
Quiero vivir cada experiencia en el momento justo, tener mi primer novio a la misma edad en que mis amigos tuvieron su primera novia, y que los primeros besos sean torpes, experimentales, llenos de sorpresas, y descubrir el sexo con inocencia y emborracharme sin tener todavía edad para hacerlo, y que me pongan amonestaciones que no sean por una causa justa, sino por una divertida, y hacer las cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplir los dieciocho. Quiero que el chico rubio me vuelva a decir que está tan caliente que cogería conmigo y entonces coger con él en su casa, esa tarde, en pleno verano, en plena adolescencia, con las hormonas enloquecidas.
Las experiencias perdidas son irrecuperables, porque nunca más estaremos ahí para saber cómo hubiesen sido. Cuando hablamos de educación sexual en la escuela, la que tanto asusta a los dinosaurios, la que yo no tuve, estamos hablando también de esas adolescencias no realizadas, de esos deseos censurados, de esas experiencias no vividas. Por el bien de los chicos que todavía están a tiempo de no perdérselas, de librarse del armario, de madurar sin fantasmas medievales que los persigan, necesitamos romper con las barreras que hacen de nuestra sociedad un lugar menos amigable para algunos.
A la película de Pablo Rago que nos pasaron los de Johnson & Johnson en primer año2 le faltaba una parte de la historia. Nos mintieron, porque nos contaron un mundo en el que nosotros no existíamos. Nos quitaron el derecho a vivir las mismas cosas que nuestros amigos vivían mientras nosotros nos las perdíamos porque solo venían en formato chico + chica y nadie nos había dicho que quizá podíamos ser –y no tenía nada de malo que fuéramos– diferentes.
–What’s a faggot?
–A faggot is a word used to make gay people feel bad.
–Am I a faggot?
–You might be gay but don’t let anyone ever call you a faggot… You don’t need to know right now.
(Diálogo entre Juan y el pequeño Chiron en la película Luz de luna)
No hay una primera vez para entrar al armario; nacemos dentro. Cuando todavía no lo sabemos –ni tendríamos cómo, porque la sexualidad aún no forma parte de nuestras preocupaciones y no aprendimos las palabras que necesitaríamos para hablar de ella–, ya hay un armario invisible construido a nuestro alrededor.
La presunción es el punto de partida. Se presume que ese bebé con genitales masculinos un día será un hombre; que aquel con genitales femeninos será una mujer; que ese futuro señor tendrá una señora, que esa futura señora lo será de algún señor. El armario de nuestra infancia viene con colores, juegos, juguetes, cuentos infantiles con príncipe y princesa, expectativas y planes de nuestros padres, amigos, maestros y algún tío o tía que en cada fiesta de cumpleaños nos pregunta si tenemos novia, porque es obvio que no existe otra posibilidad.
La presunción se transforma en un destino que asumimos como meta, eso que vamos a ser cuando seamos grandes.
El bullying homofóbico empieza antes de que podamos entenderlo. “¿Qué es un marica?”, le pregunta Chiron a Juan en Luz de luna, y después: “¿Yo soy marica?”. La primera vez que escuchamos un insulto homofóbico, no sabíamos que éramos gays, ni qué era ser gay, pero comenzamos a intuir que, si fuéramos eso, la pasaríamos mal. Que a los demás no les gustaría, sobre todo a nuestra familia. Como escribe Osvaldo Bazán en su Historia de la homosexualidad en la Argentina:
El niño judío sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres judíos le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de por qué esta noche no es como todas las noches y le cuentan de aquella vez que hubieron de salir corriendo y el pan no levó. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá, el niño judío, que no está solo. El niño negro sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres negros le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de la cuna de la humanidad, de un barco, una guerra. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá que no está solo. El niño homosexual sufre la estupidez del mundo y ni se le ocurre hablar con sus padres. Supone que se van a enojar. Él no sabe por qué, pero se van a enojar.
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