Manuel Borja-Villel - Campos magnéticos

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Arte y política son ámbitos fuertemente interconectados, se atraen y se repelen, dibujan continuidades y provocan rupturas, y los ensayos que se recogen en el presente volumen se hallan sujetos a la tensión entre estas fuerzas.Ya sea como reflexión sobre la condición contemporánea, sobre la práctica artística o sobre los límites y la potencialidad del museo, cada uno de los escritos se halla situado en el tiempo y el espacio, y todos ellos reflejan la trayectoria intelectual de Manuel Borja-Villel al frente de importantes instituciones museísticas, así como algunas de sus inquietudes curatoriales como responsable de numerosas exposiciones o programas públicos a lo largo de los últimos treinta años.Defensor de la hibridación y el trasvase de saberes frente a la compartimentación estanca del conocimiento y su forma de organización, este libro apuesta por la investigación extradisciplinar y la interrelación de múltiples campos. Y es ante todo una invitación a reflexionar sobre el arte, sus organizaciones y sus actores.

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Nos encontramos inmersos en un sistema que ha dejado de producir únicamente en la fábrica y que se caracteriza por la importancia de lo cognitivo, la conectividad y la transversalidad de los conceptos. En él cualquier cosa es susceptible de transformarse de inmediato en una mercancía, general e intercambiable. Si no queremos añadir más elementos de consumo a una sociedad que no los necesita, es imperativo que aprendamos a trabajar en la negatividad de los intersticios, en la excepcionalidad de lo que el sistema no reconoce. En estas situaciones anómalas se puede provocar aquello que Alain Badiou denomina «acontecimiento», que implica un cambio de nuestros códigos de percepción y la apertura a la historia. La propuesta artística del colectivo DAAR (Decolonizing Architecture Art Residency) sería, en este sentido, paradigmática. Al desarrollar una de sus acciones en los cinco metros reales que representa la línea que en los mapas separa los territorios israelíes y palestinos, se hace visible la distancia que existe entre la representación (impuesta) y la realidad, a la vez que incide en ellas.

A diferencia de las vanguardias históricas, el mundo contemporáneo no está interesado en la redacción de manifiestos, ni en su distribución. Tal vez porque no requiere de un líder que, desde afuera, dirija su camino y las proclamas se convierten a menudo en eslóganes vacíos. La voluntad redentora del artista moderno ha dejado de tener sentido. El arte contemporáneo no disfruta por sí solo de ninguna autonomía ni posee ya el monopolio de la producción simbólica relevante en nuestras sociedades. Es intertextual y contextual, y su potencia crítica deriva de su situación en un ecosistema concreto, sea este un museo, una galería, una corporación, un centro cívico o un espacio público.

LA (IN)UTILIDAD DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

Toda generación concibe su época como si esta fuese el inicio o la culminación de un proceso histórico. Sin embargo, determinada como está a consumirse en un presente continuo, la sociedad actual parece no entender ni de referencias pretéritas ni de propuestas de futuro. A diferencia de otros momentos del pasado, nuestro tiempo se define a sí mismo en términos poshistóricos. Hablamos de posmodernidad, posfordismo, poscolonialismo o incluso posdemocracia. Un mundo sin ayer ni mañana, que no permite la alteridad o el antagonismo y donde cualquier desacuerdo queda reducido a una cuestión de estilo o moda. Nos hallamos atrapados en el instante de la transacción comercial, inmersos en un espejismo en el que, como describe Jonathan Crary en su libro 24/7 , se establece una falsa equivalencia entre aquello que es accesible, disponible o utilizable y lo que existe. Esta situación acarrea necesariamente el empobrecimiento de nuestras facultades cognitivas y afectivas.

En el terreno de la cultura, esa falta de perspectiva histórica ha ido acompañada de un énfasis en la recepción más que en la producción. Michel Foucault y Roland Barthes diagnosticaron la «muerte» del autor o, mejor dicho, su sustitución por el lector/espectador como factor central del hecho artístico. En consonancia, se entendió el acto creativo como un trabajo de recopilación, asociación y montaje de obras ya existentes. El arte devino reflexivo, cuestionaba su propia naturaleza y empujaba al espectador a discriminar constantemente lo que era arte de lo que no lo era. En los años ochenta y a principios de los noventa, los miembros de la denominada Pictures Generation (Cindy Sherman, Louise Lawler y otros) y también aquellos asociados a la crítica institucional (Hans Haacke, Michael Asher o Andrea Fraser) encarnaron de un modo ejemplar esta posición. Se apropiaron de imágenes reconocibles de la historia del arte, hicieron uso de las nuevas fuentes de la cultura popular e idearon piezas en las que el análisis de las imágenes iba unido al cuestionamiento de la representación y los dispositivos.

Desde Duchamp, esta corriente especulativa ha constituido una de las líneas de fuerza de la modernidad. Pero, si antes existía una cierta distancia entre el ámbito de la experiencia estética y el de la actividad económica, en la actualidad esta separación no se sustenta porque el saber y nuestra propia subjetividad ocupan un lugar privilegiado en el sistema de producción de valores. Esa es la diferencia del mundo moderno respecto al contemporáneo. La disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son. Comprobamos que, a lo largo de los noventa, el interés artístico se inclinó hacia prácticas más procesuales y comunitarias. En ellas la obra abandona su autonomía e incorpora mecanismos y conceptos que a menudo tienen que ver con la antropología, la sociología o la terapia. Se trata de propuestas que, al intentar cambiar nuestra forma de entender la vida, cuestionan las nociones heredadas y plantean nuevos modos de relación. No son utópicas en el sentido literal del término, ni anhelan la emancipación de un sujeto colectivo. Carecen de una finalidad definida de antemano, puesto que la comunidad imaginada siempre está por hacer, y persisten como documento (fotografía, filme o texto). El trabajo que durante más de tres años (1994-1997) hizo Marc Pataut en el extrarradio parisino, en la zona donde se construyó el Grand Stade de France, sería paradigmático de esta tendencia.

Según el canon moderno todo arte aspira a la pureza de las especialidades artísticas: la pintura debe ser pictórica, la escultura escultórica y así sucesivamente. En un reparto disciplinario de los trabajos, cada uno ha de estar en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le es propia. Sin embargo, el arte más reciente busca la hibridación de técnicas y medios. Incorpora textos, imágenes y escenarios, tiende hacia lo teatral y su manifestación plástica más extendida es la instalación. En esta la audiencia no permanece pasiva, sino que ha de navegar por ella, reconstituyéndola y haciéndola suya. Se entiende que el espectador escoge aquellos aspectos que le interesan y conforma su imagen de la obra, que no ha de coincidir forzosamente con la de otros espectadores, ni siquiera con la del autor. Tampoco se espera que contemple todo en la sala de exposiciones, los vídeos o documentos pueden visionarse o leerse a posteriori, en casa, en el estudio o en el despacho. En el arte posmedia no hay una experiencia artística única, sino una multiplicidad de ellas. Sea colectiva o individual, cualquier interpretación es siempre fragmentaria o parcial. La teatralidad contemporánea carece de voluntad totalizadora y es distinta de la Gesamtkunstwerk wagneriana.

El arte actual es performativo. Despliega sus significados cuando es «interpretado» por los públicos que se agrupan a su alrededor. Aquellos ya no responden a un patrón idéntico y cerrado en sí mismo, sino que son el resultado del encuentro y la tensión entre los diversos enunciados y situaciones. Ello aviva las potencialidades del individuo, permitiendo que este ejerza el dominio de su cuerpo y de sus actos. Con todo, uno de los problemas del arte contemporáneo reside en la confusión interesada entre actividad y agencia. Mientras que la primera no conlleva un cambio radical de nuestra manera de ser y pensar, la segunda implica la reinvención de las relaciones, el aprendizaje constante y la comprensión de la fragilidad de la vida. Durante años nos hemos empeñado en que un público compuesto de usuarios comprometidos participase diligentemente en nuestros programas y exposiciones, a tal punto que la idea de un espectador pasivo nos resultaba inaceptable. Se ha pasado de la obra y su propiedad al uso o usos de la misma. Pero, en la sociedad del cognitariado, el uso no garantiza la agencia ni evita que este se convierta en un gesto vacío. Si bien la instalación y el arte posmedia exigen un cierto compromiso por parte de la audiencia, también pueden acarrear la espectacularización del hecho artístico y su consecuente acatamiento de la lógica del mercado. De ahí que, como ha señalado Rosalind Krauss siguiendo a Walter Benjamin, 1 lo anacrónico, que implica mantener un punto de vista respecto al presente, constituye en este contexto un elemento de resistencia: va a contracorriente de la idealización de la novedad y la técnica.

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