Cada momento histórico parece haber exorcizado sus fantasmas a través de la construcción de una iconografía propia. Desde las pinturas negras de Goya al Guernica de Picasso, el arte nos ha ayudado a entender nuestro mundo, a explicarlo y combatirlo. Esto ha sido especialmente así en épocas de gran tensión social: guerras civiles, mundiales, Holocausto, Guerra Fría, etc. El terror, el miedo y a la vez la fascinación que produjo en el ser humano la explosión de la bomba atómica, por ejemplo, quedaron plasmados en un sinfín de pinturas, fotografías y textos durante los años cincuenta y sesenta. Ahora bien, no cabe duda de que la tarea de escoger alguna obra de este tipo nos resultaría hoy mucho más difícil. Y quizás si Goya hubiese nacido en nuestro tiempo no habría realizado ni Los fusilamientos del 3 de mayo ni otras pinturas de esta naturaleza. Carecerían de sentido porque habrían nacido ya como etiquetas, como cháchara, por utilizar la expresión de Heidegger, no como grito de rabia y crítica social.
Para Heidegger el mundo contemporáneo sufre dos formas de sociabilidad que él llama inauténticas: la charla, que consiste en un no situarse en el mundo; y la curiosidad, que es la fascinación por lo nuevo, la incapacidad de recogimiento. No es casualidad que estos dos aspectos parezcan dominar la cultura presente, con ese continuo organizar eventos en los que lo importante es la novedad y lo social más que el posicionamiento y la discusión. No solo lo mediático y mediocre se han instalado en nuestro tiempo, sino que constituyen su forma de reproducción y sociabilidad. Hemos pasado de las imágenes de la guerra a la guerra de las imágenes. Tal vez esa es la razón por la que muchos artistas centran su trabajo en el análisis de las propias estructuras de visibilidad a través de las cuales el poder tiende a perpetuarse a sí mismo. Pero justamente esta es la causa de la debilidad de una parte del arte actual: su predictibilidad, el hecho de que sea demasiado pedagógico e institucional, su determinación por ser arte. Actualmente parece que los artistas más interesantes son aquellos capaces de generar en nosotros imágenes, alegorías y textos sin aumentar el ya de por sí inflacionario mundo de iconos y etiquetas que nos rodea. El mejor artista, el más comprometido, no sería pues aquel que pintase el 3 de mayo , sino el que no lo hiciera. Y es que el silencio de Marcel Duchamp deviene hoy más elocuente que nunca.
1.J. G. Ballard, Kingdom Come (2006); Bienvenidos a Metro-Centre . Barcelona: Ediciones Minotauro, 2008, p. 46.
El período que transcurre desde la caída de la Unión Soviética, en el verano de 1991, hasta el descalabro financiero de 2008 supuso una fase muy reaccionaria de la historia, semejante a la que se extendió por Europa de 1815 a 1848. Como en el siglo XIX, la etapa contrarrevolucionaria actual refleja el rechazo por parte de los poderes establecidos del ímpetu transformador de la generación precedente, simbolizado por las revueltas de 1968.
Del mismo modo que surgió una nueva fuerza política en torno a las doctrinas del comunismo cuando las ideas de la burguesía ilustrada dejaron de representar a los sans-culottes , la progresiva disolución del proletariado como sujeto político único conlleva, en nuestro tiempo, la aparición de otros actores y formas de organización. La crisis económica internacional de 2008 y los movimientos de ocupación de las plazas de 2011 significan un punto de inflexión. Se ha hecho evidente que la mano invisible del mercado no se regula a sí misma y que los ciudadanos, hastiados de un sistema basado en la desigualdad y en la precariedad, son capaces de constituirse y gobernarse de una manera que cuestiona los sistemas de representación tradicionales.
Las metrópolis de los imperios modernos han dejado de ser los referentes de la creatividad y la cultura. Sin embargo, los principales núcleos financieros y económicos siguen marcando las pautas del mercado artístico. Con la globalización no ha desaparecido la dependencia de la periferia respecto al centro, sino que se ha transformado. El poder colonizador ya no proviene del Estado, sino de las multinacionales, y afecta tanto a las antiguas colonias como a las metrópolis. Existe hoy una relación estrecha entre territorios en apariencia dispares como son las banlieues de las grandes conurbaciones, los campos de refugiados y los barrios indígenas de las ciudades coloniales: todos ellos son lugares estigmatizados y excluidos.
En este escenario, el arte contemporáneo ha vivido un ciclo de expansión, al convertirse en un valor en el que invertir. Limitado por unas leyes patrimoniales que no favorecen su exportación, el arte antiguo ha quedado relegado a un segundo plano en el mercado global. Lo contemporáneo, en cambio, está de moda. Acaso no haya nada insólito en ello, puesto que los orígenes de esta atracción se remiten a las disputas de siglos pasados entre antiguos y modernos. La novedad es que ahora estamos ante una tendencia. Ciudades y promotores rivalizan en la construcción de equipamientos dedicados al arte del presente, así como en la organización de ferias, festivales o bienales, destinados a atraer a un público global deseoso de consumir experiencias. Nunca había sido la creatividad tan central como en nuestros días, pero tampoco había estado tan constreñida por toda una serie de estructuras que tienden hacia la homogeneización de sus prácticas. Hoy la cultura está dominada por la competición y la búsqueda del éxito. En ella el artista corre el riesgo de convertirse en una figura social sin demasiada o ninguna capacidad de movilización, porque no se le permite o quizás no le interesa.
Desde hace años, la instalación es el formato más extendido en el arte contemporáneo, por mucho que se haya insistido en el retorno de la pintura, que ha dejado de ocupar el lugar que tuvo en el momento álgido de la modernidad a mediados del siglo XX. Al ser multimedia, la instalación conlleva la ruptura de la sumisión moderna a las disciplinas artísticas. Es causa de la gran apertura del arte actual, pero también síntoma de una de sus debilidades: su absorción por la lógica del espectáculo. Así, un autor muy crítico con su propio tiempo, Marcel Broodthaers, decidió prescindir de este término y calificó de «decorados» a sus últimos trabajos, en los que cohabitaba un conjunto heterogéneo de objetos y medios. Otros artistas como James Coleman o Zoe Leonard han optado por utilizar el cinematógrafo y técnicas que en apariencia son obsoletas (la proyección de diapositivas o la fotografía analógica) con el fin de situarse a contracorriente de una sociedad hipertecnificada, que busca sustentar su felicidad en la posesión del último gadget electrónico.
Las instalaciones son, por definición, abiertas. Las completa el espectador. Este las recorre, escoge fijarse en un aspecto u otro y permanecer más o menos tiempo delante de un determinado vídeo, imagen o texto, cuya lectura es con frecuencia incompleta. Si en la modernidad el énfasis residía en el autor, ahora recae en el espectador. No nos sorprende, pues, que el arte tienda hoy hacia lo participativo y procesual, con un importante componente performativo y teatral. La forma ha dejado de ser un atributo exclusivo de la pintura o la escultura para convertirse a menudo en un «comportamiento» o en una relación que fluctúa de un medio a otro. Dora García, por ejemplo, ha explorado ampliamente esta faceta en diversas piezas, como en Klau Mich , en las que analiza cómo se construyen los relatos y los mecanismos a través de los cuales la institución ejerce su autoridad. Su carácter teatral es decisivo, alterando la jerarquía establecida entre la audiencia y el artista, que se convierte en algo parecido a un director de escena.
Читать дальше